miércoles, 27 de diciembre de 2017

Centenario de Murillo

El pintor Murillo nació en el barrio de la Magdalena el 31 de diciembre de 1617. Este año, en el Cuarto Centenario de su nacimiento, Sevilla lo celebra con una magna exposición de sus cuadros. Pero me voy a referir aquí, no al Centenario de su nacimiento sino a la celebración del Tercer Centenario de su muerte, acaecida en 1682.
El jesuita Juan Bautista Moga había sido destinado a Sevilla en 1877, para restablecerse de su salud un tanto dañada con sus estudios de filosofía. De espíritu inquieto y con tiempo libre, congregó junto a sí a un grupo de estudiantes provenientes de distintos centros escolásticos sevillanos: la Universidad, la Escuela de Medicina, el Seminario, el Instituto y la Escuela de Comercio. El motivo que los aunó fue la preparación del jubileo de la Inmaculada en 1879, con motivo del 25 aniversario de la proclamación del dogma. Tuvieron misa solemne en el Salvador el domingo infraoctavo de la Inmaculada, repleta la iglesia de jóvenes, y procesión posterior con estación en la catedral.


Ese inquieto grupo de jóvenes que se arracimó junto al padre Moga para las fiestas del aniversario, no se dispersó tras el jubileo y se constituyó, bajo la batuta del jesuita, en Congregación de Jóvenes de la Inmaculada Concepción.
Pero aún no tenían sus estatutos aprobados por la jerarquía eclesiástica, cuando será disuelta de un plumazo por el arzobispo Lluch, que, dicho sea de antemano, mostraba en sus últimos tiempos blandura de cerebro, o séase, una especie de locura senil.
Ocurrió en 1882. La Asociación quiere conmemorar el segundo centenario de la muerte de Murillo, el pintor por excelencia de las Inmaculadas. Los festejos consistirán en una velada literaria, misa solemne, funeral por Murillo y procesión «cívico-religiosa» por las calles de Sevilla. Tendrían lugar los días 19, 20 y 21 de mayo. El padre Moga tuvo la ocurrencia de unir a la exaltación de Murillo, la de la Inmaculada y la figura del pontífice Pío IX. Sería una conmemoración eminentemente religiosa, realizada por jóvenes católicos, sin connotación política alguna.
El matiz político se lo dieron otros. Entre los jóvenes de la Asociación los había carlistas y mestizos, es decir, del área liberal. Pero en la Asociación estaban por el hecho de ser católicos. Sin embargo, la voz corrió por Sevilla: el Centenario de Murillo pretende ser una exaltación del carlismo.
Las celebraciones comenzaron bien. El 19 de mayo, hubo misa solemne en el trascoro de la catedral, presidida por una Inmaculada de Murillo. Por la tarde, velada literaria en el patio de las Doncellas del Alcázar. Presidió el obispo auxiliar, Marcelo Spínola, y entre poesías, discursos y piezas musicales en honor de la Inmaculada y en recuerdo de Pío IX transcurrió el acto.
Al día siguiente, funeral por Murillo en la parroquia de la Magdalena por la mañana y nueva velada en el Alcázar por la tarde. Preside el arzobispo Lluch, su eminencia. Se le da ya este tratamiento, como cardenal de la Iglesia. Aunque el consistorio en el que será nombrado no se celebrará hasta dentro de unos días, el 28 de mayo, ya se sabe de su nombramiento.
La velada transcurrió con cierta normalidad, quebrada un tanto por la excitación de un joven orador, de signo carlista. Al final hubo vivas a todo el mundo, al Papa, al padre Moga, a la Compañía de Jesús, a Murillo, a la Inmaculada... menos al arzobispo. Y le sentó fatal. Desde ese momento, las reticencias que el arzobispo mostraba hacia esta conmemoración y hacia sus organizadores se convirtió en terca hostilidad.
Al día siguiente, domingo 21 de mayo, salía la procesión de la iglesia del Salvador. En el ambiente se mascaba el drama. Los niños con las banderas, los cofrades con sus insignias... al final, una carroza con un lienzo de la Concepción, que reproduce una Inmaculada de Murillo. Rodean la carroza los sacerdotes cofrades de San Pedro Advíncula. Entre ellos, como un cofrade más, el obispo auxiliar, don Marcelo Spínola. Momentos antes de ponerse en marcha la procesión, aún dentro de la iglesia, el obispo auxiliar recibió una comunicación de palacio: que no represente en la procesión al arzobispo. Don Marcelo, siguiendo los dictados de su conciencia, decide salir en nombre propio, como un cofrade más de la Hermandad de San Pedro Advíncula. Sale la procesión. Marcha hacia la plaza del Museo, donde se halla la estatua en bronce de Murillo.
En aquel momento, Luis Montoto tomaba posesión de una plaza de académico en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla. Se celebraba el acto en el salón de la Academia de Medicina, situado en el antiguo Colegio de los Ingleses, calle de las Armas (actual Alfonso XII). Hora, las tres de la tarde. Comenzó Montoto la lectura de su discurso de ingreso sobre la poesía lírica del siglo XIX. Llevaba unas páginas leídas cuando notó que el público se revolvía en sus asientos y muchos salían precipitadamente del salón. La voz del director se alzó para poner orden y silencio al toque de la campanilla. «¡Que si quieres! –cuenta el propio Montoto–. Momentos después quedaba yo solo en la sala de actos, más muerto que vivo y diciendo entre mí: Dios mío, ¿tan malo es mi discurso que he ahuyentado al auditorio y a la misma Academia en pleno?».
Pero no era el discurso de Luis Montoto. «La causa fue la noticia, que corrió de boca en boca, de que las turbas –el noticiero anónimo exagera siempre la importancia de los hechos– apaleaban, herían y aun mataban a todos los jóvenes católicos y a todos los sacerdotes que, honrando a Murillo, iban en procesión desde el Museo a la Catedral, para depositar coronas al pie de los mejores cuadros del pintor de la Inmaculada».
