jueves, 30 de enero de 2014

Ángeles en la tierra

El 30 de enero de 1846 nació en Sevilla santa Ángela de la Cruz, hace hoy 168 años. Se me ocurre contar una anécdota que une a los ángeles con la madre Angelita, que así se la llamaba en su tiempo en Sevilla.
De los ángeles tal vez hablemos otro día. Hoy quiero recordar a esos ángeles de Dios en la tierra que son las Hermanas de la Cruz.
Fundada la Compañía de la Cruz por sor Ángela en el año 1875, no eran conocidas en un principio en Sevilla. Pero ellas salían todos los días, como ahora, con sus hábitos de estameña, a restañar lacras por los corrales de vecinos que por entonces abundaban en la ciudad.
No siempre las elogiaban por las calles. Gente había que las veían extrañas y a veces las insultaban.
Es invierno. Sale una pareja de Hermanas a las nueve y media de una noche cerrada a velar a una enferma. Al pasar por una calle, un hombre las mira con insolencia y exclama:
—¿A dónde irán estas pájaras a estas horas?
Las Hermanas apretaron el paso, pero él seguía tras ellas incordiándolas. Entonces una de las Hermanas, en arranque espontáneo, le respondió:
—Si tiene tanta curiosidad por saber adónde vamos no tiene más que seguirnos.
Y las siguió.
Las Hermanas penetraron en una casa de vecinos donde se encontraron con el siguiente deplorable cuadro: una mujer tísica en la cama, su madre agonizante en la otra, y el marido de la primera con un horrible cáncer que le desfiguraba el rostro.
Las Hermanas de la Cruz comenzaron su faena: cuidado solícito de los enfermos y limpieza de la casa.
El importuno curioso que espiaba desde la puerta tuvo un arranque y se lanzó de rodillas ante las Hermanas:
—Perdón, no os conocía. Ignoraba que hubiera ángeles en la tierra.
Y así siguen, en Sevilla y doquiera ellas están. También en Roma.
Siempre que voy a Roma, las visito. Viven desde hace más de cuarenta años, como unos vecinos más, en una vieja casa propiedad de la Embajada de España. Cuando llego a la planta cuarta, el viajero se da cuenta de que allí vive gente de Sevilla. Las macetas de pilistras en el pasillo y el cuadro de la Macarena lo delatan.
Santa Ángela de la Cruz también estuvo en Roma en la primavera de 1894. En un vagón de tercera salió de la estación de Córdoba para llegar días después a Roma, acompañada por sor Adelaida de Jesús, la monja del milagro.
Se celebraba en Roma el Congreso Nacional de Corporaciones Católico-Obreras. Trece mil obreros de toda España llegaron por los caminos de hierro a la Ciudad Eterna. Y como una obrera más, obrera del Señor, también sor Ángela.
Resulta que el papa de entonces, León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la peregrinación española, promovió la beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila (Almodóvar del Campo, 1500 – Montilla, 1569) y fray Diego José de Cádiz (Cádiz, 1743 – Ronda, 1801).
El milagro que dio el pase a la beatificación del ilustre misionero fray Diego lo realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla (hoy sede del Parlamento de Andalucía). Desahuciada de los médicos, a punto de expirar, mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosamente al invocar al siervo de Dios fray Diego José de Cádiz. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde, buscando una vida de mayor perfección, ingresó en las Hermanas de la Cruz. Y ahí la vemos con sor Ángela camino de Roma, con billete de tren pagado por el arzobispo de Sevilla.
Cuando visitaron al papa, León XIII sólo mantenía su atención a la monja del milagro. Sor Ángela, a su lado, de rodillas, parecía esconderse tras de la otra para no ser notada.
En su diario del viaje dejó anotado:
— Pedí a Dios le inspirase al papa cómo se había de portar con nosotras, para que por su vicario conociera si estaba contento conmigo o disgustado.
¿Ha podido deducir sor Ángela si el papa estaba contento o disgustado con ella?
— Saqué de esta audiencia que Su Santidad ni estuvo expresivo conmigo ni me rechazó; pero con la hermana muy cariñoso y expresivo. Pues así estoy en la presencia de Dios: soy un alma adocenada, ni me desecha nuestro Señor ni está contento como con otras que son sus predilectas.
La humildad de una santa…

domingo, 26 de enero de 2014

Historia de un viejo cochero

Es de una novela del escritor ruso Antón Chejov titulada Angustia. El viejo cochero Jona Potapov es viudo y ha perdido recientemente a su hijo único. En su viejo coche de caballos, mientras discurre lenta la caída de la nieve sobre la calle, aguarda pacientemente la llegada de un viajero. Mientras, se pregunta:
–¿Será verdad que entre las miles de personas de esta ciudad haya alguna que me escuche?
Se acerca un militar, que desea que le lleve a un punto concreto de la ciudad. Jona comienza a hablarle:
–¿Sabe? Se me ha muerto mi hijo esta semana...
El militar no le contesta; cuando llega al final de su trayecto, paga y se va sin decir palabra.
Tres jóvenes toman ahora su vehículo.
–Sabed –les dice Jona– que mi hijo ha muerto esta semana.
–¡Todos morimos! ¡Paciencia!– sentencian ellos.
La angustia le llega a Jona a los ojos y comienzan a salirle las lágrimas.
Se monta otro viajero. Jona le dice lo mismo:
–¿Sabes? Esta semana he perdido a mi único hijo.
–¡Ah, sí!– le responde distraído. Después, se arrellana y se dispone a dormitar durante el trayecto.
Las lágrimas se han convertido en torrente por las mejillas de Jona.
Vuelto a casa, no puede dormir. La pena le oprime el corazón. Entonces se levanta de la cama, enciende una vela, se acerca a la cuadra y se abraza al cuello del caballo. Y comienza a hablarle:
–Era guapo, bueno, fuerte, paciente... Y, de improviso, se me ha ido. No lo veré jamás...
El caballo escuchaba pacientemente el largo soliloquio de su amo.

