lunes, 30 de junio de 2014

El reloj de la catedral de Sevilla

En esta fecha, 30 de junio de 1765, el primer reloj de campana de España, colocado el 16 de julio de 1400 sobre la Torre (aún no era Giralda), es sustituido de puro viejo por otro, tras 365 años de existencia. Era el viejo reloj que ordenara colocar el arzobispo don Gonzalo de Mena, el de la Cartuja, en presencia, se dice, del rey Enrique III que por entonces se hallaba en Sevilla. Día pesaroso aquel, según se lee en papeles antiguos, puesto que «se levantó una furiosa tempestad de truenos y rayos que llenó de confusión esta ciudad porque se hicieron muchas procesiones, penitencias y rogativas». Fue, no más, una tormenta de verano. Porque el reloj duró sus tres siglos y medio.


Se cambió el reloj, pero se dejó la antigua campana que lleva impresas las armas de don Gonzalo de Mena, cinco estrellas y ocho roeles con fajas en orla, y el nombre del fundidor, Alfonso Domínguez. Y esta leyenda: Esta campana mandó facer D. Gonzalo, Arzobispo de Sevilla año del nacimiento de Jesucristo de mil CCCC. Acabóla Alfonso Dominguez: era mayordomo de la obra Juan de Soto. Christus vinxit. Christus regnat. Christus imperat.
El nuevo reloj comenzó a sonar con la antigua campana el 7 de diciembre de 1765, realizado por fray José Cordero, lego franciscano. Este reloj marcaba curiosamente, hasta bien entrado el siglo XX, diez minutos de retraso sobre el horario oficial. Y con él, los relojes del Arzobispado y del Seminario en el Palacio de San Telmo.
Por los años veinte del siglo pasado era gobernador de Sevilla y comisario de la Exposición Iberoamericana don José Cruz Conde. Un alto personaje político paseaba por el parque en coche de caballo dando tiempo a la salida del tren. Cuando pasó por el Seminario de San Telmo dirigió su mirada hacia la fachada y observó la hora. Aún tenía tiempo de llegar a la estación, se dijo. Confiado en el reloj clerical, llegó con retraso y perdió el tren a Madrid. Se quejó a Cruz Conde, quien transmitió la queja al arzobispo de Sevilla, cardenal Ilundáin.
–¿Cómo puede existir en un país civilizado un reloj de edificio público con diez minutos de retraso sobre el horario oficial?
Ilundáin, que tenía su temperamento, dio su brazo a torcer... a medias. Ordenó tapiar el reloj de la fachada del palacio de San Telmo, pero la hora canónica seguía con sus diez minutos de retraso. Y así hasta tiempos no muy lejanos, año 1956, que yo mismo he llegado a conocer.
Tal vez la razón del retraso del reloj catedralicio y de los demás relojes de edificios eclesiásticos se deba al meridiano de Greenwich, hallándose Sevilla diez minutos después de la línea cero que pasa por Londres y Barcelona.
Pero la leyenda popular es más sabrosa. Cuenta que la diferencia horaria entre los relojes eclesiásticos y civiles de la ciudad es reflejo de una disputa entre los cabildos eclesiástico y civil. Convocado en cierta ocasión el cabildo municipal a función solemne en la iglesia catedral, llegaron bajo mazas con diez minutos de retraso. La función había comenzado sin aguardar los canónigos la llegada del asistente y caballeros veinticuatro. Lo que fue considerado como una violación del protocolo y una desconsideración para con la Ciudad por ellos representada.
El cabildo eclesiástico sostenía que una función señalada para las diez comenzaba a las diez. El cabildo municipal consideraba que comienza cuando la Ciudad sale bajo mazas de las Casas Consistoriales. Y como el trayecto a la catedral dura eso, diez minutos, la función religiosa debe comenzar con diez minutos de retraso, es decir, a las diez y diez. Sencillamente, cuando los munícipes lleguen a la catedral. Surgió la fórmula conciliadora que sólo puede ocurrir en una mente chispeante como la sevillana. Se atrasará diez minutos el reloj de la Giralda. Y aquí paz y después gloria. El cabildo secular se regirá por el reloj municipal y el cabildo eclesiástico por el suyo. Uno y otro cabildo comenzarán su función a la hora señalada.

miércoles, 25 de junio de 2014

El cerdo está muerto

Acabo de leer «Heil Hitler, el cerdo está muerto», de Rudolph Herzog, con el subtítulo «Comicidad y humor en el Tercer Reich». En verdad, con Hitler se podían tener pocas bromas. Muchos de los que se rieron de él antes de llegar al poder, conocieron el campo de concentración y la muerte tras su ascensión en 1933. El título del libro me sirve para entronizar este artículo. Lo veo acertado y sugerente, pero las reflexiones que siguen las entresaco del libro que tengo en capilla para una publicación próxima.
  