Poco después se reanudó el acto académico. Montoto acabó su discurso como pudo y la gente volvió a casa rápidamente para ponerse a seguro.
–¡Buen día de fiesta fue el de la fiesta de mi ingreso en la Academia!–exclamó el nuevo académico.
Al llegar la procesión a la plaza del Museo hubo un alboroto y alguna que otra piedra. Los insultos de cierta chusma se sucedieron contra los curas, la Inmaculada, los jesuitas, el carlismo. En el revuelo que se formó, asoman los gritos de las madres que buscan a sus hijos pequeños que, vestidos de angelitos, forman en la procesión. A pesar del tumulto y la confusión, la procesión no se descompuso, acortó su recorrido, y por el camino más corto se metió de nuevo en la iglesia del Salvador. Don Marcelo Spínola, subido en el púlpito, calmó las ansias de los jóvenes, alabó su paciencia durante la procesión y les exigió promesa formal de no vengarse.
En el Diario de los niños, del colegio de los jesuitas de la calle Argote de Molina, se lee lo ocurrido el 21 de mayo de 1882: «Por la tarde salieron los niños a las tres y cuarto a ver la procesión artístico-religiosa conmemorativa del segundo centenario de Murillo. Aunque la vuelta se había fijado para las seis y media, casi todos volvieron antes, a causa de las patrullas que comenzaron a recorrer las calles de la ciudad gritando «¡Viva la República!» «¡Mueran los curas...! ¡mueran los jesuitas!».
En los días siguientes, el colegio de los jesuitas estuvo amenazado de incendio. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores. Pero todo quedó enrarecido desde entonces. El arzobispo, que no andaba en sus cabales, retiró las licencias de confesar y predicar al padre Moga y disolvió la Congregación de Jóvenes de la Inmaculada. Los jesuitas plegaron velas, cerraron el colegio y lo trasladaron a Málaga.
Existe un relato de los hechos, versión jesuítica, que desenmascara la postura inconsecuente del arzobispo. Es una carta del provincial de Toledo, Agustín Delgado, al padre asistente de los jesuitas. Carta fechada el 5 de junio de 1882. Echa la culpa a la francmasonería del desorden provocado en la procesión. Pero le advierte también de la culpa del arzobispo Lluch. «Lo que no sabrá es que el flamante Cardenal supo lo que iba a haber y se calló y consintió, en que las mejores de sus ovejas fueran objeto de aquel atropello en odio a la secta carlo-farisaica como él llama a los católicos genuinos. Luego para congraciarse con los gobernantes y liberales y manifestar su reprobación a lo efectuado por la escogida juventud de Sevilla y al mismo tiempo hacer alarde de su ningún amor, por no decir otra cosa, a nuestra Compañía, y que castigaba su iniciativa en la demostración católica dio dos decretos: uno disolviendo la congregación de jóvenes de la Inmaculada, y otro quitando al P. Moga las licencias absolutas de confesar y predicar... Pero ¿qué más? si a una comisión de sacerdotes que fue a visitarlo después de los sucesos tuvo la frescura de decirles que no había motivo para alarmarse: porque qué importaba que gritasen «muera el Papa», siendo mortales los Papas, y por consiguiente habiendo de morir León XIII: y que de las blasfemias no tenían la culpa los que las profirieron sino los carlo-farisaicos que los provocaron a ello».
El cardenal Lluch es responsable a medias. Está pirado, esto le disculpa. Y además, llevado en su senectud por un buen pájaro que se trajo de Cataluña y que le tiene totalmente dominado. Por nombre Bernabé, este clérigo mayordomo, al que concedió la prebenda de una canonjía, provocó no pocos incidentes en la diócesis y amargó aquellos tiempos al santo obispo auxiliar Marcelo Spínola. Sirva esto de disculpa de tanto disparate como hizo en estos últimos días de su vida el arzobispo Lluch. Porque se morirá meses después, en Umbrete, en la residencia de verano de los arzobispos, prácticamente solo, «secuestrado» de su familiar don Bernabé.
De los jesuitas decía el arzobispo –de tendencia liberal y enemigo descarnado de los carlistas–, «que éramos unos canallas que abusábamos del confesionario para hacer a los penitentes carlistas». Y también, «que varios de los nuestros capitaneaban con el Sr. Gago la secta carlofarisaica, que en el centenario había hecho una manifestación escandalosa, que va a ir a Roma a desengañar a León XIII a quien tienen engañado como al pobre Pío IX». «En fin –cuenta el provincial de Toledo–, el buen Sr. si no está chi... está poseído de un furor inconcebible en un prelado y Cardenal de la Sta. Iglesia contra todo lo bueno, que es como juzgan los que son menos mirados en el hablar».
La Sevilla católica comentaba sotto voce estos acontecimientos, por ese respeto reverencial hacia la figura del arzobispo. Sólo el canónigo Mateos Gago levantó la voz en defensa de los jesuitas. Y el obispo auxiliar Spínola, que ofreció un relato pormenorizado de los hechos al nuncio.
A la semana, el viejo arzobispo devolvió las licencias al padre Moga, pero la Congregación de la Inmaculada quedó prohibida por la eternidad.
El cardenal Lluch –un obispo eminente, lástima de estas lagunas de última hora– murió el 23 de septiembre. El padre Moga, que desapareció de Sevilla, fue invitado casi todos los años para predicar en los quinarios de las cofradías sevillanas y la del Silencio le honró con el título de consiliario perpetuo. Murió en Sevilla el 7 de mayo de 1911.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Eclipse de sol por la muerte de Bécquer