*  *  *

¡Hay tanta soledad en el mundo!
Lo mismo que he citado esta obra de Chejov, podría haber ofrecido referencias de la obra del filósofo Jean-Paul Sartre: Solos en medio de la masa. O la del poeta Baudelaire: Multitud, soledad. O la del novelista Albert Camus: Extranjero en la propia tierra.
Pero prefiero traer una cita más de aquel bendito y sufrido papa llamado Pablo VI. En su encíclica Octogessima Adveniens (1971) declaraba, a propósito de las megápolis que albergan en su seno al neo-proletariado anónimo:
–El hombre experimenta una nueva soledad, no ante una naturaleza hostil, para dominar la cual se requieren siglos, sino ante la masa anónima que lo circunda y en medio de la cual se siente como extranjero.
Está la soledad del divo (Julio Iglesias lanzó hace años al mercado un disco con este significativo título: Un hombre solo); o la soledad del monje, que la acoge voluntariamente para llegar a las cercanías de Dios (hay quien ha escrito que habría que darle a todo hombre un trozo de desierto para encontrar la verdad en su soledad) y tantas otras soledades.
Pero hay unas soledades tremendas. La del enfermo, la del triste, la del desgraciado; la de nuestro cochero, por ejemplo... Habría que hacer como Giacomo Maffei, aquel alumno de Don Bosco muerto en 1935 a los veintiún años de edad y que ante el fascismo que imperaba en Italia gritaba:
–Seré de los jóvenes fuertes y generosos que no se avergüenzan de proclamar: ¡Somos cristianos católicos!
Todos los domingos por la tarde, Giacomo Maffei se dedicaba a visitar a los que él llamaba «mis pobres». Decía:
–Voy a restituir a Jesús la visita que esta mañana me ha hecho en la comunión.
Y el enfermo, el solitario, el triste le recibían con aire de consuelo sonriente, porque alguien les había visitado y puesto oído atento a sus angustias.

viernes, 24 de enero de 2014

El patrono de los periodistas

Hoy, 24 de enero, es la fiesta de san Francisco de Sales. Si nos preguntamos por qué ha sido escogido como patrono de los periodistas, habremos de contestar: porque distribuía casa por casa y colaba bajo las puertas hojillas impresas en sus controversias con los protestantes calvinistas. Inventó lo que se llama la Hoja parroquial, al poner en la camilla de todas las casas un resumen escrito de sus sermones cotidianos que la familia leía a la luz de la lumbre. Sabía bien que muchas de sus hojillas irían a parar al fuego y que la mayoría caería en manos de gente que no sabía leer; pero no se arredraba. Se dirigía a Dios y le decía con fervor: «Dios mío, bendecid mi semilla». Y observaba, en un mundo hostil impregnado de calvinismo, cómo de vez en cuando alguien, a su paso, inclinaba la cabeza.
Tiene Francisco de Sales, el que fuera obispo de Ginebra en el exilio, la talla humana de aquellos que se adelantan a su tiempo, y en esto hemos de alegrarnos los periodistas. Tenemos un santo patrono que no se ha hecho viejo, su pensamiento reflejado en sus escritos sigue aún palpitante y conserva toda su vigencia en el convulsionado mundo de nuestros días. Si quisiéramos nos podría ser de utilidad seguir sus buenos consejos, su inspiración, o incluso su devoción. Pero me temo que el gremio periodístico en su conjunto no está por la labor. Y eso le pierde. Francisco de Sales fue un hombre excepcional, y sería bueno que los periodistas supieran de sus andanzas.
Obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia, Francisco de Sales nació en 1567 en el castillo solariego de la familia de Sales, en la Alta Saboya. Realizó sus estudios en Annecy (no lejos de Ginebra, y a 110 kilómetros de Lyon, donde se halla enterrado), en París y en la Universidad de Padua. Espíritu abierto, acogió con serenidad positiva todas las novedades de su tiempo. Valgan estos ejemplos: sostuvo las tesis de Galileo, dio su cuerpo a la medicina, propuso una espiritualidad en medio del mundo, mantuvo correspondencia cordial con muchos hombres y mujeres, a los que abrió los caminos de una vida cristiana optimista y amable. Fue un sacerdote y obispo postconciliar, con todas las connotaciones que esta palabra ha adquirido en nuestro tiempo: nacido cuatro años después de la clausura del concilio de Trento (1563), se esforzó con firme dulzura en aplicar sus enseñanzas en sus visitas a las parroquias de Saboya y lograr, con sus predicaciones y sus escritos, una auténtica renovación religiosa.
Juan Pablo II lo describió muy bien cuando, en octubre de 1986, en su visita a Francia, veneró los restos del santo, y expresó:
–Entre los santos que han llevado el mensaje evangélico a sus contemporáneos de tantas maneras, Francisco forma parte de los que supieron encontrar un lenguaje adaptado. Diríamos hoy que es un hombre de comunicación. En sus cartas y en sus libros llama la atención por su estilo, en el que resplandece su experiencia espiritual, al mismo tiempo que su profundo conocimiento de los hombres. Patrono de los periodistas, ojalá les inspire en su trabajo para un conocimiento lúcido de aquéllos a los que se dirigen, con un respeto fraternal por aquéllos que comparten la verdad.
Era un hombre de carácter, como lo fue su padre, el señor de Boisy, que con cierto dejo de ironía solía decir: «¿Cómo voy a creer en una religión que tiene doce años menos que yo?», refiriéndose naturalmente al calvinismo. Pero Francisco de Sales es también el hombre de la dulzura y de la fina sensibilidad, el santo de la dulzura, del humanismo devoto y de la dirección espiritual. Descubrió la espiritualidad laical —vivir en el mundo y ser un cristiano devoto— que no se plasmaría hasta nuestros días en el concilio Vaticano II. Y en la dirección espiritual sostuvo imperiosamente la libertad de conciencia. Ved esta regla de oro de la espiritualidad salesiana: «Si os ocurre el dejar de cumplir algo de lo que os mando, no tengáis escrúpulos, porque la regla general de vuestra obediencia es ésta, escrita con letras capitales: HAY QUE HACERLO TODO POR AMOR Y NADA POR LA FUERZA». A su amigo Rolland le amonestó una vez, en el mismo sentido: «Mi querido amigo Rolland, hacemos lo que debemos como podemos; no nos debemos preocupar de lo demás». Su lema era: «Ni más ni menos». Un hombre práctico, asentado en la tierra, con sentido común.
Su oratoria estaba adornada de un fino humor y de un lenguaje sencillo y familiar. Huía de la erudición y de los gestos ampulosos. En 1604 el joven obispo de Bourg le pidió consejo de cómo había que predicar. Y Francisco de Sales le confeccionó un directorio del predicador que, como buen periodista que era, lo resumió en las preguntas claves que todo reportero se hace: qué, quién, cómo, cuándo... Y le respondió al obispo desarrollando estas preguntas: «¿Quién debe predicar? ¿para qué? ¿qué se debe predicar? ¿cómo se predica?».
Huyó de la tentación cortesana y palaciega del París del siglo XVII, cuando el rey le propuso pasar a esa diócesis. Prefirió quedarse en la suya, entregado pastoralmente a su pueblo, viviendo en una casa pequeña y sencilla, vistiendo sotana de sarga morada con un atuendo pobre pero limpio. «Me disgusta —decía, en rasgo de honradez— no ser pobre; con frecuencia he deseado serlo, y sin embargo nunca he podido conseguir este deseo ya que nunca me ha faltado de nada». Y solía decir: «El dinero es como una escalera: si la lleváis sobre los hombros, os aplasta; si la ponéis a vuestros pies, os eleva».
Fundador de las Hijas de la Visitación, las Salesas, se encontró en París con otro fundador, san Vicente de Paúl, el de las Hijas de la Caridad. Y surgió la amistad entre ambos. Ambos santos «se entendieron fácilmente sobre dos puntos fundamentales: Dios lo es todo y en el mundo hay muchos pobres». Y Vicente de Paúl pronunció de Francisco de Sales este bonito elogio: «¡Dios mío, si es tan bueno el obispo de Ginebra, cuán bueno debes ser Tú!». 
San Juan Bosco buscó las raíces de su espiritualidad en san Francisco de Sales, bajo cuya protección y nombre quiso colocar su instituto salesiano. 