Uno se pregunta, a la distancia de los años, cómo un hombre de presencia tan ridícula, bigotito como un moscardón bajo la nariz, flequillo sobre la frente, rostro moreno – lo contrario de la suspirada raza aria rubia y esbelta que pregonaba–, austríaco, puesto que no tenía la ciudadanía alemana, haya sostenido una meteórica carrera hacia el poder y adueñarse en pocos años del mando absoluto de Alemania. ¿Cómo fue posible que la ideología de un hombre así haya derivado en la terrible tragedia humana del siglo XX que propició la segunda guerra mundial y el Holocausto? 
El periodista y escritor norteamericano John Gunther, autor de libros sobre los regímenes totalitarios, afirma que «todos los dictadores son anormales. La mayoría de ellos son neuróticos». Al menos, Adolf Hitler cumple en demasía los dos conceptos: la anormalidad y la neurosis.  
–¿Era «anormal» Hitler? 
Ron Rosenbaun, ensayista americano judío, dedica todo un capítulo, de su libro Explicar a Hitler. Los orígenes de su maldad, a dilucidar la anormalidad del dictador alemán. Viene a afirmar que Hitler padecía una psicopatología sexual extremadamente perversa… que fue origen de su patología política asesina porque «lo aislaba del amor normal de los seres humanos». Y recoge la tesis que otros muchos analistas apuntan:  
–Hitler practicaba una perversión sexual extrema tan repelente que empujaba a las mujeres al suicidio… De las siete mujeres que podemos tener una certeza razonable de que tuvieron relaciones íntimas con Hitler, seis se suicidaron o hicieron intentos serios de suicidarse.  
Entre ellas, su propia sobrina Geli Raubal. Un día confesó a una amiga: 
–Mi tío es un monstruo, nadie puede imaginarse las cosas que me exige. 
El 18 de septiembre de 1931 se suicidó con la pistola del dictador en la propia residencia de Hitler en Munich.  
La anormalidad sexual de Hitler ya circulaba por Munich en los años veinte. El fotógrafo Nachum Tim Gidal le tomó una fotografía no autorizada, desprevenido en su intimidad, que se publicó en el periódico Munich Illustrated News. Tim Gidal pudo escapar a Jerusalén en 1933 cuando Hitler subió al poder. Le hubiera costado la vida, como ocurrió a otros muchos. Años después confesará a Rosenbaun que «en Múnich todo el mundo sabía» que Hitler era «algún tipo de pervertido sexual». 
Peor suerte le cupo al periodista Fritz Gerlich, que tuvo la ocurrencia en julio de 1932, apenas seis meses antes de que Hitler llegara al poder, de hacer un fotomontaje de Hitler, con sombrero de copa y levita, del brazo de una novia negra. Como título de la «foto de boda» puso: 
–¿Tiene Hitler sangre mongólica? 
El texto de Fritz Gerlich, que es toda una sátira, juega con las teorías raciales de Hans Friedrich Karl Günther, ideólogo del nazismo, quien en Los elementos raciales del pueblo alemán desarrolla una teoría en la que destaca sobre todas la raza nórdica, la más noble y la más creativa de la historia. Opuesto a los países nórdicos fueron los judíos, que eran «una cosa de fermento y perturbación, una cuña impulsada por Asia en la estructura europea». Günther argumentaba que los pueblos nórdicos debían unirse para asegurar su dominio. Es el primero de una serie de «científicos raciales» que pretendían dar un matiz académico al racismo nazi.  
Para Günther, la nariz de un ser humano es «el síntoma más importante de la ascendencia racial de una persona» y especifica que la nariz de raza aria nórdica tiene el puente y la base pequeños. 
Gerlich, apoyándose en la investigación racial de Günther y de otros científicos raciales de la misma escuela, muestra en su escrito satírico dos fotografías de individuos arios con sus narices de puente y base pequeños y las compara con la nariz de Hitler. 
–Las narices de los tipos óstico [oriental] y mongólico tienen la base ancha y el puente chato y, en general, tienen en el puente una pequeña fractura que hace que la punta de la nariz quede un poco más hacia delante y hacia arriba. 
Concluye Gerlich que la nariz de Hitler, inconfundiblemente, concuerda con la descripción dada por los teóricos raciales de la nariz mongólica.  
Luego no es ario, sino de una clase de la raza eslava que refleja las invasiones de Europa por las hordas mongólicas de Atila, rey de los hunos. Por lo tanto, la nariz de Hitler ni siquiera es compatible con la sangre eslava pura –aunque «inferior»–, sino con la sangre mestiza, mezclada, del tipo eslavo, los bastardos nacidos de la violación de las mujeres eslavas por los jinetes mongoles invasores. 
En los años previos a su subida al poder, Hitler fue objeto de múltiples burlas y caricaturas en los medios periodísticos, tratándolo generalmente con desprecio, como un payaso que no llegará a ninguna parte, pero nada le dolió más que esta cruel parodia de su sangre y nariz mongólica y de su casamiento con una negra. No se lo perdonará. Al llegar Hitler al poder, Fritz Gerlich preparó una nueva historia donde lo vinculaba con la muerte de su sobrina Geli. El artículo no llegó a salir, confiscado por la Gestapo, y su autor detenido el 9 de marzo de 1933 y llevado a la cárcel de Munich. El 30 de junio de 1934 fue enviado al campo de concentración de Dachau, donde fue asesinado el 1 de julio durante la noche de los cuchillos largos. Su esposa recibió la confirmación de la muerte de Fritz Gerlich cuando sus lentes salpicados de sangre les fueron entregados.  