En la mañana fría del 23 de diciembre de 1870, los restos mortales de Gustavo Adolfo Bécquer son enterrados en la Sacramental de San Lorenzo de Madrid. Había muerto el poeta sevillano el día anterior, 22 de diciembre, en su casa de Madrid, calle Claudio Coello del barrio de Salamanca, a las diez de la mañana, a los treinta y cuatro años de edad.
Media hora después de su muerte, a las diez y media de la mañana, un eclipse total de sol oscureció el cielo de Sevilla como si los sevillanos hubieran echado un telón oscuro al astro rey para enlutar la ciudad en oscuro silencio por la muerte del poeta.


En la Rima 25, Bécquer había presentido:

En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

–Seguramente que deseo vivir –escribió en 1869, cercano ya a su muerte prematura–, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos. He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono. Ser una comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.
Este es Bécquer, pendulando siempre de un nihilismo fatal a la profunda creencia en la resurrección de la carne. En su tercera carta Desde mi celda había escrito:
–Soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que... cuando la muerte pusiese un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad a la orilla del Betis... Una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo mi monumento... Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería a su lado enredándose por entre sus grietas...; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. Pero, ¿para qué leer mi nombre...? En la tarde, y a la hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos de sí una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueara al pie de los árboles: «Allí duerme el poeta».
No fue así, como soñara Bécquer. Pero sí pudo descansar a orillas del Guadalquivir y a la sombra de la árabe torre, aunque no con el musgo y las campanillas azules asomando por las grietas de su sepulcro. Sevilla solicitó en abril de 1884 el traslado de sus restos para ser depositados en el templo de la Universidad Literaria. Pero se opuso el director general de Instrucción Pública don Aureliano Fernández Guerra. Pasaron unos años y la Academia Sevillana de Buenas Letras gestionó de nuevo su traslado en octubre de 1910.
Concedido el permiso hay que esperar esta vez a que el Ayuntamiento sevillano cuente en sus presupuestos de 1912 con la cantidad de cuatro mil pesetas para los gastos del traslado. Por fin, exhumados sus restos y los de su hermano Valeriano, llegaron a Sevilla el 9 de abril de 1913, en una mañana lluviosa, que si a la muerte del poeta el sol de Sevilla se ocultó en eclipse, al llegar sus restos el cielo de la ciudad que le vio nacer se abrió en lluvia de llanto. Cuarenta y tres años hacía de la muerte de Bécquer y treinta y uno de los esfuerzos fallidos de José Gestoso por traer a Sevilla los restos del poeta.
Enterrado está desde entonces en la iglesia de la Anunciación, Panteón Sevillano de Hombres Ilustres. Se lo recuerda al visitante un ángel funerario, sin espada alguna, con el libro de las Rimas en su mano izquierda y un escudo en su derecha, donde se lee: «En la cripta de este templo yacen las cenizas del poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Por acuerdo e iniciativa de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras fue erigido este monumento a expensas del Ilmo. señor marqués de Casa Dalp. MCMXIV».
En su deseo de que figurase en la galería de sevillanos ilustres de la Biblioteca Colombina el retrato de Gustavo Adolfo Bécquer, José Gestoso regaló en 1879 una pintura, obra del pintor Sánchez Barbudo, pero el cuadro fue relegado a un oscuro rincón, como la lira que evocó el poeta.

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.