miércoles, 22 de enero de 2014

¿Homilía o sermón?

Con eso de no tener iglesia, digo misa cuando puedo y las más de las veces las escucho los domingos como piadoso feligrés. Me pongo al final, bajo el coro, porque así me sirve de oteador del escenario sacro. Y puedo calibrar la piedad de la gente, la longevidad de la gente también –poca juventud– y los decibelios de los altavoces. En alguna iglesia, debería aconsejar tapones en los oídos. Pero vamos a hablar de la predicación u homilía.
Que no es infrecuente escuchar a más de un feligrés esta exclamación:
— ¡Uf, qué cura más pesado!
Sucedió —ya lo he contado— que entró un parroquiano en misa cuando ésta iba por la prédi­ca. Asomó por la puerta de atrás y preguntó al primero que se encontró:
—¿Ha acabado el sermón?
El otro le contestó con sorna:
—El sermón ya ha acabado, pero el cura sigue hablando.
O aquel predicador cuaresmal que tanto gusta a las cofradías sevillanas. Voz potente, vociferante, gesticulante… Pregunté una vez a una señora:
–¿Le ha gustado el predicador?
Y me contestó:
–No sé lo que ha dicho, ¡pero habla más bien!
¿Interesa la homilía al feligré­s? ¿La soporta más bien? ¿Está llena de palabras comunes, trilladas, estereotipadas, aleja­das de la realidad? ¿O es luz que ilumina, palabra aproximativa al vivir de cada día, clara y contunde­nte como venida de Dios?
No tengo dato estadístico que muestre una u otra cosa. Ni me importa en estos momentos. Porque, en de­finitiva, me encuentro tam­bién, por mi oficio sacerdotal, en el meollo del problema. Son pre­guntas que me tengo que hacer a mí mismo y que me hago con toda humildad:
— ¿Nos creemos lo que decimos? ¿Utilizamos un lenguaje de hoy, directo, televi­sivo, cercano, o todavía creemos hallarnos en los púlpitos del XIX, a voz pelada, porque no había micro, y soltando de vez en vez, como un latiguillo, aquello de «amadísimos hermanos»?
Es curioso, pero en la celebra­ción eucarística la homilía o predicación es el único espacio creativo que no está escrito pre­viamente en el misal o en el leccionario. (Perdón: hay curas que meten en el texto litúrgico de las misas tantas «morcillas» que me enervan). Es la parte donde el sacerdote pone más de sí; y de ahí el peligro de ponerlo todo de sí, convirtiéndola en palabra no de Dios, sino de hombre, o de no poner nada porque no se ha preparado (resultando un discur­so totalmente vacío) y porque cree que el pueblo fiel pasa, al fin y al cabo, un poco de ello.
En esto estamos equivocados los sacerdotes. Al pueblo fiel sí le interesa la predicación. Pero que sea una predi­cación seria, comprometida, se­rena, con lenguaje de hoy y sin necesidad de llegar al bostezo.
Es aquello que dicen los ame­ricanos: tener algo que decir, decirlo y dejar el púlpito una vez dicho. Con lo cual se evitan esos aterrizajes en espiral, que nunca acaban de encontrar la pista y parar motores.
El mayor peligro de las homi­lías es convertirlas en sermones, en el sentido peyorativo de este término. Es decir, en no acabar nunca y en el uso inmoderado del lenguaje poético.
Es, por otra parte, el momen­to casi exclusivo de catequesis de adultos. Esos ocho o diez minu­tos de predicación dominical –no hacen falta más minutos–, son los únicos con los que cuenta la inmensa mayoría de los fieles para su formación espiritual. Y no deberían desaprovecharse en palabrerías fatuas, en moralismos caducos o en tribuna política de uno u otro signo.
Ha habido un cura en Sevilla que convertía sus homilías dominicales en mítines políticos. Citaba continuamente la prensa y el telediario en vez del Evangelio. Naturalmente, su misa se llenaba todos los domingos de ultras de la ciudad. ¡Lástima que a su muerte se hayan quedado huérfanos sin referente dominical! Y el dichoso cura bien hubiera podido terminar sus sermones con aquel dicho popular de Tip y Coll: «¡Y el próximo domingo hablaremos del Gobierno!».
La imagen de Jesús está a la espera en todas nuestras predicaciones y es a Él a quien tenemos que presentar continuamente, como hizo Juan Bautista, quien, con humildad manifiesta, repetía una y otra vez a sus discípulos:
— No, no soy yo el Mesías esperado. Por ahí va el Cordero de Dios. Seguidle.
Es fácil pronunciar palabras bellas desde un púlpito; pero no es tan fácil decir palabras since­ras, comprometidas, claras, que lleguen a todos los fieles y que sean clarificadoras de la luz de Dios.
El que obra así, honestamen­te, no ha de preocuparse de ser un buen orador. Tampoco es necesario. Es fundamental que sea un hombre de fe. Que ya vendrá Dios y sabrá decir por su boca aquello que mejor conviene al pueblo fiel. 