domingo, 22 de junio de 2014

Los Seises

Nos hallamos en la octava del Corpus 
y los Seises de Sevilla bailan todas las tardes ante el Santísimo.

El 1911 los Seises fueron invitados a bailar en el Congreso Eucarístico Internacional, que se celebraba en Madrid. A algunos canónigos de la diócesis madrileña les pareció irreverente esta invitación.
–¡Bailar delante del Santísimo Sacramento! ¡Qué profanación!
Y ofrecieron algunas dificultades, que fueron obviadas por la infanta doña Isabel, «La Chata», que deseaba que en la fiesta internacional dedicada a la Eucaristía no faltase el gustoso aperitivo de los Seises de Sevilla.


Rodríguez Marín, que escribió un artículo en ABC el 19 de junio de 1911, salió al paso de esta supuesta irreverencia:
–¿Irreverente la danza de los seises? Los que tal dicen han olvidado que representa el pasaje del Real Profeta bailando ante el Arca del Testamento. Y claro es que lo dicen porque no han presenciado jamás esa danza y la confunden, o poco menos, con los callejeros bailes de las verbenas. Pues ¿cómo, a ser irreverente, la conservara y la patrocinara, siglo tras siglo, el siempre celoso cabildo de la gran metrópoli sevillana, cuando ni por ensueño había en Madrid catedral ni obispado?
La existencia de los Seises se pierde en los siglos medievales. Lo que comenzó siendo niños de coro, que existieron desde la creación de la Iglesia de Sevilla a mediados del siglo XIII, terminó con la danza y el baile, cuando el Corpus, fiesta creada por Urbano IV para que «cante la fe, dance la esperanza y salte de gozo la caridad», arraigó en Sevilla en el siglo XV.
El 27 de junio de 1454, Nicolás V emitió la bula Votis illis, por la que concedía a la catedral de Sevilla un maestro de canto para los niños cantores independiente del maestro de gramática, puesto que «los servicios de canto del maestro y de los niños son de más inmediata y directa utilidad que los de gramática, para el culto de la Iglesia y más necesarios para aumentar su brillo y esplendor». Contaron así desde entonces los niños cantorcicos, que así se llamaba a los Seises en el siglo XV, con un maestro de capilla distinto al de gramática.
Ese año de 1454 aparece un primer apunte de la existencia de los niños cantorcicos en los libros de cuentas de la catedral:
–Seis ángeles tañendo; ocho profetas tañendo, veintisiete cantores, moços niños.
Y en 1512:
–A once moços de capilla cantorcicos desta santa iglesia que fueron cantando e baylando delante del Corpus Xti, para hacer las guirnaldas que llevaron, a real cada una, once reales.
En la bula de Eugenio IV Ad exequendum, expedida en Florencia el 24 de septiembre de 1439, se habla por primera vez de «seis niños cantores». Aunque el nombre de Seise no aparece en los papeles de la catedral hasta el año 1553, cuando se dice en un auto capitular «hacer guirnaldas para seises».
Se llaman así porque en un principio fueron seis. Pero su número ha variado a lo largo de la historia, siendo unas veces ocho, doce, hasta dieciséis en 1570 cuando entró en Sevilla el rey Felipe II. A comienzos del siglo XVII se fijó en diez su número, que perdura en la actualidad.