Gestoso recuperó el óleo en 1885 y lo depositó en la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. Pasados unos años, cuando la figura de Bécquer se condensa en el recuerdo exclusivo y siempre fresco de sus rimas y leyendas, el retrato de Bécquer fue colocado de nuevo en la Biblioteca Colombina.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Esperanza Macarena

Llegó hace unos años a Sevilla una monja mexicana, franciscana clarisa, que reside en el convento de Santa María de Jesús. Y le enseñé algo de la ciudad.
–¿Qué quieres ver de Sevilla, sor Leticia? –le dije.
–La Macarena– me contestó.
No me dijo ver la Giralda, la Torre del Oro o el Barrio de Santa Cruz. Quería rezar a los pies de la Macarena, que para ella era la Virgen de Sevilla, como la Guadalupana lo es de México.
¿Cómo le explico que existen en Sevilla otras bellísimas imágenes, como la Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad y de la archidiócesis, la Hiniesta, patrona municipal, la Trianera, etcétera, etcétera?
En México se habla de la Macarena, ella solo sabe de la Macarena, ha oído ponderar su extraordinaria belleza. Quiere ver a la Macarena.
Y la complací.


Hoy es su día, 18 de diciembre, Nuestra Señora de la Esperanza.
La Macarena es un lujo de Sevilla, su postal más bella, la embajadora de esta tierra de María Santísima. Sevilla, sabedora de ello, la coronó canónicamente en 1964 y el Ayuntamiento le impuso en 1971 la Medalla de Oro de la ciudad.

Ya cada nueva mañana
es la Giralda oración
que en repique de campana
canta tu Coronación
¡Macarena Soberana!
...
Para amainar esa pena
que surca por tu mejilla
–nardo, jazmín y azucena–
te va a coronar Sevilla
¡Esperanza Macarena!

Son las Coplillas de la Macarena, de Antonio Rodríguez Buzón, que pronunció el Pregón de la Coronación en el Teatro San Fernando con motivo de su coronación canónica el 31 de mayo de 1964.
La Virgen, preciosa, fue trasladada a la catedral la tarde del 27 de mayo. Durante los tres días siguientes se celebró un triduo, presidido cada día por un obispo. La coronación, prevista realizarse en la Plaza de España, hubo de suspenderse ante el inoportuno aguacero que cayó la madrugada del 31 de mayo. Se celebró ese día por la tarde en el trascoro de la catedral, oficiado el acto por el cardenal Bueno Monreal. En la presidencia de honor se hallaba el general Franco con su esposa. Actuaron de padrinos el Ayuntamiento de Sevilla, representado por su alcalde, don José Hernández Díaz, y las Hermanas de la Cruz, representadas por una niña acogida, Inmaculada Rodríguez.
El retorno a su iglesia hubo de retrasarse varios días debido al mal tiempo. La Virgen fue devuelta a su templo el 3 de junio, siete días después de haber salido de él. La gente macarena, con mucha gracia, se lo reprochó cariñosamente con esta copla:

¡Te fuiste por cuatro días
y tardas siete en volver!
¡Madre mía, Macarena,
no nos lo vuelvas a hacer!

La fundación de la Hermandad de la Macarena fue así, en pocas palabras.
Los monjes basilios comenzaban sus primeros pasos en Sevilla con la fundación del Colegio de San Basilio, en la actual calle Relator, cuando el padre Bernardo de la Cruz, su fundador, pensó acompañar la nueva casa con una especie de orden tercera o nueva hermandad de penitencia, de rigurosa espiritualidad y decidida vocación caritativa hacia los enfermos de hospitales, recogiendo así la espiritualidad basiliana. Presentada la licencia de erección de la Cofradía de Nuestra Señora de la Esperanza y hermandad de penitencia a la autoridad eclesiástica, fue aprobada por el canónigo Iñigo de Lisiñana, provisor y vicario general del arzobispo don Rodrigo de Castro, el 24 de noviembre de 1595. Fecha considerada como arranque de la Hermandad de la Macarena, más de cuatro siglos ya de existencia.
Treinta años después, en 1624, se constituyó en cofradía y logró entrar en el reducido número de las que procesionaban en Semana Santa.
En 1653, la hermandad se trasladó de San Basilio a la iglesia parroquial de San Gil, en el barrio de la Macarena. Tomó entonces el título de la Sentencia de Muerte que dieron a Cristo Nuestro Redentor y María Santísima de la Esperanza. A finales del siglo XVIII se fusionó con la Hermandad del Santo Rosario de San Gil, con la condición de que cada corporación conservara mayordomo y secretario propios. El título definitivo de la cofradía, conocida popularmente por la Macarena, es hoy Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad de Nuestra Señora del Rosario, Santísimo Cristo de la Sentencia y María Santísima de la Esperanza.
Y en San Gil, la parroquia del popular barrio de la Macarena, ha permanecido la Hermandad hasta la llegada del Frente Popular en febrero de 1936 con la posterior quema del templo el 18 de julio, inicio de la guerra cvil. La Virgen Macarena, previsoramente oculta desde febrero en la vivienda de un cofrade, se salvó. En la iglesia de la Anunciación, de la antigua Universidad, se le dio culto hasta la inauguración de su nueva sede en 1949, adosada a la parroquia de San Gil. El 7 de octubre de 1966, el nuevo templo fue consagrado como Basílica menor, con todas las gracias y privilegios concedidas por los Papas a estos santuarios, enaltecidos por su devoción, peregrinación de fieles y ornamentación especial.

