martes, 31 de enero de 2017

El buey mudo

El 28 de enero, celebró la Iglesia la memoria de Santo Tomás de Aquino, patrono de las Universidades y Escuelas católicas, como lo propusiera a finales del siglo XIX el papa León XIII. Debería haber sido un día de fiesta para los estudiantes universitarios y de bachillerato, como antaño, aunque en este mundo secularizado de hoy día no creo que se haya celebrado ni pienso que los estudiantes sepan gran cosa de su santo patrono. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante se celebraba este día –con vacación– el 7 de marzo, día en que realmente murió el santo allá por el año 1274. Pero como caía en Cuaresma, el nuevo Calendario universal surgido del Vaticano II trasladó su fiesta al 28 de enero, fecha más templada, aniversario de la traslación de las reliquias de Santo Tomás a Toulouse en el año 1369.


Quisiera resaltar de su figura –para ejemplo de estudiantes y particularmente de seminaristas, que ni unos ni otros pienso yo que me lean– su amor profundo al estudio. Es una época ésta en que, envueltos en la vorágine de lo audiovisual, se lee más bien poco y así nos luce el pelo. Como la cosa siga así, la humanidad se convertirá en una inmensa muchedumbre de analfabetos que sabrá mucho del manejo de un ordenador, tablet, internet o teléfono móvil con su whatsapp y cosas por el estilo, y pare de contar. El humanismo se habrá diluido como un azucarillo en el agua, y con él todas las ciencias del espíritu, incluido el estudio de la Religión.
Pero vayamos a Santo Tomás, que hasta de las escuelas teológicas parece que ha sido echado, habiendo sido durante siglos la base de los estudios filosóficos y teológicos de los clérigos. En París, los estudiantes le apodaban «el buey mudo», por su silencio, su concentración, su cierta timidez. Y le cantaban –en latín, naturalmente, que era la lengua oficial de las Universidades– serenatas de este estilo:

Meum est propositum in taberna mori,
Ut sint vina proxima morientis ori.
Tunc cantabunt letius angelorum chori:
«Deus sit propitius huic potatori».

(Mi propósito es morir en una taberna, para que haya vino cerca de mi boca moribunda. Así el coro de ángeles cantará más feliz: « Dios tenga piedad de este borracho»).
Pero Tomás de Aquino seguía con sus libros y en su defensa salió su profesor San Alberto Magno, que profetizó:
–Sí, es un buey, pero un día los mugidos de su doctrina serán oídos en todo el mundo.
Por encima de todo, fue un intelectual preocupado durante toda su vida por dar respuesta a la inquietante pregunta de: ¿Quién es Dios? Y supo condensar toda su doctrina, con su saber excepcional, en su obra más conocida llamada Suma Teológica, síntesis de extraordinaria claridad conceptual y estilo sencillo. Su lema era «contemplata aliis tradere» (llevar a los otros el fruto de la propia reflexión). Y bien que lo supo hacer este dominico, grande y rechoncho de cuerpo, pero sencillo y humilde como un ángel. Precisamente así ha pasado a la historia, conocido como el Doctor Angélico.
Y con el estudio, la oración.
Hombre de profundísima fe, ponía todo su saber intelectual en las manos de Dios. ¿A quién podía confiar el papa Urbano IV el oficio del Corpus? Y Santo Tomás nos ha dejado esos versos tan sentidos que se siguen cantando ante Jesús Sacramentado: Pange lingua... Tantum ergo...
Juan XXII lo llevó a los altares en 1323, pero surgieron voces que decían que no había realizado grandes prodigios ni en vida ni después de muerto. Y el Papa respondió:
–Cuantas proposiciones teológicas escribió, tantos milagros realizó.
Que Santo Tomás interceda por el mundo estudiantil. Amén.

jueves, 26 de enero de 2017

El Cristo de Burgos, fantasma crucificado

Camino de Burgos, en su última fundación, se cuenta esa anécdota de las quejas que Teresa de Jesús lanzó al Señor por las dificultades del camino. La contestación del Señor:
–Pues así es como trato a mis amigos.
Y Teresa le replicó:
 –Sí, Señor mío, y he aquí por qué los tiene tan escasos.
Cierta o no esta leyenda, es propia de Teresa de Jesús.
Por fin Burgos, después de más de veinte días de camino enfangado, donde la Madre llegó que «era lástima verla», en expresión de su secretaria y enfermera Ana de San Bartolomé.
Entró en Burgos el 26 de enero de 1582, «con tan grande agua que iban las calles como ríos». La comitiva se detuvo en el convento de los agustinos a venerar el Santo Cristo de Burgos, «para encomendarle el negocio y porque anocheciese».