A finales del siglo XVII tuvieron un momento difícil durante el pontificado del arzobispo Palafox, el de los «cien pleitos». Acabó con las danzas y bailes de hombres y mujeres en la procesión del Corpus y a punto estuvo también de acabar con el baile de los Seises. Envió un dubium a la Sagrada Congregación del Concilio para que le dijese si parecía correcto a Roma que durante la octava del Corpus unos niños bailen con trajes de danzantes, dando a veces la espalda al Santísimo y con la cabeza cubierta.
El cabildo catedral, que venía soportando durante años los dubium del arzobispo, con no poco gasto de mantener un representante para defensa de sus intereses ante la corte de Madrid, cerca del nuncio, y otro en la misma Roma, no estaba dispuesto a transigir en este tema, tan secular en la Iglesia de Sevilla y de tanto arraigo popular. Un mandamiento del nuncio da en principio la razón al arzobispo y ordena «bajo censuras latae sententiae quitar el abuso de la danza de los seises», mientras el rey Carlos II, más comedido, recomienda «se procurara conciliar los pleitos». El cabildo plantó resistencia al arzobispo y al nuncio y acordó el 15 de julio de 1701 «que se defendiese su tan antigua posesión judicial y extrajudicialmente». Pero no hubo necesidad de seguir en pleitos. El arzobispo está enfermo de muerte. En diciembre de ese año muere. Su sucesor, el cardenal Arias, se apresuró a firmar una concordia con los canónigos en todos los pleitos planteados por el arzobispo anterior. Y los Seises fueron salvados.
Se forjó entonces una leyenda –Sevilla es tierra mágica de leyendas– que narra así Simón de la Rosa, autor de su renombrado libro Los Seises de la Catedral de Sevilla:
–Cuéntase que un antiguo arzobispo, cuyo nombre no ha podido averiguar la leyenda, promovió ruidoso pleito al cabildo eclesiástico y llevó a Roma la cuestión, para que la Sagrada Congregación de Cardenales decretase la supresión de la danza de seises por considerarla ofensiva a la majestad augusta del Santísimo Sacramento. Llegado el período de prueba, a Roma fueron los seises con sus borceguíes argentados, gregüescos, vaquerillos, bandas, valonas, sombreros, castañetas, y con su maestro de capilla al frente, en barco fletado por cuenta del Cabildo; y, tan prendado quedó el Pontífice de la danza censurada por el Arzobispo, cuando se hubo ejecutado a su presencia, que mandó sobreseer el proceso y proveer en adelante que nadie fuese osado a perturbar al Cabildo en la posesión de una costumbre inmemorial, sancionada por el tiempo y abonada por la licitud de la ceremonia.
Existe una leyenda añadida. El papa les dijo que pervivirían mientras les durase el traje que llevaban. Por eso, es tradición al hacerse vestimentas nuevas, rojas en el Corpus y azules en la Inmaculada, que lleven siempre un retal del viejo traje añadido al nuevo para que perdure de alguna manera el vestido primitivo. Los Seises bailan ante el Santísimo en el triduo de Carnaval, como preparación para la Cuaresma, en la fiesta del Corpus y su octava y en la fiesta de la Inmaculada y su octava.
El inglés lord Rosebery quedó tan prendado del baile de los Seises que encargó al pintor Gonzalo Bilbao un óleo con la representación de tan hermosa danza. Hoy se conserva ese cuadro, Los Seises de la catedral de Sevilla, en toda la belleza de su expresión plástica, en una colección particular de Londres. 

