domingo, 30 de septiembre de 2018

Teresa de Lisieux: Historia de un alma


30 de septiembre de 1897, siete y veinte de la tarde. Llovía sobre Lisieux cuando exhaló su último suspiro santa Teresita del Niño Jesús o Teresa de Lisieux. El funeral y el entierro de Teresa fue como el de cualquier otra monja: «muy, muy simple», como expresó su hermana sor Genoveva. Su celda fue deshabitada de las pocas cosas que tenía. Allí estaban sus alpargatas, «tan usadas y remendadas que ninguna hermana de la comunidad la hubiera querido llevar», dice sor Marta. Será sor Marta quien las eche al fuego y, pasados unos años, cuando Teresa sea ya canonizable, se lamentará de no haberlas conservado para probar con esta reliquia la pobreza extrema de Teresa.


 Murió, como dice su paisana Delarue, «a la edad dichosa en la que aún no se tiene biografía». ¿Quién es Teresa? Una niña bien, que ha querido mucho a sus hermanas y a sus papás y que ha entrado en el Carmelo a la edad de quince años, donde ha sido una buena monja que ha cumplido con rigor sus votos y la Regla.
¿Qué más se puede decir de ella?
Una hermana del Carmelo, poco tiempo antes de su muerte, pronunció estas palabras ingenuas, que pueden reflejar un cierto ambiente en buena parte de la comunidad:
—Me pregunto verdaderamente lo que nuestra madre podrá decir después de su muerte. Se verá bien confusa, porque esta hermanita, por muy amable que sea, no ha hecho nada que valga la pena de ser contado.
Es decir, que para esa religiosa y posiblemente para otras también fue una existencia aparentemente insignificante.
Debo traer aquí el testimonio de sor María de la Trinidad en el proceso de beatificación:
—Durante su vida en el Carmelo, pasó poco menos que inadvertida en la comunidad. Solamente cuatro o cinco religiosas, y entre ellas yo, penetrando más profundamente en su intimidad, nos dimos cuenta de la perfección que se escondía bajo las apariencias de su humildad y sencillez. En cuanto al resto de la comunidad, se la estimaba como a religiosa muy observante, sin nada que reprocharle.
Hay que escribir una noticia biográfica de Teresa, como se hace con todas las monjas difuntas, para enviarla a los demás conventos carmelitanos de Francia. Y lo harán las hermanas Martín bajo la responsabilidad de la madre priora María de Gonzaga. Se piensa en recoger en uno los tres manuscritos que ha dejado escritos. Resultará extenso, pero será el mejor documento para dar a conocer a su hermana Teresa.
El tío Isidoro Guérin puso el dinero para la edición y resultó un libro de 496 páginas, que apareció el 30 de septiembre de 1898, un año después de la muerte de Teresa, añadidas cartas suyas y poesías, editado en la imprenta de Saint-Paul à Bar-le-Duc, dos mil ejemplares al precio de 4 francos. Llevaba por título: Soeur Thérèse de l'Enfant-Jésus et de la Sainte-Face, religieuse carmélite (1873-1897). Histoire d'une âme écrite par elle-même.