jueves, 16 de enero de 2014

Tonterías totalitarias

Las tonterías las hacen los tontos. Y las tonterías totalitarias supongo que las hacen los tontos totalitarios. Hoy pretendo que este “sermón” sea un divertimento. Ante tantas crisis, confrontaciones, discrepancias, conflictos, disputas, diferencias y contrastes en la vida nacional, desde mi observatorio de jubilado prefiero tomar la vida con calma, que el corazón lo tengo chungo y se puede descontrolar.
Hablemos, pues, de tonterías. Y para que nadie se ofenda, buscaré un personaje fuera del ámbito nacional y del tiempo actual. Por ejemplo, Mussolini, a quien estudio, junto con Hitler, por eso de ser contrapunto de la figura de Pío XII, que ahora me interesa investigar.
Confesó el Duce, que con este nombre se le exaltaba, a su yerno Ciano, ministro de Asuntos Exteriores:
–Sobre mi tumba quiero este epígrafe: aquí yace uno de los animales más inteligentes que vivieron en este mundo.
Por de pronto ya sabemos que era bastante animal, no soy yo quien lo insulta. Como también confiesa su yerno por ese tiempo de 1937 en su Diario los proféticos pensamientos de su suegro:
El Duce tuvo un arrebato de ira contra los Estados Unidos, país de negros y judíos, elemento perjudicial para la civilización. Quiere escribir un libro: “Europa en el año 2000”. Los pueblos que gozarán del predominio serán el italiano, el alemán, el ruso y el japonés. Los demás pueblos serán aniquilados por el ácido de la corrupción judaica. Hasta se niegan a tener hijos porque cuesta cierto dolor. No saben que el dolor es el único elemento creativo en la vida de los pueblos. Y también en la de los hombres.
Era pequeño de estatura y afirmaba su personalidad inflando sus pulmones y echando el pecho hacia atrás. Talmente como cierto obispo con el que me topé hace algún tiempo, cuando yo era consiliario general scout y me veía con ellos por razón de mi cargo. Con el tal, todavía en activo, tuve algún que otro encuentro, por no llamarlo encontronazo. Pequeño de estatura, caminaba por los largos corredores de su obispado, las manos en los bolsillos y sacando pecho, como insuflándose en los pulmones aires de suficiencia. Pero esto es un inciso.
Los caricaturistas no dejaron de escapar ningún aspecto de la fisonomía de Mussolini. Lo representaban, siempre negativamente, como un oso, un gorila, un púgil, un globo… y resaltaban especialmente la mandíbula de su rostro. Un célebre caricaturista, trazando su perfil en una viñeta, puso al pie:
–Esta mandíbula es la garantía de Italia.
¿Queréis creer que al ver esta viñeta se me vino a la mente la figura de un político “español” contemporáneo? Pongo español entre comillas, porque presumiblemente el tal señor se puede ofender bajo este adjetivo calificativo. Esto es también otro inciso.
En 1938, Mussolini, el Duce, llegó al máximo de su gloria. Fue el año en que recibió a Hitler y quiso mostrar al dictador alemán las bellezas del arte romano.
Llevado del trastorno narcisista de la personalidad que padecía, regaló a Hitler el Discóbolo de Mirón, una de las obras maestras del arte griego. Menos mal, que pasada la segunda guerra mundial, Italia lo pudo recuperar.
Un diario de Turín publicó en cierta ocasión la siguiente pregunta:
–¿Quién es Benito Mussolini?
Y los lectores se lanzaron a enviar respuestas y el director a publicarlas sin tener en cuenta su contenido positivo o negativo. Mussolini se irritó y envió el siguiente telegrama al prefecto de la ciudad:
–Diga al director de ese diario y le ruega que clausure el referéndum con esta autodefinición: “Puesto que el honorable Mussolini declara que no sabe exactamente quién es él, difícilmente lo podrán saber otros”. Hecha esta declaración, y publicada, suspenda el referéndum, que podrá ser tomado, en todo caso, tras cincuenta años.
El 1 de febrero de 1938, en una ceremonia militar en el Coliseo romano, fue presentado oficialmente el “paso romano”, imitación del “paso de la oca” nazi. Y una circular dirigida a todas las organizaciones del partido fascista ordenaba el uso del “tú” y la prohibición del “usted” en la lengua hablada y escrita. Otra circular posterior, prohibía “estrechar la mano”, sustituida por el saludo romano del brazo extendido al estilo igualmente nazi. Y lo que es más chusco: la orden de que todos los secretarios federales y miembros del Directorio nacional fueran llamados para realizar tres pruebas deportivas: salto, equitación y natación. Y hete aquí que el 30 de junio de 1938, en presencia del Duce, se iniciaron las pruebas deportivas de los jerarcas fascistas. El secretario general Starace –tipo que bombardearía el Vaticano en 1943– supo dar una demostración de salto a través de un círculo de fuego.
Días más tarde, 5 de julio, se prohíbe a la prensa italiana publicar entrevistas, novelas y relatos “que no estén redactados en el estilo fascista”.
Y la locura vino, cuando el 14 de julio, un grupo de historiadores, al servicio del Duce, publicaron en la prensa un Decálogo con los principios raciales del fascismo. (Otro inciso: ¿Os suena eso de un congreso de historiadores al servicio de la causa?)
Y comenzó la persecución de los judíos.
Tonterías totalitarias que llevarían a Italia a entrar en 1940 en la segunda guerra mundial para recibir tortas por todos los lados. Pero hay un dicho italiano que dice:
–El italiano está hecho para el amor, no para la guerra.
Y este otro:
–Quien huye de una guerra sirve para la próxima.

Los que hayan estudiado la guerra civil española saben de la justeza de este último dicho.