sábado, 14 de junio de 2014

La cama papal

Este título es un gancho para que el lector se sujete a la lectura. Pero responde a una realidad. Tenía preparado este artículo con semejante título cuando el papa Francisco se me ha adelantado. Y lo he tenido que adaptar para dar cabida a sus declaraciones.
En una entrevista aparecida en «La Vanguardia» de Barcelona, el periodista Henrique Cymerman, judío portugués que trabaja de corresponsal en Medio Oriente para «SIC», «La Vanguardia» y «Antena 3», pregunta entre otras cosas al papa:
–Uno de sus proyectos es abrir los archivos del Vaticano sobre el Holocausto.
–Traerán mucha luz –le responde el papa.
–¿Le preocupa alguna cosa que pueda descubrirse?
–En este tema lo que me preocupa es la figura de Pío XII, el papa que lideró la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial. Al pobre Pío XII le han tirado encima de todo. Pero hay que recordar que antes se lo veía como el gran defensor de los judíos. Escondió a muchos en los conventos de Roma y de otras ciudades italianas, y también en la residencia estival de Castelgandolfo. Allí, en la habitación del papa, en su propia cama, nacieron 42 nenes, hijos de los judíos y otros perseguidos allí refugiados. No quiero decir que Pío XII no haya cometido errores –yo mismo cometo muchos–, pero su papel hay que leerlo según el contexto de la época. ¿Era mejor, por ejemplo, que no hablara para que no mataran más judíos, o que lo hiciera? También quiero decir que a veces me da un poco de urticaria existencial cuando veo que todos se la toman contra la Iglesia y Pío XII, y se olvidan de las grandes potencias. ¿Sabe usted que conocían perfectamente la red ferroviaria de los nazis para llevar a los judíos a los campos de concentración? Tenían las fotos. Pero no bombardearon esas vías de tren. ¿Por qué? Sería bueno que habláramos de todo un poquito.
Aborda aquí el papa Francisco un tema que ha creado muchísima literatura, acusando a Pío XII como el «Papa del Silencio» frente al Holocausto e incluso como el «Papa de Hitler», como ha titulado su libro el inglés John Cornwell, exseminarista, que calificó al papa Pacelli como «el clérigo más peligroso de la Historia moderna». Y también a favor. Es un trabajo que estoy ultimando y espero que salga a la luz dentro de unos meses. No ha habido un papa del siglo XX más calumniado que Pío XII.
Aquí me referiré a una página de esa historia. Roma es ocupada a la caída de Mussolini por los nazis el 8 de septiembre de 1943. Nueve meses estuvieron en la Ciudad Eterna, hasta junio de 1944, cuando llegaron desde el sur las tropas anglo-americanas. En ese tiempo han sucedido muchas cosas en Roma. Desde la persecución de los judíos por las SS y la Gestapo y deportación a Auschwitz de más de un millar de ellos, hasta la acogida de los más en conventos de Roma y en el mismo Vaticano. En 155 conventos y monasterios de Roma fueron escondidos 4.238 judíos romanos, a los que hay que sumar otros 477 que fueron recibidos en el Vaticano. 60 judíos vivieron durante nueve meses en la Universidad Gregoriana y muchos fueron escondidos en la cantina del Pontifico Instituto Bíblico. Y todos, siguiendo las instrucciones de Pío XII, que ordenó abrir las clausuras. Hay testimonios preciosos y heroicos de simples sacerdotes, religiosos y monjas en defensa de la comunidad judía.
Y no solo en Roma. El cardenal Boetto de Génova salvó al menos a ochenta. El obispo de Asís escondió a trescientos judíos durante dos años. El obispo de Campagna y dos familiares suyos salvaron a 961 en Fiume. Y así, un larguísimo etcétera.
Y no solo judíos. En el Vaticano estaban refugiados los diplomáticos y familiares acreditados ante la Santa Sede, cuando en junio de 1940, Italia entró en guerra. Curiosamente, cuando entren en Roma los aliados y huyan los alemanes, saldrán los diplomáticos aliados del Vaticano y se refugiarán en él los diplomáticos del Eje, entre ellos el japonés.
Había también refugiados políticos, militares italianos y soldados aliados huidos de campo de concentración y partisanos. Todos ellos refugiados en casas religiosas, algunos de ellos notorios en la política de la Italia de la posguerra, como De Gasperi.
Hay un plan de Hitler para secuestrar a Pío XII. El 9 de febrero de 1944, el papa reunió a los cardenales de la Curia y les dijo:
–La Divina Providencia nos reserva, quizás, un dolorosísimo deber. Lo aceptamos con serenidad y con fortaleza. Fiat voluntas Dei. Suceda lo que suceda, no dejaremos jamás la Sede Apostólica y menos nuestra querida Roma. Cederemos solo a la violencia. Pero más que a la nuestra, es vuestra suerte la que mayormente me preocupa. Venerables hermanos, no dudaremos de seguir nuestra suerte. Cada uno de vosotros es libre de conducirse como mejor crea para su propia salvación.
No hubo secuestro. Esta es otra curiosa historia que podré contar otro día. Pero ahí queda el dato de que un papa a quien tantos han condenado como el papa amigo de Hitler, estuvo a punto de ser secuestrado por él y la defensa que hizo de tantos y tantos judíos. Pinchas Lápide, diplomático israelí, afirma que Pío XII «salvó más judíos que todos los políticos del mundo occidental juntos». Y encima, cuarenta y pico de niños nacieron en su propia cama de la residencia de verano de Castelgandolfo.