Un éxito fulminante. Distribuido por conventos de carmelitas y por familiares y amigos, pronto hubo de hacerse nuevas ediciones. En 1899 se hizo una segunda edición de cuatro mil ejemplares. Y suma y sigue... Hasta ser traducido a más de sesenta lenguas. Y unas novecientas biografías dedicadas a su persona. Entre ellas la que humildemente escribí con el título: Teresa de Lisieux, huracán de gloria (Ed. San Pablo, 2012) y otra más concisa en castellano y catalán: Teresa de Lisieux. En el corazón de la Iglesia: ¡Mi vocación es el amor! / Teresa de Lisieux. En el cor de l’Església: La meva vocació és l’Amor! (Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2018).
Ya en 1899, dos años después de la muerte de Teresa, la tía Guérin decía a sus sobrinas monjas que la familia iba a tener que abandonar Lisieux a causa de Teresa. Cada día venían peregrinos a Lisieux al reclamo de la monja que había escrito ese maravilloso libro Historia de un alma. Y como no podían hablar con sus hermanas, amparadas por la clausura, acudían a sus tíos Guérin. En la tumba, hubo de ponerse guardas porque la gente arrancaba las flores y se llevaba la tierra como reliquia.
Los Guérin están preocupados por el revuelo que se ha formado en torno a su sobrina Teresa. En 1901, la Historia de un alma ha sido traducida al polaco, inglés, alemán e italiano. En 1903, aparece por Lisieux un sacerdote escocés que ha leído el libro. Se llega al convento y habla en el locutorio con María de Gonzaga. Pregunta a la priora:
—¿Para cuándo la canonización de sor Teresa del Niño Jesús?
Y la priora, riendo con sorna, le contestó:
—¿Canonizarla? En ese caso, ¿a cuántas carmelitas habría que canonizar?
Sus mismas hermanas están sorprendidas del revuelo que está ocasionando el libro. Leonia, que ha entrado en 1899 en la Visitación de Caen, es de la misma opinión:
—Teresa era muy amable, ¡pero de eso a canonizarla!
Pero la vox populi resuena tan intensamente por doquier, la figura de sor Teresa del Niño Jesús se hace tan famosa, que esa voz llega a los umbrales de la diócesis y de la misma Curia romana, y enseguida se procederá a su causa de beatificación.
¿Por qué de este clamor? Tal vez la respuesta la tenga su prima sor María de la Eucaristía cuando dice en el proceso de beatificación:
—No se trata de una santidad extraordinaria, no se trata de un amor a las penitencias extraordinarias, no; se trata sencillamente del amor a Dios. Las gentes del mundo pueden imitar su santidad, porque es una santidad que no se ocupa más que de hacerlo todo por amor y de aceptar todas las pequeñas contrariedades, todos los pequeños sacrificios, que nos llegan a cada instante, como venidos de la mano de Dios.
Cuando en el proceso de beatificación, los jueces preguntaron a María, su hermana mayor:
—¿Desea su beatificación?
Ella contestó:
—Deseo grandemente que sea beatificada, porque así se verá lo que ella quería que se viese: que se ha de tener confianza en la infinita misericordia de Dios, y que la santidad es accesible a todas las almas, cualesquiera que sean.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Montini y el cardenal Segura