martes, 14 de enero de 2014

Dichos de la cultura religiosa popular

Hablamos de la Biblia sin darnos cuenta. No sé si el mundo bíblico se está alejando de nuestra cultura. Sin embargo, es curioso percibir cuántos rastros bíblicos hay en nuestro lenguaje cotidiano sin darnos cuenta. Hablamos de alguien que «anda hecho un Adán» cuando va desastrado; llamamos «un paraíso» a un bello jardín; de un niño trasto decimos que «es un Caín». El marido presenta a su esposa diciendo que es «su costilla», y el político que se cree imprescindible afirma que «después de él, el diluvio». El novio dice a su prometida que «contigo pan y cebolla». Y al más pequeño de la casa le llamamos «benjamín»… Además de la Biblia, hay otros muchos dichos salidos de la cultura religiosa popular. E incluso del latín, raíz de nuestra lengua. Por ejemplo: Ex cátedra, Ex opere operato, In articulo mortis, Sancta sanctorum, Sic transit gloria mundi, Sursum corda, Urbi et orbi...
Tengo una larga lista de locuciones bíblicas y de contenido popular religioso que usamos con cierta frecuencia sin sentir que provienen de una añeja cultura de nuestro pueblo impreso en nuestra lengua, que no sé si está a punto de perderse. Os lanzo algunas y tratad de recordar su significado. Este era un ejercicio que ponía a mis alumnos de Religión, y os puedo decir que esos chicos de la Logse resultaban más bien ignorantes.
¡Adelante con los faroles! ¡Santiago, y cierra, España! ¿Quién te ha dado vela en este entierro? A cada cerdo le llegar su sanmartín. Adiós. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. A Dios rogando y con el mazo dando. A la buena de Dios. A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga. Abogado del diablo. Acabar como el rosario de la aurora. Adorar el becerro de oro. Al que madruga, Dios le ayuda. Alzarse con el santo y la limosna. Año sabático. Aparecérsele a alguien la Virgen. Aquello era Babel. Aquí paz, y después gloria. Armarse la de Dios es Cristo. Astuto como una serpiente. Cada uno es como Dios le ha hecho. Clamar al cielo. Clérigo de misa y olla. Colgar los hábitos. Colgar un sambenito. Comerse los santos. Como caído del cielo. Como Dios manda. Como la burra de Balaam. Compuesta y sin novio. Comulgar con ruedas de molino. Con este signo vencerás. Con la Iglesia hemos topado. Correr como alma que lleva el diablo. Costar Dios y ayuda. Cuando llueve y hace sol, sale el arco del Señor. Dar el beso de Judas. Dar la campanada. De menos nos hizo Dios. De Pascuas a Ramos. De todo hay en la viña del Señor. Decir «¡Jesús!» al que estornuda. Dejado de la mano de Dios. Desnudar un santo para vestir a otro. Discusión bizantina. Discutir sobre el sexo de los ángeles. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Donde Cristo dio las tres voces. Echar margaritas a los puercos. Efectuar la travesía del desierto. El becerro de oro. El hábito no hace al monje. El hijo pródigo. El hombre propone y Dios dispone. El tiempo de las vacas flacas. En menos que canta un gallo. En menos que se reza un Credo. En un santiamén. Eso va a misa. Esperar el santo advenimiento. Estar a dos velas. Estar como unas Pascuas. Estar en capilla. Estar en el limbo. Estar en el séptimo cielo. Estar en la gloria. Estar en misa y repicando. Estar hecho un Adán. Estar hecho un eccehomo. Estar hecho un Judas. Hablar en cristiano. Hacer diabluras. Hacerle a uno la pascua. Hasta que san Juan baje el dedo. Ir de Herodes a Pilatos. Írsele a uno el santo al cielo. Juicio salomónico. Jurar en hebreo (o en arameo). La Biblia en verso. La costilla de Adán. La fe del carbonero. La fe, sin ojos ve. La tierra de María Santísima. Las calderas de Pedro Botero. Lavarse las manos como Pilatos. Le vino Dios a ver. Llegar y besar el santo. Llorar como una Magdalena. Lo escrito, escrito está. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Más alegre que unas Pascuas. Más bonito que un san Luis. Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja... Más malo que Caín. Más viejo que Matusalén. Meterse a redentor. Meterse por el ojo de una aguja. Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Nadie es profeta en su tierra. No necesitan de médico los sanos. No saber de la misa la media. No se puede servir a dos señores. No ser santo de la devoción de alguien. No sólo de pan vive el hombre. No tener oficio ni beneficio. Ojo por ojo, diente por diente. Para más inri. París bien vale una misa. Pasar las de Caín. Poner el dedo en la llaga. Poner las manos en el fuego. Predicar en el desierto. Quedarse para vestir santos. Revolver Roma con Santiago. Rollo macabeo. Santa Rita, rita, rita, lo que se da no se quita. Ser crucificado. Ser el benjamín. Ser el pan nuestro de cada día. Ser mano de santo. Ser un fariseo, tener una conducta farisaica. Ser un meapilas. Ser un pobre diablo. Ser un viva la Virgen. Si Dios quiere. Si sale con barbas, san Antón, y si no, la Purísima Concepción. Sin encomendarse a Dios ni al diablo. Sonar a música celestial. Tener bula. Tener el aire de san Vito. Tener el santo de cara (de espaldas). Tener la fe del carbonero. Tener más paciencia que el santo Job. Todos somos hijos de Adán y Eva, y tenemos lo malo de él y de ella. Todos somos hijos de Adán, sino que nos queremos diferenciar. Torre de Babel. Traer por la calle de la Amargura. Trampa saducea. Venderse por un plato de lentejas. Venir Dios a ver. Ver el cielo abierto. Ver la paja en el ojo ajeno. Volver al redil. Voz que clama en el desierto… Etcétera.