jueves, 14 de diciembre de 2017

San Juan de la Cruz, celestial y divino

Creo que es osadía glosar la figura de Juan de la Cruz, el santo de la nada, como le llamó Hegel, el trovador del cielo, el poeta por la gracia de Dios, el maestro del camino de la cruz y buscador de Dios, el hombre celestial y divino, que apodó Teresa de Jesús. No ha sido tarea fácil, lo sé, pero uno es arriesgado.
Juan de la Cruz —el más grande y original poeta y cantor del amor divino— ha sabido escoger su sitio oculto y velado en el Monte Carmelo. Iba para cartujo y Teresa lo convirtió en descalzo, que aúna el retiro de la oración con la apertura al mundo. Juan elegirá siempre la vida oculta de silencio, oración y penitencia, pero no rehusará los oficios, que los tuvo varios y de alta responsabilidad.
Dentro de los personajes que arroparon la idea fundacional de Teresa de Jesús y se sintieron poseedores de su herencia, aquellos que no la traicionaron tras su muerte —Gracián, María de San José y Ana de Jesús—, Juan de la Cruz es un personaje singular. Caminará siempre en su propio terreno, como abstraído en sus más profundas vivencias místicas.
No sé si esta biografía se parecerá a una visión laica de Juan de la Cruz. No pretendo tal cosa, o tal vez sí. Lo que no obsta para declarar mi admiración por el hombre de todas las humildades, el místico poeta de Fontiveros.


sábado, 9 de diciembre de 2017

Evangelio 2018

Venden en las librerías religiosas, en estos últimos meses del año, unos libritos que recogen los Evangelios de todos los días del año, los que se leen en las misas diarias. Y es una muy sana práctica que leáis el Evangelio del día. Os invito a ello. La fuerza de la palabra de Dios por sí misma, oída o leída, la entendí plásticamente en los albores mismos de mi vocación eclesiástica. En dos momentos, ocurrido uno cuando estudiaba en la Universidad Pontificia de Comillas, y el otro en los primeros meses tras mi ordenación sacerdotal.


 En la Semana Santa de 1964, estudiando mi segundo curso de Teología, acudía en bicicleta los domingos por la mañana a Ruiseñada, pueblecito a tres kilómetros de Comillas, y ayudaba al párroco en la misa y catequesis. Llegó el Viernes Santo y todos sabéis que en los Oficios se lee la Pasión del Evangelio de San Juan. Por aquel entonces, todavía en latín. Estábamos en pleno Concilio Vaticano II, pero aún no había llegado la reforma litúrgica. Propuse al párroco, mi buen amigo don Gabriel, que aún vive, leer la Pasión en castellano. Y aquello, en el silencio de la buena gente de Ruiseñada, fue impactante. Lo que podía ser unos diez soporíferos minutos de lectura en latín, lengua extraña para la gente del pueblo, se convirtió en una atenta escucha de la Pasión y Muerte del Señor.
El segundo momento ocurrió en un pueblo de Sevilla, donde fui de coadjutor al ordenarme de sacerdote. Hubo de ser en la primavera de 1967, cuando aún se decía la misa en latín. Yo, sin embargo, me saltaba ya entonces la norma y leía las lecturas bíblicas en castellano. Recuerdo que era una misa de difuntos, misa a la que acudía un personal no habitual en las misas de los domingos, un gran número de hombres maduros que salían del Casino del Pueblo (llamémoslo así), cercano al Casino de los Señoritos, para ir a la iglesia, no por la misa sino porque tenían que cumplir con el difunto. Y yo pensaba que ese era un momento estupendo para leer en la misa las lecturas en nuestra lengua, aparcando el latín. Leí el Evangelio de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres… Bienaventurados los mansos… Bienaventurados los que lloran…»
Al día siguiente, en el Casino del Pueblo, se me acercó un señor, ya mayor, tratante de ganados, que venía con frecuencia a Sevilla y en la calle Sierpes de entonces, delante del Casino Mercantil, se veía con otros muchos tratantes hasta el punto de ocupar todos ellos prácticamente ese trozo de calle de acera a acera. Y allí se traficaba y mercadeaba, un lugar, me decía, donde más mentiras se decía en Sevilla.
Me contó que en la misa se había emocionado cuando oyó decirme: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados». Era viudo y tenía una hija con deficiencia mental que había quedado embarazada por alguien desconocido del pueblo y le había dado una nieta. Y me dijo:
–Lloro muchas noches por mi hija y por mi nieta. ¿Qué será de ellas cuando muera?
Y ante mí vi a un hombre rudo, acostumbrado al tráfico de ganado, mintiendo en los negocios como el que más y sumido en lo profundo de su ser en el dolor y el drama de su casa.
Pero en aquella misa había tenido un momento de gracia de Dios al sentir las palabras generosas de Jesús en el monte Tabor:
–Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados.
Y yo a mi vez, me vi consolado de ver cómo la palabra de Dios, por sí misma, nos llena el corazón afligido de la gracia de Dios.
Dos lecciones estas que me han servido durante todo mi sacerdocio y que no he olvidado. Por eso, os invito a que compréis uno de estos libritos, que los hay de varias editoriales y no suelen costar más de dos euros, y os sirva de lectura espiritual durante cinco minutos todos los días del año que se acerca. Os hará bien. Y quién sabe si en día de aflicción el Evangelio de ese día os llena del gozo y paz del Señor. 