 Santo Cristo de Burgos, «largo fantasma crucificado», así lo calificó el viajero francés Teófilo Gautier (+1872).
Escribe Gautier:
–El famoso Cristo tan venerado en Burgos... no es ya ni piedra ni madera coloreadas, sino una auténtica piel humana (por lo menos es lo que se dice), rellena con mucho arte y esmero. Los pelos son pelos auténticos; los ojos tienen pestañas; la corona de espinas es de zarza verdadera; ningún detalle ha sido olvidado. Nada más lúgubre y más inquietante que contemplar este largo fantasma crucificado, con su falsa apariencia de vida, pero de una inmovilidad muerta. La piel, de un tono rancio y muy moreno, está rayada con largos hilillos de sangre tan bien imitados que dan la sensación de estar efectivamente chorreando. No se requiere un gran esfuerzo de imaginación para dar fe a la leyenda según la cual este crucifijo milagroso sangra todos los viernes. En lugar de un paño enrollado, el Cristo de Burgos lleva una especie de enagua blanca bordada en oro que le desciende de la cintura hasta las rodillas. Esta compostura produce un efecto singular, sobre todo para nosotros que no estamos acostumbrados a ver a Nuestro Señor así vestido. En lo bajo de la cruz hay engarzados tres huevos de avestruz, ornato simbólico cuyo sentido no llego a alcanzar, a no ser que sea una alusión a la Trinidad, principio y germen de todo».
¿Es un cadáver momificado? Viejas leyendas cuentan que es el vivo retrato de Jesús realizado por Nicodemo sobre el cuerpo del Salvador recién descendido de la cruz y venerado en Jerusalén por los primeros cristianos y después en Siria. Venida una persecución, fue arrojado en un cajón al mar y encontrado por unos mercaderes burgaleses que volvían de Flandes. Procede del extinguido convento de San Agustín. En 1836, tras la exclaustración, pasó a la catedral, donde se venera en la capilla que lleva su nombre, la última de la nave meridional.
Imponente en su majestad, y en su fealdad también, es un Cristo que al tiempo que horroriza, atrae. Cuando aún se hallaba en el convento agustino se contaba que era de carne y hueso, que se le veía sudar, que los frailes le hacían la barba cada quince días y le cortaban las uñas de los pies y las manos. Viejas consejas. Es de madera forrada en cuero, con postizos de barba, cabellos y uñas. La verdad es que no excede al siglo XIII y dicen que está hecho con piel de búfalo.
Le falta un dedo en el pie derecho. Que vino un obispo francés, besó reverentemente sus pies, le dio un mordisco sin ser advertido de nadie, se llevó el dedo en la boca, y dicen que, venerado en su diócesis, hizo no pocos prodigios la reliquia.
Bien pudo santa Teresa encomendarle el negocio de la fundación al Santo Cristo, porque la cosa se le pondrá fea. Medio secas las ropas, ya anochecido, y porque no las vieran la gente, llegaron a casa de Catalina de Tolosa, viuda, que las aguardaba con «una muy buena lumbre». Doña Catalina tenía cuatro hijas descalzas y dos hijos descalzos. Con el tiempo, también ella ingresará en el Carmelo. Madre Teresa se presentó con siete monjas llevadas de Ávila, Alba y Valladolid. Y dispuesta estaba a cimentar la fundación esa misma noche. Pero se le atravesará el arzobispo de Burgos y la fundación en la ciudad burgalesa –su última fundación en vida– le reportará tiempo y sudores. Pero esta es otra larga historia…

jueves, 19 de enero de 2017

Un Centenario de Murillo atropellado

La Congregación de Jóvenes de la Inmaculada Concepción, creada por el jesuita Juan Bautista Moga con estudiantes de distintos centros escolásticos sevillanos, quiere conmemorar el II Centenario de la muerte de Murillo, el pintor de las Inmaculadas. Los festejos consistirán en unas veladas literarias, misa solemne, funeral por Murillo y procesión «cívico-religiosa» por las calles de Sevilla. Tendría lugar los días 19, 20 y 21 de mayo de 1882. El padre Moga tuvo la ocurrencia de unir a la exaltación de Murillo, la de la Inmaculada y la figura de Pío IX. Sería una conmemoración religiosa, realizada por jóvenes católicos, sin connotación política alguna.