domingo, 12 de enero de 2014

Deporte nacional

No es el fútbol, no, el deporte nacional cuando a España le entra la “depre” por cualquier causa. El deporte nacional es quemar iglesias y matar curas, frailes y monjas. El 5 de enero, apareció la iglesia de Santa Marina, en Sevilla, con un fuego prendido de madrugada en su puerta principal. Introdujeron papeles y cartones encendidos por debajo de la puerta que prendió en una estera que se hallaba detrás de ella. Por suerte, la cosa no ha ido a mayores por la premura de los bomberos. El interior del templo se ha llenado de humo y el hollín ha impregnado las paredes e imágenes. Pero, no hay que lamentar otros daños como ocurriera a esta misma iglesia el 18 de julio de 1936, cuando fue incendiada junto a otras muchas iglesias de Sevilla esa noche. Edificio mudéjar, mezquita en tiempo moro, fue restaurado tras la quema del 36 y en él se halla ubicada la Hermandad de la Resurrección.
Es una iglesia un tanto desgraciada. Ya sufrió un incendio en el siglo XIX, en 1864, que consumió interesantísimas obras de arte. En el incendio del 18 de julio del 36, se perdieron sus cubiertas y el interesante retablo mayor procedente del convento del Carmen, obra de Francisco Barahona. También desapareció la capilla del Sagrario con su rico retablo y la Inmaculada, obra de Duque Cornejo. Otros retablos de traza montañesina procedentes del convento de las Dueñas, y el devoto busto de Nuestro Padre Jesús de las Virtudes, de honda veneración en el barrio. Se salvó del incendio el altar e imagen de la Divina Pastora, obra de Bernardo Ruiz Gijón, primera bajo este título que recibió veneración en el mundo. También se salvó la capilla de la Piedad y el interesante grupo de sus titulares que hoy reciben culto en el convento de Nuestra Señora de la Paz.
La afición por este “deporte” no es privativo de Sevilla, es nacional. Sin adentrarnos muy lejos en la Historia, el 17 de julio de 1834 se desencadenó en Madrid un motín anticlerical que se saldó con 73 frailes asesinados, 11 heridos, y no pocos conventos asaltados y quemados. Madrid sufría una epidemia de cólera y corrió la voz de que los frailes habían envenenado las aguas.
Un año después, en Barcelona, 25 de julio, día de Sant Jaume, se celebraba una corrida de toros que resultó desastrosa. Al final de la corrida, y a la voz “¡A por los frailes!”, aquello se convirtió en un aquelarre de quema de conventos y frailes huyendo por las tapias. Uno de los escapados, carmelita, fue el que con los años llegaría a ser arzobispo de Sevilla, el cardenal Joaquín Lluch y Garriga.
Si pasamos al siglo XX, está la Semana Trágica de Barcelona, del 26 de julio al 2 de agosto de 1909. Lo que fue un conflicto social, con mítines, manifestaciones y huelgas, provocado por la llamada a filas de los reservistas para engrosar el ejército de África, que se vio atacado por cábilas rebeldes del Rif, pronto se convirtió, como pasa siempre, en un conflicto anticlerical. Fueron asaltados los arsenales y quemados 27 colegios de religiosos, todos ellos dedicados a clases obreras salvo dos, 3 escuelas parroquiales de obreros, 14 iglesias, 6 conventos de monjas, 2 centros de patronatos de obreros, 6 residencias de órdenes religiosas masculinas y 9 conventos de órdenes religiosas dedicadas a la beneficencia. Fueron profanados, además, numerosos sepulcros de conventos y los cadáveres expuestos al público. ¡Una locura!
Pasemos a mayo de 1931, recién estrenada la II República. Quema de conventos en Madrid, Valencia, Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un libro para contar tales horrores. Un detalle tan solo: Fue incendiada la Casa de Escritores de los jesuitas en Madrid. Allí tenía su celda el gran historiador padre Villada, con miles y miles de fichas de sus investigaciones que darían fruto a su “Historia Eclesiástica de España”, de la que había ya publicado cinco tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
En 1933 –me permitiréis un inciso particular – tuvo lugar la quema de la iglesia de mi pueblo: Santa Olalla del Cala (Huelva). Tan poca importancia le dio la prensa sevillana, que ni siquiera mencionó tal detalle. Lo triste del caso es que el Arzobispado de Sevilla –al que entonces pertenecía mi pueblo– ni siquiera dejó reflejado ese vandálico hecho en el Boletín Oficial de la Diócesis. Pero la iglesia perdió sus imágenes veneradas y algunas de gran factura artística, como me contó mi padre. El alcalde socialista de entonces, por nombre Antoñete, bien sabía de la autoría de tal fechoría, que achacaron a un pobre hombre de campo que tenía las cejas chamuscadas de hacer carbón en el campo. Estuvo nueve meses en la cárcel y al final el juez lo soltó por falta de pruebas. Pagó las consecuencias de la cobardía de una alcaldía que no sabía cómo sacar a aquel pobre hombre de la cárcel sin señalarse a sí misma.
1934, la sublevación de Asturias y la quema fundamentalmente de la catedral de Oviedo, la “Sancta Ovetensis”, con su famosa torre donde don Fermín de Pas, el magistral, catalejo en mano, fisgoneaba desde la altura. Aunque este no es sino ese inquietante personaje nacido de la imaginación de Leopoldo Alas Clarín en su famosa novela La Regenta.
Y 1936. ¡Para qué contar lo que la guerra del 36 supuso de destrucción de templos y matanzas de frailes, curas y monjas! Las víctimas eclesiásticas de la persecución religiosa desde el 18 de julio hasta el final de la guerra civil se aproximan a las 7.000 en toda España. Y a los eclesiásticos hay que unir otra cifra similar de militantes católicos que fueron asesinados por el hecho de ser cristianos.
En fin, deporte nacional en épocas de destempladas crisis. ¡Una pena!

sábado, 11 de enero de 2014

Me acuso, Padre...