martes, 5 de diciembre de 2017

Voto Inmaculista de la ciudad de Sevilla. Cuarto Centenario (1617-2017)

El próximo 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada, se cumplen 400 años de juramento solemne de la ciudad de Sevilla a la Inmaculada Concepción. Uno y otro Cabildo se pusieron de acuerdo en dar el mayor realce posible a este juramento. Como corresponde a la ciudad más concepcionista y para ejemplo de las ciudades del reino.
El Cabildo catedral se preocupó de que este acto tuviera el realce de la fiesta del Corpus: repiques de campanas, luminarias en la torre y en la iglesia, vísperas solemnes, baile de los Seises, procesión por las últimas naves del templo y estación ante la Virgen de los Reyes... y la redacción de la fórmula del juramento, un texto solemne acorde con el marco suntuoso en el que se ha de pronunciar.


Monumento a la Inmaculada, erigido en el
Tercer Centenario del Voto Inmaculista de la Ciudad de Sevilla.

El Cabildo secular invitaría a la población a poner colgaduras de bellos tapices en los balcones, iluminaciones en los palacios, banderas, flámulas y gallardetes en la torre del Oro, con un estandarte de seda en su remate que diga: María concebida sin pecado original. Vistosas banderas en las Casas Consistoriales, Contratación, Audiencia Real, Lonja de los Mercaderes y demás edificios públicos. Y en el río, a la hora del juramento, que todas las naves, nacionales o extranjeras, gasten sus salvas en honor de este misterio.
Todo está preparado. El 7 de diciembre, por la tarde, hubo vísperas en la catedral, oficiadas por el viejo arzobispo. La Ciudad acudió desde las Casas Consistoriales precedida de los porteros de maza, vestidos de garnachas y gorras de terciopelo encarnado, veinte alguaciles a caballo, trompetas y demás acompañamiento. La Giralda con sus repiques y la gente inundando las calles, todo anunciaba fiesta grande en Sevilla.
Al día siguiente, 8 de diciembre, la misma puesta en escena de la víspera. Después del canto de Prima, el Cabildo catedral se acercó al palacio arzobispal para acompañar al arzobispo don Pedro de Castro a la iglesia mayor. El Cabildo secular llegó con el mismo aparato de la tarde anterior. Revestido el arzobispo con los ornamentos pontificales, se entonó Tercia. Después, se organizó la procesión claustral. Las cruces parroquiales precedían a la catedralicia, el clero tras sus cruces, los capellanes y beneficiados detrás, los canónigos con capa blanca con palias y cenefas bordadas, los dignidades mitrados, el prelado con sus asistentes, la música, los cantores, los Seises, las danzas... y la Ciudad, presidida por el conde de Salvatierra. Primera estación a la capilla de la Virgen de la Antigua. Después, recorrido por las últimas naves y llegada a la capilla de la Virgen de los Reyes, segunda estación. El prelado rezó las preces propias de la Concepción, y los Seises entonaron la antífona Conceptio tua Dei genitrix Virgo...
Cuando terminó la procesión y se llegó al altar mayor para comenzar la misa, era la hora del mediodía. Predicó el jesuita Juan de Pineda, que no habló esta vez del misterio, sino de la fiesta que se estaba celebrando.
Y comenzó el momento del juramento. El reloj iba a dar la una de la tarde. El texto, escrito en latín, se hallaba impreso en una tabla guarnecida de piedras preciosas. El diácono, precedido del maestro de ceremonia, la portó solemnemente al centro del presbiterio y, mirando hacia el altar, entonó con voz alta y majestuosa en solemne latín, que traduzco:
–Postrados a tus pies, oh María reina del cielo y tierra… Nos don Pedro de Castro, por la gracia de Cristo hijo tuyo, y de la Sede Apostólica arzobispo de Sevilla, y la venerable junta de nuestro Cabildo, y la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla... en este alegre y fausto día de tu festividad: Confesamos que tú, oh Madre de Dios, en el primer instante de tu Concepción, fuiste preservada del pecado original por los méritos de Cristo tu Hijo, previsto ya desde su misma eternidad, y ponemos a Dios y a tu Hijo por testigos que sostendremos firme y constantemente hasta el último trance de nuestra vida esta sentencia de tu preservación del pecado original y lo enseñaremos pública y privadamente con la ayuda de Dios… Esta sentencia, voto y juramento los ponemos a los pies de nuestro santísimo señor Paulo Papa V para que se digne confirmarlo con su Apostólica bendición.
El diácono levantó el tono de su cantinela y, puestos todos de rodillas, prosiguió:
Tú, pues, oh dichosa, oh sumamente dichosa, Beatísima Virgen, que desde la eternidad y antes de los siglos fuiste elegida y preservada por el mismo Dios, engrandece a nuestro santísimo señor Papa Paulo, para que tenga una paz y felicidad duraderas, llena de todo bien a nuestro católico rey Felipe (que constantemente se ofrece a tu Concepción sin mancha) y concédele la honra y gloria de una larga vejez y de un Imperio justo. Y a todos nosotros dígnate de alcanzar la pureza de costumbres y aborrecimiento de las inmundicias del pecado. En Sevilla, en el día 8 de diciembre, año de 1617.
El coro respondió con un majestuoso Deo gratias, acompañado por la orquesta.
El subdiácono tomó el libro de los Evangelios y, acompañado por el maestro de ceremonias y por el asistente mayor, don Félix de Guzmán, se acercó al arzobispo, que permanecía de pie y sin mitra en su sitial. El asistente le interrogó:
–¿Su señoría ilustrísima promete y jura por estos Santos Evangelios de Dios confesar siempre y defender esta opinión?
Y el arzobispo, puestas las manos sobre los Evangelios, contestó:
–Así lo ofrezco, así lo juro, así lo prometo, así Dios me ayude y estos Santos Evangelios. Amén.
En ese momento, la Giralda estalló en repique de gloria, coreada por las demás torres de la ciudad. Los barcos y bajeles del Guadalquivir atronaron sus salvas. Se abrieron las puertas del templo y las danzas penetraron en la catedral, mientras sonaba la música entre sus naves. Dos mil aleluyas caían desde las tribunas sobre los asistentes, con esta leyenda impresa: María concebida sin pecado original. El delirio se hizo dentro y fuera del templo catedralicio.
Sentado el arzobispo, con su mitra sobre las sienes, y puesto el libro de los Evangelios en su atril, comenzaron a jurar las corporaciones presentes. Primero, el Cabildo capitular, seguido del secular. Los regidores iban con sus armas, puesto que era un juramento de defensa. Los capellanes y veinteneros, la clerecía...