Hoy, 26 de septiembre, la Iglesia celebra al beato Pablo VI, que el próximo 14 de octubre, después de 25 años del inicio de su proceso de canonización, será declarado santo.
Juan Bautista Montini, su nombre de pila, trabajó en la Secretaría de Estado del Vaticano de 1922 a 1954, convirtiéndose, junto a Domenico Tardini, en uno de los curiales más influyentes del pontificado de Pío XII. Y por ello, fue alejado del Vaticano por los ultras Ottaviani, Pizzardo y otros, que no veían con buenos ojos a un curial que mostraba simpatías por el nacionalsocialismo francés. En París estaba de nuncio Roncalli, futuro Juan XXIII, quien animó a Montini a publicar en L’Osservatore Romano un artículo laudatorio del cardenal Suhard, arzobispo de París, y de la Misión de Francia. Por ello, con no pocas «alabanzas», será promovido, por elevación, al arzobispado de Milán el 1 de noviembre de 1954.

 Montini con Pío XII. A la derecha, el cardenal Segura.

Se celebraba el Año Santo Mariano con motivo del centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Como culminación de esta efeméride mariana, Pío XII anunció para el 1 de noviembre la institución de una fiesta dedicada a la Virgen: la Realeza de María.
En Sevilla, el cardenal Segura, que presiente que le están moviendo la silla arzobispal, acude a Roma con una peregrinación cofrade. Ve en ello un último cabo de salvación. Hacerse presente en Roma con una magna peregrinación de cofrades con sus respectivos estandartes –los «Simpecados»–, que darán color y vistosidad a la Plaza de San Pedro. Y acompañará esta llamativa manifestación con un sustancioso donativo de 250.000 liras al Santo Padre.
Pero Pío XII ya le ha movido la silla. Días antes, 27 de octubre, había firmado la bula de nombramiento del obispo de Vitoria, Bueno Monreal, como arzobispo coadjutor de Sevilla con derecho a sucesión y plena jurisdicción de la diócesis.
Ese 2 de noviembre, mientras Bueno Monreal tomaba posesión en Sevilla, en Roma Pío XII daba audiencia a los 243 prelados, cardenales, arzobispos y obispos, que habían asistido el día anterior a la solemnidad mariana de la proclamación de la Realeza de la Virgen. Entre los 25 cardenales, estaba Segura, que recibió como los demás prelados de manos del Papa una medalla de plata conmemorativa.
 ¿Cómo se enteró Segura de su defenestración? Parece ser que por una llamada telefónica desde Sevilla. Lo cual no deja de ser inaudito. También Bueno Monreal le envió un telegrama a su lugar de residencia, pero tal vez lo supiera de primera mano de esa forma tan informal y surrealista de una llamada telefónica.
La embajada de España en Roma ofreció una recepción con banquete ese 2 de noviembre, a la que asistieron el cardenal Tedeschini, prelados, algunas personalidades españolas que han acudido a Roma, y también la Comisión sevillana enviada por el Ayuntamiento de Sevilla.
–Señores –dice el embajador Castiella–, tenemos que darles una noticia que va a ser una bomba atómica…
El cardenal Tedeschini añade sonriente:
–Dentro de diez minutos.
Al llegar los postres, se lanza la nueva de que, al cardenal Segura en su ausencia, le han ocupado la silla arzobispal.
Ese 2 de noviembre, una carta de la Secretaría de Estado, firmada por monseñor Montini, es enviada al arzobispado de Sevilla, en la que no se hace referencia a este hecho consumado. En el mejor estilo diplomático, da las gracias a Segura de parte de Su Santidad por «su caritativo homenaje» (limosna ofrecida al Papa) con motivo de la peregrinación.
Pienso que fue la última carta que firmó Montini, como sustituto de la Secretaría de Estado. Y tal vez, la única relación, más bien indirecta, con el cardenal Segura. Cuando se convierta en Pablo VI, Segura ha muerto unos años antes.
¿Qué sentimientos encontrados bullían en un Segura defenestrado? Se puede imaginar, conociendo al personaje. Pío XII no le recibió en audiencia privada. Tan sólo se vio con él en los actos litúrgicos del día 1 y en la audiencia colectiva de todos los prelados del día 2. A Segura le obligaron a recorrer tres dicasterios –creo que fue Montini quien se los señaló–, donde le expusieron su situación personal. ¿Sabéis qué reacción tuvo? Amenazó con tomar un avión y exiliarse en Moscú. Fue un farol que se echó, pero imaginen qué escándalo se hubiera formado si lo hubiera llevado a la práctica. Recuerden el momento histórico: año 1954, Stalin ha muerto el año anterior, telón de acero, Nikita Kruschev, el del zapato en la ONU, en el Kremlin... y un cardenal que pide asilo político.
El 6 de noviembre vuelven los cofrades, sin saber bien qué ha ocurrido en Sevilla en estos días de ausencia. Segura llegará en avión el 9 de noviembre. Al aterrizar en Madrid, le aguarda una lluvia de fotógrafos. Pero no hizo declaraciones. Será Franco, y no un reportero, quien dé el parte de la situación anímica de Segura. Confesará a su primo Salgado-Araujo:
–Ayer tar­de llegó a España por avión y según los testigos que le vieron bajar tuvieron que auxiliarle tres sacerdotes, dado su estado de postración. La noticia de la destitución le habrá causado cuando se la notificaron en Roma una impresión terrible. Su actitud futura sólo Dios la co­noce. Lo cierto es que en Sevilla su marcha fue acogida con una sensación de alivio grande, era una pesadilla que padecían los sevillanos.

martes, 18 de septiembre de 2018

María de la Purísima y el pueblo de Lopera


Hoy, 18 de septiembre, celebra la Iglesia la festividad de santa María de la Purísima, día también en el que fue beatificada en el Estadio Olímpico de Sevilla en 2010. Espigaré, ya que he escrito tanto de ella, una página de su vida: Su primer destino, en Lopera, pueblo de Jaén, donde había un colegio y un convento de las Hermanas de la Cruz. Ahí fue destinada María de la Purísima en septiembre de 1947 para hacerse cargo de la dirección del colegio. Tenía 21 años.


