viernes, 24 de julio de 2015

Isabel la Católica en Sevilla

La reina Isabel la Católica entró en Sevilla el jueves 24 de julio de 1477. Era la primera vez que pisaba la ciudad. No traía tropas, sólo su séquito personal, con algunos grandes de su Consejo, entre ellos el arzobispo de Sevilla, cardenal González de Mendoza. En la puerta Macarena «fue recibida con grande solemnidad e placer de los caballeros, clerecía, ciudadanos, e generalmente de todo el común de la ciudad; e para este recibimiento ficieron grandes juegos e fiestas que duraron algunos días» (H. Pulgar). Incluso subió a la Giralda «e holgosse grandemente ca la ciudad se muestra de allí como cossa nueva e nunca vista; e dijo la Reyna que no había tal en sus reinos e señoríos».


Fueron unos días de respeto por parte de la reina. Pero todos sabían a lo que había venido. Corría la voz que «venía a castigar rigurosamente y que traía propósito de desarraigar los bandos a toda costa de severidades» (Zúñiga). Hasta cuatro mil sevillanos, se cuenta, desaparecieron como por ensalmo, unos a tierras de moros, otros a Portugal, para huir de las justicias de la reina.
El desgobierno de la ciudad era un clamor que se oía en todos los rincones del reino, y la ciudad, dividida entre guzmanes y ponces, un duelo que duraba ya un siglo. Una guerra civil entre facciones armadas, dividida la ciudad unos al grito de «¡Niebla!» y otros al grito de «¡Ponce de León!». Don Enrique de Guzmán, duque de Medinasidonia, estaba en posesión del Alcázar, que rindió a la reina, y había echado de la ciudad a su mortal enemigo don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, que tenía su refugio en los castillos de Alcalá de Guadaira y Jerez.
La reina Isabel comenzó a impartir justicia en una gran sala del Alcázar. Todos los viernes. Sentada «en una silla cubierta de un paño de oro, puesta en estrado de gradas altas», bajo ella los prelados y caballeros a un lado y al otro los doctores de su Consejo. Enfrente, los secretarios que tomaban las peticiones de los agraviados y ofrecían una relación de sus quejas a la reina.
Cuando el 13 de septiembre entró Fernando el Católico, «recibido con las mismas demostraciones que la Reyna, y mayores regocijos», la ciudad ya sabía de las justicias de la reina. «E con estas justicias que mandaba executar era muy amada de los buenos, e temida de los malos».
La severidad de los castigos fue tanta en los días primeros que movió al obispo de Cádiz, don Pedro de Solís, provisor del arzobispado por el cardenal Mendoza, a acercarse a la reina y exponerle los temores de la ciudad. Fue un largo discurso que recoge Hernando del Pulgar en su Crónica:
–Verdad es, muy excelente Reina y Señora, que Nuestro Señor tan bien usa de la justicia como de la piedad, pero de la justicia algunas veces y de la piedad todas veces; porque si siempre usase de la justicia según siempre usa de la piedad, como todos los mortales seamos dignos de pena, el mundo en un instante perecería... la Sacra Scriptura está llena de loores ensalzando la piedad, la mansedumbre, la misericordia e la clemencia, que son títulos e nombres de Nuestro Señor... Porque el rigor de la justicia vecino es de la crueldad, e aquel príncipe se llama cruel, que aunque tiene causa no tiene templanza en el punir.
La reina acogió benevolente las palabras del obispo, pero respondió que no podía negar justicia a los que reclamaban ante ella los agravios recibidos.
Y el obispo le dijo:
–Señora, muchos de los que aquí vienen a vos suplicar por piedad son los mismos que os demandan justicia; pues aquellos que las sufrieron, también las cometieron...
En definitiva, que en Sevilla todos eran tan agraviadores como agraviados y el que estuviese libre de pecado que arrojase la primera piedra.
Pasados unos días, y oído su Consejo, la reina ordenó publicar perdón general, para todos los vecinos de Sevilla y de su tierra y arzobispado, «de todas las muertes y excesos e crímenes por ellos cometidos fasta aquel día, excepto el crimen de herejía. E ansimesmo, que fuese restituido lo robado a la persona a quien fue tomado en aquel tiempo que se fallase. Mandó ansimesmo a ciertos homes que habían cometido feos crímenes, que fuesen desterrados de la cibdad e de su tierra, dellos para siempre, dellos por algún tiempo, según la calidad de sus excesos. E con este perdón tornaron a la cibdad de Sevilla e su tierra más de quatro mil personas que andaban fuidos por miedo de la justicia».
Quedaba por resolver otro problema. El duelo irreconciliable entre las dos casas grandes de Sevilla.
El duque de Medinasidonia había protestado, de acuerdo con los conversos, de la implantación de la Santa Hermandad. Pero sabiendo que la reina doña Isabel no estaba dispuesta a tolerar los tiempos calamitosos de su hermano Enrique IV, aplaudió ladinamente las justicias de la reina. Pero el problema de los continuos bullicios en Sevilla no estaba en los judíos o en los conversos. El grave problema de Sevilla se hallaba en esa víbora traidora que se llamaba marqués de Cádiz. ¿Acaso no estaba casado con la hermana del marqués de Villena?, sugiere el duque a la reina. Si no ha podido luchar a su lado en la guerra contra Portugal ha sido por defender la ciudad de Sevilla de ese tirano de marqués. Además, él estaba allí, rindiendo pleitesía a la reina y puestos sus castillos a su disposición. ¿Dónde estaba el marqués?
La reina, al oír estos razonamientos, concibió «alguna indignación contra don Rodrigo».
Existía una lucha sostenida entre el duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz desde unos años atrás cuando el marqués saqueó la ciudad y unos sabuesos prendieron fuego a la iglesia de San Marcos para sacar a partidarios del duque que se habían refugiado en ella. La ciudad se puso a favor del duque y, a toque de campanas, se lanzó contra el marqués, que fue expulsado de Sevilla.
Desde entonces la guerra, cuatro años ya, no había cesado. El duque refugiado en Sevilla, el marqués merodeando y buscando batalla.
El marqués supo del enfado de la reina y tomó una resolución heroica. No huir. Presentarse ante ella. Y así hizo.
A la caída de una tarde de agosto, a caballo y acompañado de un criado, entró en la ciudad y se encaminó al Alcázar. La reina estaba ya retirada en su cámara. Al ser avisada de que don Rodrigo la esperaba, salió a recibirle.
El marqués se inclinó respetuosamente y le dijo:
–Vedesme aquí, Reina muy poderosa, en vuestras manos e si a Vuestra Real majestad ploguiere, mostraré mi inocencia...
Una simpatía cordial se transmitió del uno al otro. Don Rodrigo logró el perdón de la reina, con harto disgusto del duque, y puso sus castillos a su disposición.
Sevilla ha sido pacificada. Su tierra también. Fernando e Isabel acuden a la catedral. Suspiran por un príncipe. Y éste llegó. Concebido en el Alcázar en el otoño sevillano, nació en junio de 1478 en Sevilla el príncipe don Juan, esperanza de los reinos de Castilla y Aragón.


No hay comentarios:

Publicar un comentario