 El matiz político se lo dieron otros. Entre los jóvenes de la Asociación los había carlistas y mestizos, es decir, del área liberal. Pero en la Asociación estaban por el hecho de ser católicos. Sin embargo, la voz corrió por Sevilla: el Centenario de Murillo pretende ser una exaltación del carlismo.
Las celebraciones comenzaron bien. El 19 de mayo, hubo misa solemne en el trascoro de la Catedral, presidida por una Inmaculada de Murillo. Por la tarde, velada literaria en el patio de las Doncellas del Alcázar. Presidió el obispo auxiliar, Marcelo Spínola, y entre poesías, discursos y piezas musicales en honor de la Inmaculada y en recuerdo de Pío IX transcurrió el acto.
Al día siguiente, funeral por Murillo en la parroquia de la Magdalena por la mañana y nueva velada en el Alcázar por la tarde. Preside el arzobispo Lluch, Su Eminencia. Se le da ya este tratamiento, como cardenal de la Iglesia. Aunque el Consistorio en el que será nombrado no se celebrará hasta dentro de unos días, 28 de mayo, ya se sabe de su nombramiento.
La velada transcurrió con cierta normalidad, quebrada un tanto por la excitación de un joven orador, de signo carlista. Al final hubo vivas a todo el mundo, al Papa, al P. Moga, a la Compañía de Jesús, a Murillo, a la Inmaculada... menos al arzobispo. Y le sentó fatal. Desde ese momento, las reticencias que el arzobispo mostraba hacia esta conmemoración y hacia sus organizadores se convirtió en terca hostilidad.
Lo cuenta su auxiliar, don Marcelo Spínola: «Hubo que algunos jóvenes se excedieron en aplausos, prodigándolos a los disertadores que tenían significación carlista, con preferencia a los que nunca manifestaron opinión política; hubo que las más calurosas aclamaciones se dirigieron a las estrofas o párrafos que más analogía guardaban con la divisa o lema y con las doctrinas del partido tradicionalista; hubo que se dieron vivas a Sevilla, a Murillo, al P. Moga, a la Compañía de Jesús, al Papa Rey, y se hizo caso omiso del Sr. Arzobispo. No hubo más: los vivas que se suponían dados a la intransigencia no sonaron en aquel ámbito, por más que lo asegure quien lo asegure».
Al día siguiente, domingo 21 de mayo, salía la procesión de la iglesia del Salvador. En el ambiente se mascaba el drama. Los niños con las banderas, los cofrades con sus insignias... al final, una carroza con un lienzo de la Concepción, que reproduce una Inmaculada de Murillo. Rodean la carroza los sacerdotes cofrades de San Pedro Advíncula. Entre ellos, como un cofrade más, el obispo auxiliar, don Marcelo Spínola. Momentos antes de ponerse en marcha la procesión, aún dentro de la iglesia, el obispo auxiliar recibió una comunicación de palacio: que no represente en la procesión al arzobispo. Don Marcelo, siguiendo los dictados de su conciencia, decide salir en nombre propio, como un cofrade más de la Hermandad de San Pedro Advíncula. Sale la procesión. Marcha hacia la plaza del Museo, donde se halla la estatua en bronce de Murillo.