martes, 10 de junio de 2014

El Loco Amaro y sus sermones

–Decid que soy predicador apostólico, que soy cardenal de Santa Cristina y capitán general de mar y tierra, decid que el Rey es mi primo y me ha honrado con este hábito de mi pa­trón Santiago...
Señores, es Amaro, el loco más célebre de Sevilla. Tocado con un bonete rojo, alcuza al cuello, y atado con una cadena a otro infeliz camarada de la Casa de Inocentes, circula Amaro, ya añejo de piel y de años, por toda Sevilla, lan­zando sus prédicas, llenas de cuchufletas y de latines maca­rrónicos, y coreadas y celebradas por el público.
Quiero evocar figura tan entrañable, cuyos sermones recogí en un libro que titulé: Sermones del Loco Amaro, el más disparatado y simpático loco de la Sevilla del XVII.
Hay un tema que obsesiona a Amaro: los frailes.
Aunque no todos. De la quema se salvan algunos, por ejem­plo: los franciscanos, o los dominicos. Y es que la causa de su locura tiene su raíz en un fraile. Amaro tuvo la amarga experiencia –y valga la redun­dancia de que su nombre tenga connotaciones amargas– de en­contrar a su mujer en íntima correspondencia con un fraile. De ahí le vino la locura que arrastró durante toda su vida.
Nos hallamos en la segunda mitad del siglo XVII. El arzobispo don Ambrosio Spínola es un santo varón y Amaro lo quiere profundamente. Cuando muera el arzobispo, nuestro loco se quejará de que el provisor del arzobispado haya encargado el sermón de honras fúnebres a un padre teatino y no a él. Que ya lo gritó Amaro desde una es­quina de Sevilla:
–A mí me toca por compañero; a mí me toca por amigo; a mí me toca por capitán general del reino de Nápoles; a mí me toca por predicador apostólico; a mí me toca por cardenal de Santa Cristina; a mí me toca por caballero conocido en toda España con el hábito de mi patrón Santiago...
En esta Sevilla, también de Murillo y Valdés Leal, o Mi­guel Mañara, vive el Loco Amaro. Ya con amagos de decaden­cia, aún aletea en su vientre de ciudad populosa la hermosa Sevilla, la pícara Sevilla, abierta a las Indias, que cobija en sus patios a los más notables mercaderes, clérigos, mi­sioneros, poetas... y buena chusma de pícaros y ganapanes. Entre ellos Amaro, el loco que proporciona la diversión, la gacetilla del día de quien cabe esperar la punzada ingeniosa contra cualquier institución o personaje de la ciudad. Sus sermones revelan la radiografía de Sevilla vista bajo el prisma negativo de una persona ida. Si todos los cuerdos, en opinión de Erasmo en su Elogio de la locura, ponen la lengua en el corazón, los locos colocan el corazón en la lengua. Entre tanto desvarío, con el corazón en la lengua, el Loco Amaro no pocas veces dice verdades como puños.
A su mujer le devolvió la fiesta pasados unos años con el mismo humor negro que cubrió su penar toda su vida. Se ha­llaba Amaro recluido en la Casa de Inocentes de Sevilla. Y vino su esposa a verlo. Amaro no se daba por enterado: no la conocía, o no quería conocerla. Ella, compungida, le dice:
—Amaro, ¿no me recuerdas? Soy tu mujer.
Y la respuesta sabia de Amaro:
—¿Cómo te iba a conocer si te dejé ciruela de fraile y te encuentro castaña pilonga?
Sus sermones circularon por Sevilla escritos de mano en mano durante los siglos XVII a XIX sin obtener la licencia de ser publicados, aunque aplaudidos y celebrados con solem­nes carcajadas en sus celdas por los frailes y señores del Santo Oficio. Según el manuscrito que se conserva en la Bi­blioteca del Palacio Arzobispal, copia según consta en él del que se halla en la Real Biblioteca de Madrid, habla de Amaro de Espinosa, «natural de un pueblo del Obispado de Córdoba y de familia conocida». Otro manuscrito, sin em­bargo, del que se valió la Sociedad de Bibliófilos Andaluces para publicar sus sermones en 1869, afirma que se llamaba Amaro Rodríguez, natural de Arcos.
La leyenda, como veis, envuelve los orígenes del más ori­ginal loco que ha pisado Sevilla. ¿Es cordobés o gaditano? ¿Espinosa o Rodríguez? Es andaluz, y basta. Por nombre, sim­plemente Amaro. Y en Sevilla, que le dio acogida y renombre, vivió pacíficamente su locura.
Porque, según parece, se encontraba ya en Sevilla en 1657, año en que murió el arzobispo fray Pedro de Tapia. Que fue Amaro al arzobispado a pedir limosna y encontró la con­currencia con caras tristes. Preguntó la causa y le dijeron que el arzobispo estaba muy grave. Pudo verlo Amaro y su chispa graciosa no se hizo esperar:
—Estas ya no son tapias, sino ruinas.
Recluido en la Casa de Inocentes, más comúnmente llamada Casa de los Locos, en la calle de San Luis junto a San Marcos, los administradores intuyen que la chispa mordaz de Amaro es un potencial recurso de colecta de limosnas. Atado a otro colega con una cadena, «que es la insignia de mi santa Casa», como él decía irónicamente, y con la alcuza al cuello, lo lanzan a la calle a cumplir su cometido diario. Y no lo hace mal, al punto que Amaro se cree amparo y protección de sus propios compañeros de penas:
–Mi señor administrador se come las gallinas y los gallos, y nos mata de hambre a nosotros. Él se abriga muy bien, y nosotros nos morimos de frío. Gobierna nuestra Casa el señor don Andrés de Frías, que es un caballero de Olmedo, mucho há­bito de Santiago, canónigo, y poco cuidado con los pobres, que somos sus hermanos y dueños de nuestra Casa, que a no tenerme a mí (que aunque no la gobierno, soy protector y les junto la limosna) se les resfriarían las barrigas por dentro y por de fuera con el gobierno de nuestro administrador.
Amaro, el Loco Amaro, es un trozo entrañable de la piel de Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII. Uno más de sus legendarios personajes. Tenía sus fobias (especialmente los frailes y administradores de la Casa de Inocentes) y sus filias (los que le daban un cuartillo de vino o limosnas sustanciosas, como el ar­zobispo Spínola). ¿Cuántos Amaro ha habido en Sevilla, y hay? ¿Esos personajes encantadores, llenos de locura bienhechora, que nos hacen vivir y ver nuestra ciudad bajo la mirada del más hilarante humor?
Amaro fue uno más, quizás el primero de esta «Sociedad de Locos», gentileshombres de la gracia, que ha dado la ciudad de Sevilla.