 La casa de Lopera llevaba abierta 20 años. Se inauguró el 3 de mayo de 1927, fiesta de la Santa Cruz, tan celebrada por la Compañía, sin la presencia de sor Ángela, ya achacosa por la edad. Nueve años más tarde, en 1936, con la explosión de la guerra civil, las Hermanas tuvieron que refugiarse en pueblos vecinos. El convento fue saqueado y destrozada la capilla. Pero el edificio religioso que más padeció fue la iglesia parroquial, que sufrió la quema de imágenes sagradas, la destrucción del órgano y parte de la techumbre.
La liberación del pueblo por las tropas nacionales tuvo lugar tras la conocida «Batalla de Lopera», ocurrida entre los días 27 y 29 de diciembre de 1936, en la que murieron varios centenares de brigadistas internacionales, entre los que se encontraban los poetas ingleses Ralph Fox y John Cornford. Frente a las brigadas internacionales había luchado la Columna del comandante Redondo, compuesta fundamentalmente por la brigada de choque del Requeté andaluz, formada a su vez por los Tercios de la Virgen de los Reyes de Sevilla, Virgen del Rocío de Huelva, Virgen de la Merced de Jerez, Isabel la Católica de Granada, Angustias y San Rafael de Córdoba, así como fuerzas del Batallón de Cádiz y de la Caballería de Sevilla. Entre ellos estaba y murió Pepe «El Algabeño», célebre torero sevillano que se había metido a falangista y que, como ayudante del general Queipo de Llano, mandaba una de las columnas durante la campaña de la Aceituna.
En la línea formada por los pueblos de Alcalá la Real, Lopera y Porcuna se paró el avance del ejército nacional de Queipo de Llano en la provincia de Jaén hasta casi el final de la contienda. Jaén y su provincia sufrieron junto a los destrozos de iglesias y signos religiosos, el martirio de cientos de personas y sacerdotes. La cripta de la catedral de Jaén es un testimonio fiel de lo ocurrido. Una gran cruz de mármol rojo cubre los restos de los allí enterrados: 328 personas, entre ellas 127 sacerdotes y la hermana del obispo. Don Manuel Basulto y Jiménez, obispo de Jaén, ocupa su lugar a los pies del altar en tumba exenta.
Es una cripta que evoca momentos doloridos y tristes de aquella guerra civil –mejor dicho, incivil– de 1936. Una buena porción de ellos, con el obispo Basulto y su hermana, proviene de aquel «tren de la muerte» que salió hacia la prisión de Alcalá de Henares el 11 de agosto de 1936, cargado con presos de la prisión provincial y de la catedral, repleta en aquellos momentos con más de 1.200 detenidos. Pero no llegaron a su destino. En la estación de Santa Catalina, inmediata a la de Atocha, llegó el tren hacia el mediodía del día 12. Un grupo de mozalbetes armados pidió que le entregaran los prisioneros. Y aquello fue una masacre. El que mató al obispo Basulto confesó que lo hizo disparando una escopeta cargada de plomo a una distancia de metro y medio. El obispo de rodillas imploró esta oración:
–Perdona, Señor, mis pecados y perdona también a mis asesinos.
La hermana del obispo gritaba:
–Esto es una infamia, soy una pobre mujer.
Y le contestaron:
–No te apures, a ti te matará una mujer.
Se llamaba Josefa Coso la miliciana que disparó a sangre fría a la única mujer de la expedición.
Enterrados en una inmensa fosa, fueron exhumados en marzo de 1940 y, tras laboriosa identificación, traídos a la Cripta de la catedral de Jaén, que sirvió de panteón un siglo antes para los caídos de la guerra de la Independencia.
Pero las Hermanas de la Cruz habían vuelto a Lopera en 1937. Convertido su convento en un hospital de guerra, ellas prestaron la atención que pudieron. Los militares limpiaron el convento y devolvieron la casa a las Hermanas. Pero Lopera, como tantos y tantos pueblos, sintió en su piel la destrucción y la ruina, al punto de que fuera incluida en el listado de localidades a reconstruir por el Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones.
La posguerra será un cúmulo de penalidades como el hambre y la miseria.
Trabajo tienen las Hermanas de la Cruz.
Y en el año siete de los años cuarenta, años de hambre, llega a Lopera una jovencita monja con ganas de ganarse el mundo por la Cruz: Hermana María de la Purísima, que dirigirá el colegio de niñas.
Una chica de Lopera, alumna del colegio, que se hará Hermana de la Cruz, dirá de ella:
–Cierro los ojos… y parece que la estoy viendo en la leñera partiendo leña con un hacha… como si no hubiese hecho otra cosa en su vida. Ella tan educada y distinguida. ¡Qué caridad tan extrema! Siempre dispuesta a ayudarnos en todo cuanto podía; y con qué rectitud tan grande; sin buscar nada a cambio, sólo y exclusivamente la gloria de Dios, ésa era la ilusión de su alma.