En aquel momento, Luis Montoto tomaba posesión de una plaza de académico en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla. Se celebraba el acto en el salón de la Academia de Medicina, en el antiguo Colegio de Ingleses, calle de las Armas (actual Alfonso XII). Hora, tres de la tarde. Comenzó Montoto la lectura de su discurso de ingreso sobre la poesía lírica del siglo XIX. Llevaba unas páginas leídas cuando notó que el público se revolvía en sus asientos y muchos salían precipitadamente del salón. La voz del director se alzó para poner orden y silencio al toque de la campanilla. «¡Que si quieres! –cuenta el propio Montoto–. Momentos después quedaba yo solo en la sala de actos, más muerto que vivo y diciendo entre mí: Dios mío, ¿tan malo es mi discurso que he ahuyentado al auditorio y a la misma Academia en pleno?».
Pero no era el discurso de Montoto. «La causa fue la noticia, que corrió de boca en boca, de que las turbas –el noticiero anónimo exagera siempre la importancia de los hechos– apaleaban, herían y aun mataban a todos los jóvenes católicos y a todos los sacerdotes que, honrando a Murillo, iban en procesión desde el Museo a la Catedral, para depositar coronas al pie de los mejores cuadros del pintor de la Inmaculada».
Poco después se reanudó el acto académico. Montoto acabó su discurso como pudo y la gente volvió a casa rápidamente para ponerse a seguro.
Al llegar la procesión a la plaza del Museo, hubo un alboroto y alguna que otra piedra. Los insultos de cierta chusma se sucedieron contra los curas, la Inmaculada, los jesuitas, el carlismo. En el revuelo, asoman los gritos de las madres que buscan a sus hijos pequeños que, vestidos de angelitos, forman en la procesión. A pesar del tumulto y la confusión, la procesión no se descompuso, acortó su recorrido, y por el camino más corto se metió de nuevo en la iglesia del Salvador. Don Marcelo Spínola, subido en el púlpito, calmó las ansias de los jóvenes, alabó su paciencia durante la procesión y les exigió promesa formal de no vengarse.
En el Diario de los niños, del colegio de los jesuitas, se lee lo ocurrido: «Por la tarde salieron los niños a las tres y cuarto a ver la procesión artístico-religiosa conmemorativa del II Centenario de Murillo. Aunque la vuelta se había fijado para las seis y media, casi todos volvieron antes, a causa de las patrullas que comenzaron a recorrer las calles de la ciudad gritando «¡Viva la República!» «¡Mueran los curas...! ¡Mueran los jesuitas!».
En los días siguientes, el colegio de los jesuitas estuvo amenazado de incendio. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores. Pero todo quedó enrarecido desde entonces. El arzobispo, que no andaba en sus cabales –murió en septiembre, tres meses más tarde, debilitado su cerebro, dicho con caridad cristiana–, retiró las licencias de confesar y predicar al padre Moga y disolvió la Congregación de Jóvenes de la Inmaculada. Los jesuitas plegaron velas, cerraron el colegio y lo trasladaron a Málaga.
Este año de 2017 se celebra otro Centenario de Murillo, el IV Centenario de su nacimiento. Pero no noto mucho eco ni entusiasmo en Sevilla por su celebración. Una lástima.