Voy a hacer una confesión. La necesito.
–Me acuso, Padre… que soy un facha, un troglodita, un ultra y no sé cuántos calificativos más de tantos como dicen en la tele que somos los que creemos en la vida desde el origen hasta la muerte. Es a saber, que estoy contra el aborto… Me acuso también, Padre, de que he dicho que el ministro del Interior es un meapilas y otras palabras más gruesas que espero no repetirlas aquí, por el caso Bolinaga, por la salida de presos, por el espectáculo del matadero de Durango… y es que también yo soy víctima del terrorismo. En 1991 asesinaron alevosamente a un primo hermano mío, sin que aún, a pesar de los años, se haya sabido de los asesinos que pusieron la bomba debajo de su coche, en el barrio de Carabanchel de Madrid, siendo él un simple capitán patatero del ejército, dejando esa canalla a una joven viuda con cinco hijos pequeños…
Pero tal vez lo que yo necesite sea un psicoanálisis y deba pedir ayuda a mi buen amigo psiquiatra, Jaime Rodríguez Sacristán.
Porque cuando era joven me tenían por comunista y ahora, a mis años, he sufrido una radical metamorfosis hasta hacerme un ultra de la derecha.
Cuando salí de cura, confieso, bajo el régimen de Franco, me mandaron de coadjutor a un pueblo. Dormía en la torre de la iglesia, en una pequeña habitación que había sido emisora de radio, y comía en la pensión con maestros y maestras solteras. Una de ellas estaba encariñada con un maestro malagueño. Era hija de un capitán de la Guardia Civil, que venía mensualmente a inspeccionar el cuartel del pueblo, que se hallaba frente a la pensión. El teniente comía con su hija y con nosotros y ese día la conversación se moderaba, porque aquello era una tribuna alborotada de gente joven que discutía de lo divino y de lo humano.
El capitán de la Guardia Civil le dijo a su hija que tuviera cuidado con el curita joven, porque lo tenían fichado por comunista. La hija se lo dijo al novio y el novio me lo chivó a mí. Yo noté que todos los domingos, en la misa de 8 de la mañana, en el convento de las Hermanas de la Cruz, no solo estaban las religiosas y unas cuantas mujeres del barrio, sino también un guardia civil que se quedaba al fondo de la capilla. Espero que mis sermones le hubieran servido de algo.
Pero hubo más. Días antes de la Semana Santa aparecieron unas pintadas en las afueras del pueblo contra el régimen. En el casino del pueblo corrió la voz de que había sido el cura joven con unos estudiantes. Me enteré al mediodía, en la comida en la pensión. Y les dije a los amigos maestros:
–Vamos a ver la obra de arte que pinté anoche, que la luna no era clara y no se veía bien.
Pero al llegar y ver las faltas de ortografía en letras gruesas de brea de tractor o de qué sé yo, les dije:
–¡Imposible! Esto no es mío.
Pero el alcalde, y aquí entramos en lo que podría ser una historieta más de Don Camilo y Peppone, de Guareschi, me puso al jefe de los municipales a seguirme y espiarme si se me ocurría salir de noche.
Ya en Sevilla, y después de mi paso por Roma, decía misa en la parroquia en San Pedro. Trabajaba en el Correo de Andalucía de Javierre, y por supuesto teníamos los teléfonos pinchados. ¡Bueno era Juan Creix, jefe superior de policía, un sujeto que había pasado por Barcelona y el País Vasco, con fama de torturador! Era domingo tarde. Decía yo la misa de 7. Recuerdo que la iglesia estaba llena. Cuando acabé el sermón y antes de que iniciara el Credo, surgió una voz de un lateral gritando:
–¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Miré hacia aquel lugar pero no distinguí quién había sido. Le gente, con más miedo que vergüenza, ni se movió. Pensé en contestarle, pero me contuve. No quería dar chance a ese tipo enviado ya se sabe por quién. Cuando llegó el momento de la paz, dije:
–La paz del Señor sea siempre con vosotros.
Y otro grito de nuevo:
–¡Sí, la paz que nos da Franco!
Esta vez sí que lo cacé y le invité a salir. Pero el tipo no se movía. Y no había nadie con reaños para decirle que se fuera.
Llamé al sacristán y le dije:
–¿Ve usted a aquel señor? Acompáñale a la calle.
Y el sujeto, sin oponer resistencia, a los ruegos del sacristán, dejó el templo. Después le pregunté al sacristán si estaba borracho. Y me dijo que no.
Mantuve la misa parada durante unos tres minutos. El tiempo que duró su grito y su salida de la iglesia.
Al reanudar la misa, solo dije:
–¡Aquí quien da la paz es Jesucristo!
Y más cosas. Campamentos scouts con dificultades, salvadas en Sevilla por el carácter del cardenal Bueno Monreal. O la Asamblea nacional del Movimiento Scout Católico (MSC), de la que yo era consiliario general, que se celebró en 1970 en el Cerro de los Sagrados Corazones, donde se presentaron dos policías pidiéndome toda la documentación y papeles de los asuntos tratados.
Aquellas cosas de antaño las veía divertidas. Las de ahora, en cambio, las siento con asco.
En fin, que a mi edad, vivo en total confusión. Necesito del confesor o del psiquiatra que me diga: ¿Qué soy yo? ¿De izquierdas? ¿De derechas?
Tendré que decir con el papa Francisco: Ni lo uno  ni lo otro, soy de Jesucristo.

viernes, 10 de enero de 2014

La mujer en la Iglesia

En la reciente entrevista del papa Francisco con Scalfari, fundador del periódico «La Repubblica», éste pidió al papa un próximo encuentro y el pontífice le contestó positivamente. Le adelantó el tema y le anunció que hablarían del papel de la mujer en la Iglesia. Y añadió el papa Francisco: «Iglesia es femenino».
El 12 de octubre, fiesta del Pilar en España, el papa ha vuelto a resaltar el papel de la mujer en la Iglesia al recibir en la Sala Clementina a los participantes del seminario de estudio promovido por el Pontificio Consejo de los Laicos, con ocasión de 25 aniversario de la Mulieris dignitatem de Juan Pablo II, donde reiteró varias veces la idea de que «la Iglesia es mujer y madre».
Entre otras cosas vino a recalcar una profunda queja:
–Sufro, y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio en la Iglesia.
Esta necesidad de un estudio en profundidad sobre el papel de la mujer en la Iglesia viene ya del Vaticano II. En aquel magno encuentro, no pudo entrar una mujer hasta la Tercera Sesión Conciliar. El 25 de septiembre de 1964, entró en el aula conciliar como oyente la francesa Marie-Louise Monnet, fundadora de la Juventud Independiente Católica Femenina y de la Acción Católica Independiente en Francia y hermana de Jean Monnet, uno de los padres fundadores de Europa. Seguidamente serían llamadas otras mujeres, en total, veintitrés: diez religiosas y trece laicas, según criterio de internacionalidad y representación, entre ellas, la española Pilar Bellosillo.
Durante la Segunda Sesión, el belga cardenal Suenens, hablando el 22 de octubre de 1963 de la Iglesia y de los dones del Espíritu Santo que recaen sobre todos los miembros, propuso invitar también a mujeres oyentes, diciendo con ironía:
–Me parece que las mujeres forman el 50% de la humanidad.
Y observó, con la misma ironía, que se había superado el millón de religiosas.
Dos días más tarde, 24 de octubre, Georges Hakim de Galilea, arzobispo melquita, atrajo la atención de los conciliares sobre el hecho de que en el esquema sobre la Iglesia no se hacía mención de las mujeres.
Pero no fue sino al año siguiente, en la Tercera Sesión, cuando Pablo VI anunció el 8 de septiembre de 1964 «la participación de algunas mujeres cualificadas y devotas en las sesiones del Concilio».
No creáis que esto fue acogido con aplauso unánime. Hubo de todo, como en la viña del Señor. Fue Luciani, arzobispo de Venecia, posteriormente Juan Pablo I, quien expresó en el diario «Avvenire» su complacencia, pidiendo que no se redujese su presencia a un mero símbolo. Otros muchos conciliares se expresaron de igual forma.
Las colocaron en un lugar reservado a ellas y los padres conciliares las saludaban en sus intervenciones con cortesía latina: carissimae sorores, sorores admirandae o pulcherrimae auditrices. Pero en los descansos, los padres conciliares se agolpaban en el bar para tomar un café o un refresco, salvo ellas, que tenían a su disposición un pequeño bar separado, lo que resultaba una situación bastante ridícula.
Pero dejemos el Concilio que me distrae de otras reflexiones y no deseo que esta carta sea más extensa que las otras.
Quiero resaltar la queja del papa Francisco. La repito aquí:
–Sufro, y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio en la Iglesia.
¿A qué se refiere el Papa?
Quiero adivinar su pensamiento. No me cabe duda de que se refiere a ciertos movimientos eclesiales –llámense institutos seculares o como se quiera llamar–, nacidos al albur del siglo XX, donde la mujer es llamada prácticamente a una función de servicio social. Más concretamente, de criadas de los hombres.
Hay toda una literatura al respecto. Tengo en mi biblioteca libros en italiano y en español de mujeres que se han podido liberar de ese yugo y que gritan por la herida. Y he conocido casos sangrantes en concreto a lo largo de mi vida sacerdotal. No solo el empeño de mantenerlas en situación inferior respeto al elemento masculino, sino asfixiadas en su vida espiritual cuando la Iglesia ha proclamado siempre la libertad de conciencia.
Hay un caso chusco que cuento porque sois un grupo selecto. Un fundador que prohibía a sus hijas montar en bicicleta. ¿Sabéis por qué? Porque, en su ignorancia, creía que la mujer podía perder su virginidad.
Francisco de Asís quiso para Clara de Asís y las clarisas la misma situación de los hombres. Ellos ya no eran monjes, sino frailes, vivían en las urbes y salían a la plaza pública a llevar el evangelio. Pero la Iglesia del siglo XIII no lo consintió en las mujeres y las metió en clausura.
Teresa de Jesús, en el XVI, fue fundadora primero de mujeres y después de hombres. Una mujer brava que no se dejó intimidar ante el machismo reinante.
Edith Stein, personaje al que acabo de biografiar, luchó en la Alemania de principios del siglo XX por la presencia de la mujer en la Universidad. Presentó una tesis doctoral con la máxima calificación cuando la mujer era un raro espécimen en las aulas universitarias alemanas. Y luchó en vano por una cátedra, que le fue denegada por mujer y por judía. Una vez convertida, en sus escritos cuestiona incluso el hecho del acceso de la mujer al sacerdocio. Y ello en los años 30 del siglo pasado. Hoy es santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Y todavía en el siglo XXI tenemos que oír a un papa valiente decir eso de que sufre al ver casos de servidumbre de la mujer en la Iglesia. Podría haber proferido también la exclamación que le salió del alma cuando supo la tragedia de Lampedusa:
–Questo è una vergogna!
Pues lo mismo: ¡Esto es una vergüenza!

