martes, 10 de enero de 2017

El estornudo

El estornudo no es una cosa banal y prosaica: tiene toda una historia que se remonta a los tiempos arcaicos. Ha sido Benito Jerónimo Feijoo, monje benedictino del siglo XVIII y viejo amigo de lecturas, quien me ha dado unas notas que con gusto ofrezco a ustedes.
¿De dónde nos viene ese «¡Jesús, María!» que nos salta a los labios cada vez que oímos un estornudo? Pues nada menos que del tiempo de san Gregorio Magno (+604), según una tradición cristiana. Roma se encontraba por aquel entonces aquejada de una terrible pestilencia, cuya funesta crisis era un estornudo, después del cual el enfermo moría. El Sumo Pontífice ordenó el remedio de la oración para atajar el mal, y de ahí viene el uso piadoso de la imprecación de salud cada vez que el vecino nos asalta con un estornudo.


Pero me dice Feijoo que esto tiene visos de fábula y que Aristóteles mismo cuenta que en su tiempo ya era común el uso de la salutación cuando se estornudaba. Y en los tiempos borbónicos existió una Academia que se titulaba: «Academia Real de las Inscripciones», que hizo un estudio concienzudo sobre el tema y llegó a la conclusión de que no solo entre los griegos y romanos era común este uso, también en el Nuevo Mundo estaba establecida dicha costumbre entre los indios cuando los españoles posaron sus reales.
Hay más: una tradición rabínica –algo extravagante, me comenta Feijoo–  trata de colocar el estornudo en los mismos orígenes bíblicos del hombre. Se dice en esta tradición, recogida en el Lexicon Talmúdico de Buxtorfio (+1629), que al principio del mundo estableció Dios la ley general de que los hombres no estornudasen más que una sola vez y que en el instante inmediato muriesen. Que efectivamente así sucedió, sin excepción alguna, hasta los tiempos del patriarca Jacob, y que este, en su segunda lucha, obtuvo la revocación de tal ley. Una orden, difundida a todos los príncipes del mundo, daba cuenta de la revocación de dicha ley y la obligación de todo súbdito de acompañar el estornudo con acciones de gracias y saludables imprecaciones.
Las confidencias de Feijoo me hacen pensar en el estornudo actual, en el resfriado, no solo individual, sino colectivo de la sociedad. Porque hay estornudos y estornudos. Está el estornudo vuestro y el de un servidor de ustedes, propio del invierno y de los fríos. Pero tenemos también el estornudo epidémico y social, estornudo contenido, no expulsado, no desahogado; y esto desde todos los ángulos, estornudos del fútbol, de la actividad municipal, de la política y demás estornudos del ámbito nacional. No quisiera, como san Gregorio Magno, organizar una tanda de rogativas para atajar tanta epidemia. ¿Pero no creen ustedes que no estaría de más una Academia Nacional de Inscripciones de Estornudos, donde los estornudos más peligrosos (especialmente de los políticos) fueran clasificados, analizados y dados a conocer por medio del Boletín Oficial?
Porque ya no se trata de defenderse con un deprecante «¡Jesús, María!» cuando estornuda el compañero de oficina; la Academia por la que abogo nos tendría al tanto para responder con una saludable imprecación popular ante las posibles epidemias de nuestra sociedad.
Escrito que he finalizado con un estornudo espontáneo al que he tenido que responder yo mismo con un «¡Jesús, María!».

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