sábado, 14 de enero de 2017

Amor a los libros

Canta el salmista rey David:
Scribantur haec in generacione altera, et populus, qui creabitur, laudabit Dominum. Escríbanse estas cosas a la generación futura, y el pueblo, que ha de venir, alabe al Señor (Salmo 101).
Humildemente, algo de ello pretendo con mis libros y mis escritos. El legado que puedo dejar a las generaciones que vengan detrás de mí será únicamente mi producción literaria.
Aunque dudo un tanto de ello. Hace unos días, he recibido una carta de la Editorial San Pablo en la que me anuncia que va a proceder a descatalogar mi libro Salve Madre. La Inmaculada y España, publicado en 2013. Lo que quiere decir que ha tenido una existencia precaria de unos tres años largos. Y lo descatalogan porque la venta se ha paralizado y los libros que tienen en depósito –unos 500– los mandan a la guillotina.


¿Qué puede hacer un escritor ante semejante atropello? Nada. Les he comprado 20 ejemplares al precio prácticamente de su peso en papel para salvar algunas criaturas.
Yo creo que, si el subtítulo hubiera sido el título, como yo quería, hubiera tenido más recorrido, porque «La Inmaculada y España» atrae más la curiosidad del lector que el título impuesto por la Editorial: «Salve Madre» Pero ello ya no tiene remedio.
Puedo decir –ahora que ya está descatalogado– que es un libro interesante de historia mariana. Al menos, a mí me lo parece.
Y tras este responso por el libro fenecido antes que su autor, prosigamos. Porque con él, y mis otros libros, solo he pretendido recitar como el salmista:
–Escríbanse estas cosas a la generación futura, y el pueblo, que ha de venir, alabe al Señor.
Me ocurre lo que el obispo fray Antonio de Guevara (+1545) cuenta en sus sabrosas Epístolas familiares: «... leña seca para quemar, caballo viejo para cabalgar, vino añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros viejos para leer».
De ellos me rodeo preferentemente y como dice Tomás de Kempis:
In omnibus requiem quaesivi et nunquam inveni nisi in angulo cum libro. En todas partes busqué el reposo y nunca lo hallé sino en mi rincón con un libro.
Y espero, por la misericordia de Dios, que no me ocurra lo que al bueno de Don Quijote, que «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio».
El célebre cervantista Francisco Rodríguez Marín, sevillano de Osuna, se expresó gráficamente cuando fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. En su toma de posesión, satisfecho de su nombramiento, le dijo a don Natalio Rivas, entonces Subsecretario de Instrucción Pública:
–Imagine que a un ratón goloso, dado a la más desenfrenada gula, con salud rebosante y fuerzas digestivas resistentes a la hartura más devoradora, le encierran en el más rico y abundante almacén de exquisitos quesos; ese roedor afortunado soy yo recluido en la Biblioteca Nacional.
En otra ocasión tuvo a bien ponderar que:
–Los libros son los mejores amigos que puede tener el hombre: silenciosos cuando no se les inquiere; elocuentes cuando se les pregunta; sabios, como que jamás sin fruto se les pide consejo; fieles, que nunca vendieron un secreto de quien los trata; regocijados con el alegre; piadosos con el dolorido; y tan humildes, que nada piden y ambicionan, y, por ocupar poco espacio, se dejan estar de canto y estrechos en los estantes.
Y también en su discurso pronunciado en la Fiesta del Libro Español el 7 de octubre de 1926:
–Es comida que satisface y no harta, visita que no se enoja si la despedimos, vela siempre encendida, de cuya lumbre, sin menoscabarla, pueden tomar luz muchos entendimientos.
Tengo otro libro, último de los míos, que ha padecido críticas y censuras. También alabanzas, y no pocas. Es la biografía del cardenal Segura. Este libro no irá a la guillotina, porque ha sido editado por el propio autor y no está dispuesto a semejante parricidio. Y puede que le ocurra lo que le pasó a Talio Gémino con Nerón, cuando el emperador pirómano ordenó quemar uno de sus libros. Lo cuenta Tácito en sus Anales:
–Obra que se leyó con avidez, mientras hubo riesgo en procurársela, y cayó en el olvido cuando se pudo comprar con libertad.
Valga una última apreciación. Si me he quedado con 20 ejemplares de mi libro guillotinado, es sencillamente para regalos que pueda ir ofreciendo. Pero quizás valga también la observación última del Bachiller de Osuna, Francisco Rodríguez Marín, al recibir varios ejemplares del último libro de su amigo el canónigo sevillano Muñoz y Pabón:
–No le pido más ejemplares, ni los necesito, porque yo, aunque en la práctica soy infiel a mis teorías y regalo no pocos libros de mi cosecha, entiendo teóricamente que es absurdo regalarlos. Es casi seguro que quien no compra no lee. Quien recibe un libro regalado tal vez se ufana con la distinción y el obsequio que el autor le hace, pero en cuanto al libro, le desdeña, le olvida, no lee siquiera una de sus páginas y deja que al fin algún criado le venda en un baratillo por unas cuantas perras chicas, para comprar castañas o echar un trago en la taberna. Por lo general, solo gusta de un libro y le aprecia aquel que le compra.

martes, 10 de enero de 2017

El estornudo

El estornudo no es una cosa banal y prosaica: tiene toda una historia que se remonta a los tiempos arcaicos. Ha sido Benito Jerónimo Feijoo, monje benedictino del siglo XVIII y viejo amigo de lecturas, quien me ha dado unas notas que con gusto ofrezco a ustedes.
¿De dónde nos viene ese «¡Jesús, María!» que nos salta a los labios cada vez que oímos un estornudo? Pues nada menos que del tiempo de san Gregorio Magno (+604), según una tradición cristiana. Roma se encontraba por aquel entonces aquejada de una terrible pestilencia, cuya funesta crisis era un estornudo, después del cual el enfermo moría. El Sumo Pontífice ordenó el remedio de la oración para atajar el mal, y de ahí viene el uso piadoso de la imprecación de salud cada vez que el vecino nos asalta con un estornudo.