No tener miedo a la ternura

El papa Francisco ha vuelto a repetir una frase que parece ser habitual en él y que ya comenté en uno de mis sermones anteriores: “No tener miedo a la ternura”. Lo ha repetido en una entrevista que ha concedido a Andrea Tornielli, vaticanólogo y periodista de La Stampa, aparecida hace unos días, donde responde con su espontaneidad habitual a las preguntas del reportero: La Navidad, el hambre en el mundo, el sufrimiento de los niños, la reforma de la Curia, mujeres cardenales, el IOR y el próximo viaje a Tierra Santa.
La Navidad, dice el Papa, “nos habla de ternura y de esperanza”. Por eso, añade, “cuando los cristianos se olvidan de la esperanza y de la ternura se convierten en una Iglesia fría”. Matiza que él “tiene miedo cuando los cristianos pierden la esperanza y la capacidad de abrazar y acariciar”. Afirma que en su vida de sacerdote siempre ha buscado “transmitir esta ternura, especialmente a los niños y a los ancianos”. Y nos impulsa a estas dos cosas cuando nos dice:
–Tened esperanza. No tengáis miedo de la ternura.
El papa Francisco pasará su primera Navidad en el Vaticano y nos deja el mensaje de que la Navidad es esperanza y ternura.
La ternura es una palabra hermosa. Gabriela Mistral (1889-1957), poetisa chilena, premio Nobel de Literatura, tiene un bello libro de poesías escrito en 1924 y titulado: “Ternura”. Y mi buen amigo Jaime Rodríguez Sacristán, psiquiatra, catedrático de la Universidad de Sevilla, ha escrito un libro que merece ser leído. “Elogio de la ternura”. Y este subtítulo: “Sobre la necesidad de la ternura en un mundo de desamor”.
Para Rodríguez Sacristán la ternura es “una necesidad profunda sentida por todas las personas en todas las edades y una de las experiencias vitales más llenas de emoción y esperanza”. Lo contrario de la ternura es el desamor. Conocer el camino que lleva de la ternura al desamor es uno de los objetivos de su libro: “identificar lo que ocurre, las causas, las reacciones en cada historia personal de desencuentro”.
¿Y cómo definir la ternura?
–Ninguna palabra puede expresar por sí sola –dice Rodríguez Sacristán– qué es la ternura. Para poder entenderla tendremos que recurrir a las palabras de la ternura, un conjunto de vocablos que reunidos forman el universo de la ternura, una constelación con muchas estrellas vivas y activas que viene de muy lejos o de más cerca, que unidas entre sí por lazos invisibles forman un todo, un conjunto que va a tener un valor decisivo en el devenir de la persona.
Y señala una serie de vocablos que conforman la constelación de la ternura.
–Las palabras más cercanas a la ternura son: cariño, caricia, simpatía, acercamiento, sonrisa, dulzura, acogimiento, calor, generosidad, protección, seguridad, confianza, consuelo, inocencia, agrado, suavidad, limpieza y el cuido atento a otras personas.
Rodríguez Sacristán se pregunta después por qué la ternura es tan frágil y vulnerable en el tejido de querer y ser querido.
–Si nos atenemos a la experiencia diaria, la respuesta es contundente: el desamor es la regla y lo esperable; no en todos los seres humanos pero sí en una preocupante proporción. Cuesta creer este hecho, pero los datos, la tradición, la sabiduría popular y la experiencia lo confirman. Cuesta creer que los seres humanos sean tan mudables en los sentimientos y que se lleven tan pronto a la incomunicación, a la agresividad, a los conflictos innecesarios, a las discusiones absurdas, a la torpeza de egoísmos tan simples, al descontrol de las palabras y de los hechos, y a la facilidad para convertir en naufragio lo que empezó siendo bello y tierno paseo al atardecer o un encuentro esperanzador.
Sacristán termina su libro con un interrogante: ¿Cuál es el futuro de la ternura y el desamor? En verdad, no parece muy optimista que en los próximos años la ternura prevalezca sobre el desamor. Y termina con una frase de san Juan de la Cruz, que pronunció meses antes de morir. Trata de consolar a sus monjas de Segovia, molestas con los prelados. El Santo responde en una carta a María de la Encarnación:
—Piense que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor, ponga amor y sacará amor.
Pues que así sea.
Con estos deseos de quien no siempre cumple lo que escribe recibid mi FELICITACIÓN NAVIDEÑA. El corazón se esponja en estos días. Lo difícil es que la TERNURA de la Navidad se prolongue por los días continuos y anodinos de todo un año.