Eran las cuatro de la tarde cuando terminó la misa. En Sevilla continuaron las celebraciones. La más sonada fue la fiesta de toros y cañas que organizó don Melchor del Alcázar. No se tuvo hasta el 19 de diciembre, porque desde el día de la Inmaculada comenzó a llover con insistencia. Sosegado el tiempo, la plaza de San Francisco se convirtió en coso taurino, con la lidia de unos doce toros y el juego de cañas por dos lucidas cuadrillas de caballeros, cuyas cabezas eran el marqués de Ayamonte y don Melchor del Alcázar.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Doña María Coronel, envuelta en la leyenda

Mañana sábado, 2 de diciembre, como es tradición anual, será expuesto a los fieles en el Monasterio de Santa Inés de Sevilla el cuerpo incorrupto de doña María Coronel, su fundadora, sugeridora de una de las leyendas más bonitas de Sevilla.
El rey enamoradizo persigue a la dama. Ella, de deslumbrante hermosura, guarda su viudez tras las rejas de un convento. Como los muros no son obstáculo suficiente para el antojadizo rey, la dama realiza un último y supremo gesto trágico: se arroja aceite hirviendo sobre la cara, que le desfigura su hermoso rostro. El rey es don Pedro I de Castilla, para unos el Cruel, para otros el Justiciero. La dama es doña María Coronel. Érase una vez, allá por el siglo XIV, cuando ocurrió esta curiosa leyenda sevillana.
Este 2 de diciembre, además de poder contemplar su cuerpo, que se halla en una urna en el coro de la iglesia del monasterio, se puede comprar los dulces exquisitos de las monjas, entre ellos los célebres bollitos de Santa Inés, e igualmente una nueva edición de la «Historia y leyenda de doña María Coronel», escrita por mí y cuyos derechos de autor cedí al monasterio desde su primera edición en 1980.