Pero me dice Feijoo que esto tiene visos de fábula y que Aristóteles mismo cuenta que en su tiempo ya era común el uso de la salutación cuando se estornudaba. Y en los tiempos borbónicos existió una Academia que se titulaba: «Academia Real de las Inscripciones», que hizo un estudio concienzudo sobre el tema y llegó a la conclusión de que no solo entre los griegos y romanos era común este uso, también en el Nuevo Mundo estaba establecida dicha costumbre entre los indios cuando los españoles posaron sus reales.
Hay más: una tradición rabínica –algo extravagante, me comenta Feijoo–  trata de colocar el estornudo en los mismos orígenes bíblicos del hombre. Se dice en esta tradición, recogida en el Lexicon Talmúdico de Buxtorfio (+1629), que al principio del mundo estableció Dios la ley general de que los hombres no estornudasen más que una sola vez y que en el instante inmediato muriesen. Que efectivamente así sucedió, sin excepción alguna, hasta los tiempos del patriarca Jacob, y que este, en su segunda lucha, obtuvo la revocación de tal ley. Una orden, difundida a todos los príncipes del mundo, daba cuenta de la revocación de dicha ley y la obligación de todo súbdito de acompañar el estornudo con acciones de gracias y saludables imprecaciones.
Las confidencias de Feijoo me hacen pensar en el estornudo actual, en el resfriado, no solo individual, sino colectivo de la sociedad. Porque hay estornudos y estornudos. Está el estornudo vuestro y el de un servidor de ustedes, propio del invierno y de los fríos. Pero tenemos también el estornudo epidémico y social, estornudo contenido, no expulsado, no desahogado; y esto desde todos los ángulos, estornudos del fútbol, de la actividad municipal, de la política y demás estornudos del ámbito nacional. No quisiera, como san Gregorio Magno, organizar una tanda de rogativas para atajar tanta epidemia. ¿Pero no creen ustedes que no estaría de más una Academia Nacional de Inscripciones de Estornudos, donde los estornudos más peligrosos (especialmente de los políticos) fueran clasificados, analizados y dados a conocer por medio del Boletín Oficial?
Porque ya no se trata de defenderse con un deprecante «¡Jesús, María!» cuando estornuda el compañero de oficina; la Academia por la que abogo nos tendría al tanto para responder con una saludable imprecación popular ante las posibles epidemias de nuestra sociedad.
Escrito que he finalizado con un estornudo espontáneo al que he tenido que responder yo mismo con un «¡Jesús, María!».

miércoles, 4 de enero de 2017

Los Reyes Magos

La tradición cuenta que los Magos que adoraron al Niño fueron instruidos más tarde por santo Tomás, consagrados obispos y murieron mártires. Santa Elena, madre del emperador Constantino, trajo sus restos a Constantinopla. De Constantinopla pasaron a Milán, trasladados por el obispo san Eustorgio. Y el emperador Federico Barbarroja, al hacerse dueño de la ciudad de Milán, los regaló en 1164 a la ciudad de Colonia, donde reposan en una hermosísima capilla, detrás del altar mayor de la catedral las tumbas de los tres Reyes Magos.