viernes, 14 de septiembre de 2018

La cruz, el símbolo más grandioso de la historia


Hoy, 14 de septiembre, es la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, sin duda el símbolo más grandioso de la historia del mundo. Es extraño que, siendo un instrumento de suplicio, el más ignominioso en el Imperio romano, se haya convertido en signo de victoria. En tiempos de san Pablo, la cruz era objeto de escándalo y locura para muchos. Dice en Corintios 1, 22-25:
–Dios tuvo bien salvar a los que creen con esa locura que predicamos. Pues mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres.


 Hoy, en Jerusalén, las campanas de la Anástasis, es decir, la Basílica de la Resurrección, llamada también del Santo Sepulcro, voltean invitando a los cristianos y peregrinos a la celebración de «la universal exaltación de la preciosa y vivificante cruz», denominación ortodoxa de esta fiesta. En el transcurso de los Oficios santos, el celebrante, en medio de nubes de incienso, y delante de las puertas reales del iconostasio (pared que separa las naves del santuario del coro en las iglesias ortodoxas) eleva la cruz lo más alto que puede para bendecir al pueblo, primero al mediodía, después a occidente, al norte y finalmente al sur.
Fue Macario, patriarca de Jerusalén, al momento de la Invención de la Santa Cruz, quien dio esta bendición en presencia de santa Elena, madre del emperador Constantino.
A santa Elena, cuenta la tradición, se debe el descubrimiento o invención de la cruz en la que murió Jesús. Hay que descender a las profundidades de la Basílica y bajar los viejos escalones que llevan a la capilla de la Invención de la cruz, sin duda, uno de los sitios más entrañables y más fascinantes del Santo Sepulcro, tal vez una vieja cisterna del tiempo de Jesús.
En el año 135, en la segunda revuelta de los judíos, el emperador Adriano (sevillano por más señas, nacido en Itálica), reedificó Jerusalén al estilo romano. Y enterraron los lugares santos para levantar sobre ellos un foro. Lo cuenta san Jerónimo en carta a Paulino:
–Desde la época de Adriano hasta el reinado de Constantino, durante unos ciento ochenta años, los paganos pusieron la imagen de Júpiter en el lugar de la Resurrección, la estatua de Venus en mármol sobre la Roca de la cruz, y les rendían culto.
Fue Macario, patriarca de Jerusalén, quien convenció al emperador Constantino que destruyera el foro y restituyera los lugares santos a los cristianos y también que se construyera una basílica que por siempre los protegiera.
Santa Elena, la madre de Constantino, llegó a Jerusalén en el año 326. Hizo de arqueóloga y excavando en una cisterna vecina al Calvario y al Sepulcro encontró la cruz de Cristo.
Lo cuentan Ambrosio de Milán, Paulino de Nola y otros... Cirilo de Jerusalén, en carta al emperador Constancio, le dirá de esta invención:
–En tiempos de vuestro viejo padre Constantino, de dichosa memoria, la madera salutífera de la cruz fue encontrada en Jerusalén.
Sócrates de Constantinopla, en su Historia eclesiástica, cuenta los detalles de las excavaciones y la emoción que produjo en santa Elena cuando aparecieron, no una, sino tres cruces. Y dice:
–Se encontró la tablilla de Pilato en la que proclamaba en diferentes caracteres rey de los judíos a Cristo crucificado.
San Juan Crisóstomo, por su parte, en una homilía sobre san Juan, confirma este hecho:
–Estando enterradas las tres cruces en el mismo lugar, se reconoció la del Salvador al hecho de que se encontraba en medio, y por el título, ya que las cruces de los ladrones no lo tenían.
La invención de la Santa Cruz y su recorrido posterior en reliquias dispersas por el mundo cristiano se ha alimentado de bonitas leyendas y narraciones piadosas. Nos basta, al venerar la cruz, que ella es a la vez «sufrimiento y triunfo de Dios», y el solo «signo de gloria» (Ga 6, 14) que los cristianos tienen para seguir el camino del Señor, llevando en nosotros la cruz para pasar un día con Él de la muerte a la vida.
Postdata: Hay estúpidos en esta sufrida tierra nuestra que aúllan pidiendo que se eche abajo la más grande cruz levantada en el mundo: la del Valle de los Caídos.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Peregrinos de verano