viernes, 6 de junio de 2014

Asalto a la Judería de Sevilla

Ocurrió en Sevilla hace 623 años. Aquel 6 de junio de 1391 Sevilla se levantó en calma, con la chicha propia del calorazo de verano. Y de pronto... el pueblo se agitó en masa y asaltó la Judería, saqueando e incendiando casas y matando a todo judío que encontraba. Las crónicas relatan que aquel día hubo una matanza de cuatro mil judíos. Quitemos un cero, que es lo que hay que hacer cuando se trata de calcular manifestaciones, y nos queda un número más acorde a la realidad histórica que puede rondar en el medio millar de muertos. Que ya son muertos. Un día triste aquel en la historia de Sevilla.
La cosa venía de atrás. Fue la muerte en 1379 de don Yusaph de Écija, almojarife y contador mayor del rey, hombre muy bien visto en el vecindario de Sevilla. Y surgió el elemento perturbador que durante años alentó, a partir de este suceso, la mecha antijudía en Sevilla que desembocó en el asalto a la Judería. Se trataba de Ferrán Martínez, arcediano de Écija y canónigo de la catedral hispalense. Este energúmeno no cesó de azuzar al pueblo con sermones incendiarios en contra de los judíos. Incluso invocaba el perdón y la salvación eterna a todo «christiano que matasse o firiesse mal a judíos».
La Aljama de Sevilla se quejó al rey Juan I y éste, enojado, escribió al arcediano diciéndole: «Somos mucho maravillado de vos» y le amenazó que sería castigado de tal manera «que se arrepentiría». Pero el arcediano seguía en sus trece.
El 11 de febrero de 1388, a las doce del mediodía, ante la puerta del Alcázar, en el tribunal levantado por Pedro I el Cruel para hacer justicia, comparecieron de una parte don Judá Aben-Abraham y de la otra el arcediano de Écija Ferrán Martínez.
Cuando tocó el turno al judío, se expre­só así:
–Yo, don Judá Aben-Abraham, veedor de Aljama de los judíos, en nombre de ella vos digo...
Y se quejó amargamente de la persecución que sufrían, de las afrentas que el arcediano les infería con sus sermones incendiarios y de inmiscuirse en lo que concierne exclusivamente a los príncipes seglares...
–Y de este requerimiento y afrenta y pro­testación que hago, pido a estos escribanos que me den fe y testimonio.
Ferrán Martínez pidió tiempo para la réplica «no sin colmar allí mismo de insultos e improperios al don Judá y a los suyos». Ocho días después comparecieron ante los alcaldes de justicia. Toca el turno al arcediano, que afirma no poder dejar de predicar y obrar tal como lo había hecho hasta entonces «por ser todo servicio de Dios e salud de los reyes, la qual salud han de procurar los perlados de la Sancta Eglesia e los sus ministros. E si yo derecho fiçiesse, veinte e tres sinagogas que están en la judería de esta cibdad, edificadas contra Dios e contra derecho, serían todas derribadas por el suelo, porque las fiçieron contra Dios e contra ley, alzándolas e apostándolas más de lo que es ordenado de derecho».
El cabildo metropolitano se indignó ante la postura reaccionaria de su arcediano y envió al rey sus mensajeros Diego Ruiz de Arnedo y el maestrescuela de la catedral para informarle de la conducta de Ferrán Martínez.
No hizo mucho más el rey, pero el arzobispo don Pedro de Albornoz formó una junta de letrados y teólogos para someter a juicio las proposiciones y actuaciones del arcediano. Ferrán Martínez se negó a satisfacer las observaciones de este tribunal y el arzobispo se vio obligado a declararlo «contumaz, rebelde e sospechoso de herejía» y, como a hombre «enduresçido en el error» le retiró la licencia de predicar. La carta del arzobispo llevaba fecha de 2 de agosto de 1389.
Pero el arzobispo murió once meses después, 1 de julio de 1390. Y el 9 de octubre, moría el rey Juan I. Libre de cortapisas y como provisor de la diócesis sede vacante, el arcediano de Écija arreció en sus arengas. Ordenó el derribo de todas las sinagogas del arzobispado –desaparecieron las de Alcalá de Guadaira, Carmona y Écija en la Campiña y las de Santa Olalla, Cazalla y Fregenal en la Sierra– y propició su fanatismo el asalto a la Judería de Sevilla y la matanza inicua de seres indefensos.
La Judería de Sevilla desapareció ese año de 1391. Dos de sus sinagogas se convirtieron en iglesias cristianas –Santa Cruz y Santa María la Blanca– dependientes de la iglesia catedral. Unos años después, hacia 1410, otra sinagoga pasó a convertirse en la iglesia parroquial de San Bartolomé.

lunes, 2 de junio de 2014

San Juan XXIII

Ha transcurrido ya más de un mes de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II. Me gustaría, una vez pasado el eco de este acontecimiento vaticano, perfilar algunas curiosidades del papa que fue apellidado “El Bueno” a los 51 años de su muerte, que se cumple mañana.