 Pero, ¿fueron tres? ¿Fueron Reyes?
El relato del Evangelio de san Mateo (2, 1-12) habla de Magos, sin especificar número. Es decir, gente docta y versada en las ciencias astronómicas. No dice que fueran Reyes.
Unos piensan que los Magos eran ilusionistas, que engañaban con sus trucos. Los que defienden esta tesis se apoyan en el pasaje de Mateo, que dice: «Viendo Herodes que había sido engañado por los magos».
Otros creen que eran unos hechiceros maléficos, al estilo de los encantadores que servían al Faraón, ejerciendo la magia para causar maleficios. Orígenes (185-254) defendía que eran idólatras y profesaban las ciencias ocultas. San Juan Damasceno (s. VIII): «Cristo quiso convertir a estos magos y mediante la revelación de su nacimiento los apartó de sus malas artes y los santificó».
Los más creen que son sabios. Donde magos es voz equivalente a la de los escribas en los hebreos, filósofos entre los griegos y sabios entre los latinos.
No creo que Mateo empleara esta palabra mago en sentido peyorativo. Se referiría sin duda a la tercera acepción.
Las pinturas de las catacumbas representan a los Magos sin atributos reales. El primero que lo afirma es san Cesáreo de Arlés, ya en el siglo VI.
Tampoco se dice en el Evangelio de Mateo el número de Magos. Habla indeterminadamente de unos magos. Diversas tradiciones cuentan 2, 3, 4, 6, 8, 12 y hasta 15. Pero el número que ha prevalecido ha sido el de 3, tal vez por aquello de las tres ofrendas: oro, incienso y mirra. Las pinturas de las catacumbas representan en número de 3 ordinariamente. En el siglo V, san León habla formalmente de 3.
Y sus nombres:
En hebreo: Gálgala, Malgalat y Sarathin.
En griego: Apelio, Amerio y Damasco.
En latín: Gaspar, Baltasar y Melchor.
Estos nombres latinos se hallan por primera vez en un códice de la Biblioteca Nacional de París, del siglo VII. El venerable Beda describe así a los Magos: «Melchor es anciano, de luenga barba poblada; Gaspar, joven, lampiño y rubio; y Baltasar, negro y de espesa barba».
Sin embargo, en las pinturas de los primeros siglos del cristianismo no se observa diferencias raciales entre ellos.
¿Y de qué país venían?
El Evangelio dice que venían de Oriente, pero no determina el país. La tradición habla de Persia.
Motivo de la visita:
–¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje.
Sobre la estrella, la leyenda cuenta que los Magos eran descendientes de Balaam y conocían su profecía: «De Jacob nacerá una estrella; un hombre procederá de Israel...» (Núm 24, 17). Balaam fue un profeta bíblico, enviado por Balak a maldecir a los hebreos; su burra, dotada de palabra por un prodigio, le convenció de que los bendijese.
San Juan Crisóstomo (+407), en su comentario al Evangelio de Mateo, dice:
–Según una tradición antigua, un grupo de astrólogos, dedicados a descubrir el futuro a través de las estrellas, acordaron nombrar una comisión formada por doce de ellos para que los miembros de la misma observasen permanentemente el cielo, hasta que descubriesen la aparición de la estrella de que había hablado Balaam; si morían estos astrólogos, deberían ser reemplazados por alguno de sus hijos, y éstos por otros descendientes suyos. Todos los años, cada año en un mes distinto, siguiendo en la ordenación de los meses un ciclo rotativo, subían los doce de la comisión al monte de la Victoria y permanecían en su cima tres días consecutivos haciendo abluciones y pidiendo a Dios que les mostrara la estrella cuya aparición había sido vaticinada por el profeta. En una de aquellas ocasiones, precisamente el mismo día en que nació el Señor, cuando estaban entregados a estas prácticas de oración, vieron un astro que por encima del monte avanzaba hacia ellos, y quedaron sumamente sorprendidos al advertir que, al aproximarse al sitio en que se encontraban, la estrella se transformaba en la cara de un niño hermosísimo con una cruz brillante sobre su cabeza; su sorpresa fue aún mayor al oír que la estrella hablaba con ellos y les decía: Id prontamente a la tierra de Judá; allí encontraréis ya nacido al Rey a quien buscáis. Los astrólogos, obedientes a este mandato, inmediatamente se pusieron en camino hacia el país que la misteriosa estrella les había indicado.
Oro, incienso y mirra… El oro, todos sabemos lo que es. El incienso es una resina de goma, que se produce en Arabia e India, y forma granos redondos, blanco-amarillentos o rojizos. Al quemarse desprende fragancia. La mirra es una sustancia vegetal parecida a la goma arábica, usada en fumigaciones.
Costumbre en los pueblos antiguos: Nadie comparecía ante Dios o ante el rey con las manos vacías. Parece ser que los persas y caldeos solían presentar ante el rey estas tres ofrendas. San Bernardo dice que los Magos ofrecieron al Señor: Oro, para socorrer la pobreza de la Virgen María; Incienso, para contrarrestar el mal olor del establo; Mirra, para ungir al Niño, fortalecer sus miembros e impedir que se acercaran a Él insectos y parásitos.