¡He visto por televisión este verano tantas veces la bella ciudad de Santiago de Compostela y los peregrinos que llegan a ella tras largas caminatas…! Contaré el caso de un chico holandés, agnóstico y anticlerical, que se lanzó a la aventura de hacer el recorrido francés del Camino de Santiago al no poder escalar las altas montañas de los Pirineos. Iniciado con espíritu deportivo, descubrió el silencio en su caminar paso a paso y la escucha de sí mismo. «No se puede marchar durante horas y días sin plantearse preguntas sobre Dios y sobre sí mismo». «Llamar incesante a las puertas del camino para pedir agua o albergue da lecciones de humildad».


Al año siguiente realizó el camino como peregrino. Un peregrino «a su aire», visitando todas las pequeñas iglesias que se encontraba por el camino, pero hostil a la misa y distanciado de toda expresión jerárquica de la fe. En su reflexión llegó un momento en que se llegó a decir: «He comprendido que ocupándome de los representantes de Dios en la tierra me olvidaba de lo fundamental». Y por el camino hacia Santiago llegó a la conversión.
Pero ahí queda esa profunda reflexión de este joven holandés aplicable a tantos de nosotros. Cuántas veces, en nuestra crítica estéril, nos quedamos en la corteza sin catar la sustancia del interior.
Es la posición del teólogo que, desde su gabinete, imparte lecciones de cómo debe llevar las riendas de la Iglesia el Papa y le planta el ejemplo de San Pablo, no sé bien por qué, porque si San Pablo estuviera en estos momentos redivivo, no sé cómo actuaría, pero seguro estoy de que no lo haría a semejanza del teólogo. Es la postura del cura que, cargado de sus filacterias, se las quiere colgar a todos los pacientes feligreses. O la inmadurez del laico que pende toda su fe en la fragilidad del sacerdote cercano. Llevamos tanto tiempo en la Iglesia: unos y otros, dando vueltas a la noria de lo circunstancial, que se nos olvida lo fundamental: el encuentro con Jesucristo que, como dice el Evangelio, es «camino, verdad y vida».
Os invito a peregrinar. Para mí, ya es pura añoranza que me recuerda aquellos años scouts con sus buenas caminatas mochila a la espalda. Pero es un magnífico ejercicio espiritual para el verano. Clarifica las ideas y nos acerca a lo esencial de nuestra fe, el encuentro con Dios.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Azaña, ¿se convirtió a la fe católica?


Si la figura de Manuel Azaña, el que fuera jefe de Gobierno (1931-1933) y presidente de la Segunda República (1936-1939), relevante intelectual, liberal y burgués, como él se definió, fue polémica en vida, lo es aún a la distancia de los años.


