La
reina Isabel la Católica entró en Sevilla el jueves 24 de julio de 1477. Era la
primera vez que pisaba la ciudad. No traía tropas, sólo su séquito personal,
con algunos grandes de su Consejo, entre ellos el arzobispo de Sevilla,
cardenal González de Mendoza. En la puerta Macarena «fue recibida con grande
solemnidad e placer de los caballeros, clerecía, ciudadanos, e generalmente de
todo el común de la ciudad; e para este recibimiento ficieron grandes juegos e
fiestas que duraron algunos días» (H. Pulgar). Incluso subió a la Giralda «e holgosse
grandemente ca la ciudad se muestra de allí como cossa nueva e nunca vista; e
dijo la Reyna que no había tal en sus reinos e señoríos».
Fueron
unos días de respeto por parte de la reina. Pero todos sabían a lo que había
venido. Corría la voz que «venía a castigar rigurosamente y que traía propósito
de desarraigar los bandos a toda costa de severidades» (Zúñiga). Hasta cuatro
mil sevillanos, se cuenta, desaparecieron como por ensalmo, unos a tierras de
moros, otros a Portugal, para huir de las justicias de la reina.
El
desgobierno de la ciudad era un clamor que se oía en todos los rincones del
reino, y la ciudad, dividida entre guzmanes y ponces, un duelo que duraba ya un
siglo. Una guerra civil entre facciones armadas, dividida la ciudad unos al
grito de «¡Niebla!» y otros al grito de «¡Ponce de León!». Don Enrique de
Guzmán, duque de Medinasidonia, estaba en posesión del Alcázar, que rindió a la
reina, y había echado de la ciudad a su mortal enemigo don Rodrigo Ponce de
León, marqués de Cádiz, que tenía su refugio en los castillos de Alcalá de
Guadaira y Jerez.
La
reina Isabel comenzó a impartir justicia en una gran sala del Alcázar. Todos
los viernes. Sentada «en una silla cubierta de un paño de oro, puesta en
estrado de gradas altas», bajo ella los prelados y caballeros a un lado y al
otro los doctores de su Consejo. Enfrente, los secretarios que tomaban las
peticiones de los agraviados y ofrecían una relación de sus quejas a la reina.
Cuando
el 13 de septiembre entró Fernando el Católico, «recibido con las mismas
demostraciones que la Reyna, y mayores regocijos», la ciudad ya sabía de las
justicias de la reina. «E con estas justicias que mandaba executar era muy
amada de los buenos, e temida de los malos».
La
severidad de los castigos fue tanta en los días primeros que movió al obispo de
Cádiz, don Pedro de Solís, provisor del arzobispado por el cardenal Mendoza, a
acercarse a la reina y exponerle los temores de la ciudad. Fue un largo
discurso que recoge Hernando del Pulgar en su Crónica:
–Verdad
es, muy excelente Reina y Señora, que Nuestro Señor tan bien usa de la justicia
como de la piedad, pero de la justicia algunas veces y de la piedad todas
veces; porque si siempre usase de la justicia según siempre usa de la piedad,
como todos los mortales seamos dignos de pena, el mundo en un instante
perecería... la Sacra Scriptura está llena de loores ensalzando la piedad, la
mansedumbre, la misericordia e la clemencia, que son títulos e nombres de
Nuestro Señor... Porque el rigor de la justicia vecino es de la crueldad, e
aquel príncipe se llama cruel, que aunque tiene causa no tiene templanza en el
punir.
La
reina acogió benevolente las palabras del obispo, pero respondió que no podía
negar justicia a los que reclamaban ante ella los agravios recibidos.
Y
el obispo le dijo:
–Señora,
muchos de los que aquí vienen a vos suplicar por piedad son los mismos que os
demandan justicia; pues aquellos que las sufrieron, también las cometieron...
En
definitiva, que en Sevilla todos eran tan agraviadores como agraviados y el que
estuviese libre de pecado que arrojase la primera piedra.
Pasados
unos días, y oído su Consejo, la reina ordenó publicar perdón general, para
todos los vecinos de Sevilla y de su tierra y arzobispado, «de todas las
muertes y excesos e crímenes por ellos cometidos fasta aquel día, excepto el
crimen de herejía. E ansimesmo, que fuese restituido lo robado a la persona a
quien fue tomado en aquel tiempo que se fallase. Mandó ansimesmo a ciertos
homes que habían cometido feos crímenes, que fuesen desterrados de la cibdad e
de su tierra, dellos para siempre, dellos por algún tiempo, según la calidad de
sus excesos. E con este perdón tornaron a la cibdad de Sevilla e su tierra más
de quatro mil personas que andaban fuidos por miedo de la justicia».
Quedaba
por resolver otro problema. El duelo irreconciliable entre las dos casas
grandes de Sevilla.
El
duque de Medinasidonia había protestado, de acuerdo con los conversos, de la
implantación de la Santa Hermandad. Pero sabiendo que la reina doña Isabel no
estaba dispuesta a tolerar los tiempos calamitosos de su hermano Enrique IV,
aplaudió ladinamente las justicias de la reina. Pero el problema de los
continuos bullicios en Sevilla no estaba en los judíos o en los conversos. El
grave problema de Sevilla se hallaba en esa víbora traidora que se llamaba
marqués de Cádiz. ¿Acaso no estaba casado con la hermana del marqués de
Villena?, sugiere el duque a la reina. Si no ha podido luchar a su lado en la
guerra contra Portugal ha sido por defender la ciudad de Sevilla de ese tirano
de marqués. Además, él estaba allí, rindiendo pleitesía a la reina y puestos
sus castillos a su disposición. ¿Dónde estaba el marqués?
La
reina, al oír estos razonamientos, concibió «alguna indignación contra don
Rodrigo».
Existía
una lucha sostenida entre el duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz desde
unos años atrás cuando el marqués saqueó la ciudad y unos sabuesos prendieron
fuego a la iglesia de San Marcos para sacar a partidarios del duque que se
habían refugiado en ella. La ciudad se puso a favor del duque y, a toque de
campanas, se lanzó contra el marqués, que fue expulsado de Sevilla.
Desde
entonces la guerra, cuatro años ya, no había cesado. El duque refugiado en
Sevilla, el marqués merodeando y buscando batalla.
El
marqués supo del enfado de la reina y tomó una resolución heroica. No huir.
Presentarse ante ella. Y así hizo.
A
la caída de una tarde de agosto, a caballo y acompañado de un criado, entró en
la ciudad y se encaminó al Alcázar. La reina estaba ya retirada en su cámara.
Al ser avisada de que don Rodrigo la esperaba, salió a recibirle.
El
marqués se inclinó respetuosamente y le dijo:
–Vedesme
aquí, Reina muy poderosa, en vuestras manos e si a Vuestra Real majestad
ploguiere, mostraré mi inocencia...
Una
simpatía cordial se transmitió del uno al otro. Don Rodrigo logró el perdón de
la reina, con harto disgusto del duque, y puso sus castillos a su disposición.
Sevilla
ha sido pacificada. Su tierra también. Fernando e Isabel acuden a la catedral.
Suspiran por un príncipe. Y éste llegó. Concebido en el Alcázar en el otoño
sevillano, nació en junio de 1478 en Sevilla el príncipe don Juan, esperanza de
los reinos de Castilla y Aragón.
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