Cuando inicié mi estudio sobre su figura para escribir su biografía, me topé con esa inquietante mancha que tiene en el rostro, sugeridora de lo que afirma la leyenda: que se quemó el rostro con aceite hirviendo en el convento de Santa Clara, donde se hallaba recluida. Pedí y se me concedió la necesidad de un reconocimiento médico que avalase con las técnicas modernas los reconocimientos visuales habidos en siglos pasados. Se hizo cargo de ello la Real Academia de Medicina de Sevilla, que nombró una Comisión Especial, formada por su presidente Gabriel Sánchez de la Cuesta, y los académicos José Domínguez Martínez, médico legista; Ildefonso Camacho Baños, analista; Ángel Rodríguez de Quesada y Cobián, electrorradiólogo; Antonio Hermosilla Molina, historiador; José Luis López Campos, histopatólogo; y Eloy Domínguez-Rodiño y Domínguez-Adame, secretario general. También acordó que a dicha Comisión acompañara Francisco Peláez del Espino, especialista en conservación y restauraciones, «con el fin de que aconseje debidamente lo que deba hacerse para la mejor conservación de dichos restos en el futuro».
Y así, el 25 de marzo de 1979, de forma solemne y ante la presencia del notario eclesiástico Manuel Terol, se procedió a la exhumación. Llevado el cuerpo a una sala contigua al coro, los médicos procedieron a su estudio en distintas sesiones con una toma incluso de un pequeño trozo de piel quemada que fue examinada en la Universidad de Granada. Antes de su nueva inhumación, 17 de abril de 1979, el cuerpo de doña María Coronel fue expuesto junto a la reja del coro y pudo ser contemplado muy cerca por el pueblo sevillano —con expectación inusitada y cola interminable— durante los días 15 y 16 de abril, domingo de Resurrección y lunes de Pascua. Doña María Coronel ofrecía a sus devotos un aspecto nuevo: sus monjitas le habían cambiado el hábito de tisú de plata que llevaba desde la exhumación de 1833, y la vistieron con el hábito marrón de las clarisas franciscanas.
El martes de Pascua, 17 de abril de 1979, a las cuatro de la tarde, tuvo lugar la inhumación definitiva en presencia de la Comisión médica y del notario eclesiástico. Tras una sencilla ceremonia religiosa, en la que se leyó una lectura bíblica referente a la resurrección, doña María Coronel fue colocada de nuevo en la urna y ésta cerrada herméticamente. Bajo el pliegue de su manto, una carpeta con la firma de todos los presentes llevaba este lema: «En recuerdo de la exhumación judicial del cuerpo venerable de doña María Coronel (25 marzo - 17 abril de 1979) y como un deseo de perpetuar junto a ella los nombres de las personas que más directamente han intervenido en su reconocimiento médico y en el conocimiento de su vida y de sus virtudes. Que doña María Coronel interceda piadosamente ante Dios por todos nosotros para que nos veamos un día en la incorrupción gloriosa de la definitiva Pascua de Resurrección. Sevilla, Martes de Pascua, 17 abril 1979». En página aparte, y con la firma del arzobispo, se leía: «Este reconocimiento se efectuó bajo el Pontificado del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal D. José María Bueno y Monreal, Arzobispo de Sevilla».
El informe médico ofreció un estudio exhaustivo sobre el cuerpo de doña María Coronel, pero no sacó conclusiones definitivas sobre las manchas cutáneas que se observan en su rostro y pecho. El informe, importante desde el punto de vista médico, dejó un pelillo de desilusión en los muchos devotos de doña María Coronel, que hubieran deseado ver confirmada desde el campo de la medicina su pregunta inquietante:
—¿Verdad que es cierta la quemadura del rostro?
O la del pueblo de Sevilla, curioso de sus leyendas:
—¿Es quemadura o no la mancha del rostro?
La investigación médica no encontró razones científicas «para decidir si la causa de las modificaciones que aparecen fue producida o no por quemaduras». Es decir, mantenía el suspense.
Una última exhumación tuvo lugar el 20 de marzo de 1993 para la restauración del cuerpo y desinfección de bacterias y hongos. Se hallaban presentes la comunidad de Clarisas con su abadesa sor Mercedes de Santa Clara Gaviño; por los padres franciscanos, fray Manuel Tohaces; el historiógrafo de la fundadora, Carlos Ros; y Antonio Hermosilla, médico académico de la Real Academia de Medicina de Sevilla. También el equipo médico venido de Italia y dirigido por el doctor Nazzareno Gabrielli, director del Departamento de Investigaciones Científicas de los Museos Vaticanos, y formado por María Venturini, primario del Hospital de S. Giovannni de Roma, Ezio Fulcheri, anatomopatólogo del Instituto de Arqueopatología de Génova, Riccardo Montacutelli, microbiólogo higienista de la Universidad de Roma La Sapienza, Oriana Maggi, micóloga de la Universidad de Roma La Sapienza, y Massimo Beneditucci, arquitecto.
El cuerpo de doña María Coronel, una vez restaurado, fue expuesto al pueblo sevillano junto a la reja del coro los días 30 de noviembre y 1 y 2 de diciembre de 1993, con gran afluencia de fieles. En la noche del 2 de diciembre, día en que tradicionalmente se expone a la veneración de los fieles, fue colocada de nuevo en su urna.
La investigación dio como resultado que doña María Coronel había vivido con la cara vendada por los signos impresos que hay en ella y ocultaba una herida que no se cicatrizaba, originada por un ácido, sin llegar a demostrarse que fuera aceite hirviendo.
La mancha del rostro, inquietante y sugerente, está ahí. Doña María Coronel sigue envuelta en la leyenda.