 En Montauban (Francia), donde murió el 3 de noviembre de 1940, se celebró en 1990, al cumplirse los 50 años de su muerte, un homenaje en su honor. Y la prensa de esos días fue profusa en artículos dedicados a su memoria. Pero no se reseñó un dato que dio que hablar en su tiempo y que, en la hora de los homenajes, se intentó soslayar: su conversión postrera en la hora de su muerte. Tan sólo un atisbo de rechazo en Juan Marichal, escritor ligado al partido republicano canario y exiliado tras la guerra, el cual, tras su ponencia leída en Montauban, comunicó su desacuerdo con la versión dada por Televisión española sobre la muerte de Azaña: «Debemos protestar (sí, protestar) porque TVE ha escogido la versión oficial franquista y que podemos caracterizar también de versión oficial católica». Es decir, que Azaña murió reconciliado con Dios en el seno de la Iglesia católica. Y añadió: «¿Cuándo la Iglesia española se aplicará el precepto dado tan noblemente por el presidente Azaña el 18 de julio de 1938: «Paz, piedad, perdón»? Porque... ha sido la mayor difusora de las imágenes falsas que hemos visto. No es tampoco la ocasión para considerar lo que ha sido en nuestra tragedia nacional la «pesca de almas» en sus últimos momentos».
Pues, aunque le pese a Juan Marichal, no fue ningún miembro del clero español el que intervino en los últimos momentos de la vida de Azaña. Fue un francés, y precisamente el propio obispo de Montauban, monseñor Théas, quien fue llamado a su lecho y quien lo reveló años después en un sermón con motivo del jubileo del Año Santo de 1950.
Monseñor Pierre-Marie Théas acababa de llegar a la diócesis de Montauban, cuando fue requerido por un español para que acudiera a asistir al presidente Azaña, que vivía en el Gran Hotel du Midi.
En ese encuentro, Azaña le confesó que quería morir en el seno de la Iglesia católica. «Estas palabras –confesó el obispo– fueron pronunciadas con tal acento de sinceridad, que saqué mi crucifijo y se lo di al enfermo. Entonces el presidente Azaña, en sus manos, comenzó a besar las llagas del Salvador, diciendo: ¡Jesús, piedad, misericordia!». Entonces el presidente Azaña se confesó.
Cuando el obispo volvió para llevarle el viático y administrarle la unción de enfermos, alguien le impidió la entrada: «El presidente está cardíaco y eso le puede hacer daño». Sin embargo, en confesión del mismo obispo, en otro momento pudo darle los últimos sacramentos, aunque su entrada fue impedida en cinco ocasiones.
–Algunos días después –confesó el obispo– tuvo lugar el entierro civil; pero yo sabía muy bien el retorno del pródigo a la Casa del Padre de las misericordias.
El entierro civil fue dispuesto por el cónsul de México sin el conocimiento de la esposa de Azaña, que fue quien llamó al obispo. «La viuda no se atrevió a protestar, porque México pagaba todos los gastos del hotel del presidente y de los que le acompañaban».
Quien desee más información, podría consultar el Bulletin Catholique de Montauban de la época, y creer, si lo desea, las palabras del obispo Théas, posteriormente obispo de Tarbes-Lourdes. Nada de esto se dice en el libro de Santos Juliá «Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940)». Santos Juliá, excura sevillano y en tiempos ha amigo, escribe que el obispo «se presentó en el hotel para informarse por el estado del enfermo. Pasó a la habitación y charló un rato con Azaña que, muy complacido y sonriente, le habló de todo, de Cipriano [su cuñado, condenado en Madrid a la última pena en esos días, por el que intercedió monseñor Théas, enviando dos cables, uno a Franco y otro a Roma], de los niños, de su juventud en El Escorial. Notando que se cansaba, el obispo les dejó enseguida y no le vieron más hasta que, enterado de la extrema gravedad en que había caído en los últimos días de octubre, volvió de nuevo acompañado de un cura español, que pretendió entrar a verle. No accedió su mujer, que dejó pasar al obispo, a quien tantas veces Azaña había reclamado. En fin, y siempre según el relato de Dolores de Rivas [su esposa] a su hermano, pasadas las diez de la noche del día 3 de noviembre, viéndole morir y angustiada por su soledad en aquel dolor, encargó a Antonio Lot que llamara a Saravia y a la monja, soeur Ignace, que cumpliendo sus deseos volvió un poco más tarde acompañando al obispo. Y así, en el momento de su muerte, el 3 de noviembre de 1940 a las doce menos cuarto de la noche, rodeaban a Manuel Azaña, en su habitación del Hotel du Midi, su mujer, Dolores de Rivas Cherif, el general Juan Hernández Saravia, el pintor Francisco Galicia, el mayordomo Antonio Lot, el obispo Pierre-Marie Théas y la monja Ignace».
Al parecer resulta feo para una biografía laica contar que Azaña –aquel que dijo: «España ha dejado de ser católica»– se confesó con el obispo, recibió los últimos sacramentos y se convirtió en sus momentos finales.