Juan XXIII sucedió a Pío XII en octubre de 1958, y a todo el mundo sorprendió que fuera elegido a una edad tan avanzada (77 años) y que, a diferencia de su predecesor, mostrara un aspecto campesino, rechoncho y regordete, bien lejos del perfil de papa a que estábamos habituado con Pío XII, hierático, alto y sumamente delgado, como «pintado por el Greco», según descripción de la prensa francesa cuando apareció por París en junio de 1937 como delegado apostólico para la solemne bendición de la basílica que se había levantado en Lisieux en honor de santa Teresita del Niño Jesús.
Juan XXIII era todo lo contrario. Ni “manos de huesos largos y huesudos” ni “sotana de corte impecable que parecía danzarle rítmicamente alrededor a cada movimiento”, como describiera a Pío XII Harold Tittmann, diplomático norteamericano, refugiado en el Vaticano durante la segunda guerra mundial.
Pues ahí está ya, en los altares, con el apelativo de “El Bueno”, aunque no tenía la nobleza de cuna de Pío XII ni la altura intelectual de su sucesor Pablo VI.
Al día siguiente de su elección al papado, recibió a unos 300 periodistas en la sala del Consistorio. Y en un francés más bien execrable, que aprendió siendo nuncio en París, les dijo:
–Sabéis verdaderamente muchas cosas… yo leo los periódicos. Sí,… vosotros asumís grandes responsabilidades… Así, habéis desvelado los secretos del cónclave. ¡Heu!… Ello es muy interesante. Enteramente falso por otra parte… Habéis escrito también que yo soy un papa de transición. No sé muy bien lo que queréis decir con esto… En fin… Es posible…
Y fue posible. Duró de papa cuatro años y medio. Pero con el inaudito valor de anunciar y poner en marcha el concilio Vaticano II. Vendrá después un cardenal a decir:
–Hará falta cuarenta años para remedir los daños causados en cuatro años.
Quería abrir las ventanas de la Iglesia al mundo, fue esta una expresión suya. Pero si se repasan las fotografías de entonces, no llegó a cambiar la parafernalia y la pompa vaticana, que parecían entonces normales. Por ejemplo: la silla gestatoria, los flabelos, la tiara… cosas que se irán suprimiendo con el tiempo.
Juan XXIII llamó al director de L’Osservatore Romano, el conde Dalla Torre.
¿Qué querrá de mí el nuevo papa? ¿Me irá a destituir? –pensaba al acudir a una audiencia que hacía más de catorce años que, siendo director, no había tenido con el anterior.
No, Juan XXIII lo confirmó en el cargo. Pero le dijo:
–Suprima en el periódico todos los superlativos. Nada de “altísimo”, “inspirado”, “iluminado”. Diga simplemente: “El papa ha dicho esto, el papa ha hecho lo otro”.
Siendo nuncio en París, el presidente de la Asamblea francesa, Édouard Herrior, jefe del Partido Radical-Socialista, le manifestaba una gran frialdad. Un día le dijo Roncalli:
–¡Bah!… No nos oponemos más que en las opiniones políticas. ¿No cree, como yo, que es bien poca cosa?
Y desde entonces se creó una amistad sorprendente.
Recuerdo cuando murió. Preparaba yo los exámenes finales de primero de Teología en la Universidad de Comillas, y a cada hora ponía la radio para oír las noticias inquietantes que llegaban del Vaticano. Todo el mundo vivía expectante ante la inminencia de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963. En sus funerales, hubo un hecho sin precedente, además del clamor popular que había despertado este sencillo papa que desbordó los límites de la Urbe romana para extenderse por el ancho mundo. Las organizaciones sindicales socialistas y comunistas de Italia ordenaron de común acuerdo a sus afiliados suspender el trabajo durante diez minutos a la hora del entierro, en señal de pésame. Esta instrucción fue seguida en todo el territorio italiano. Caso sorprendente en un papa que lanzó dos admirables encíclicas: Mater et Magistra y Pacem in terris.
Comía con comensales, dos o tres, cosa que no hacía su predecesor. Pío XII era más solitario, comía solo y aprovechaba para oír las noticias de la radio. Juan XXIII se excusaba, diciendo:
–He leído con atención el Evangelio y no hay ninguna regla que exija que el papa coma en soledad.
Después se ha hecho normal, especialmente con Juan Pablo II y no digamos con el papa Francisco.
Y una última anécdota. Está anunciada en el Vaticano la visita de Jacqueline Kennedy. El papa pregunta a su maestro de ceremonias cómo debe tratarla:
–Señora presidenta o señora simplemente –respondió.
Juan XXIII agradeció el consejo de su maestro de ceremonias, pero cuando llegó la señora del presidente de los Estados Unidos, la sonrió y le dijo espontáneamente:
–¡Ah! ¡Jacqueline!...