domingo, 26 de enero de 2014

Historia de un viejo cochero

Es de una novela del escritor ruso Antón Chejov titulada Angustia. El viejo cochero Jona Potapov es viudo y ha perdido recientemente a su hijo único. En su viejo coche de caballos, mientras discurre lenta la caída de la nieve sobre la calle, aguarda pacientemente la llegada de un viajero. Mientras, se pregunta:
–¿Será verdad que entre las miles de personas de esta ciudad haya alguna que me escuche?
Se acerca un militar, que desea que le lleve a un punto concreto de la ciudad. Jona comienza a hablarle:
–¿Sabe? Se me ha muerto mi hijo esta semana...
El militar no le contesta; cuando llega al final de su trayecto, paga y se va sin decir palabra.
Tres jóvenes toman ahora su vehículo.
–Sabed –les dice Jona– que mi hijo ha muerto esta semana.
–¡Todos morimos! ¡Paciencia!– sentencian ellos.
La angustia le llega a Jona a los ojos y comienzan a salirle las lágrimas.
Se monta otro viajero. Jona le dice lo mismo:
–¿Sabes? Esta semana he perdido a mi único hijo.
–¡Ah, sí!– le responde distraído. Después, se arrellana y se dispone a dormitar durante el trayecto.
Las lágrimas se han convertido en torrente por las mejillas de Jona.
Vuelto a casa, no puede dormir. La pena le oprime el corazón. Entonces se levanta de la cama, enciende una vela, se acerca a la cuadra y se abraza al cuello del caballo. Y comienza a hablarle:
–Era guapo, bueno, fuerte, paciente... Y, de improviso, se me ha ido. No lo veré jamás...
El caballo escuchaba pacientemente el largo soliloquio de su amo.

*  *  *

¡Hay tanta soledad en el mundo!
Lo mismo que he citado esta obra de Chejov, podría haber ofrecido referencias de la obra del filósofo Jean-Paul Sartre: Solos en medio de la masa. O la del poeta Baudelaire: Multitud, soledad. O la del novelista Albert Camus: Extranjero en la propia tierra.
Pero prefiero traer una cita más de aquel bendito y sufrido papa llamado Pablo VI. En su encíclica Octogessima Adveniens (1971) declaraba, a propósito de las megápolis que albergan en su seno al neo-proletariado anónimo:
–El hombre experimenta una nueva soledad, no ante una naturaleza hostil, para dominar la cual se requieren siglos, sino ante la masa anónima que lo circunda y en medio de la cual se siente como extranjero.
Está la soledad del divo (Julio Iglesias lanzó hace años al mercado un disco con este significativo título: Un hombre solo); o la soledad del monje, que la acoge voluntariamente para llegar a las cercanías de Dios (hay quien ha escrito que habría que darle a todo hombre un trozo de desierto para encontrar la verdad en su soledad) y tantas otras soledades.
Pero hay unas soledades tremendas. La del enfermo, la del triste, la del desgraciado; la de nuestro cochero, por ejemplo... Habría que hacer como Giacomo Maffei, aquel alumno de Don Bosco muerto en 1935 a los veintiún años de edad y que ante el fascismo que imperaba en Italia gritaba:
–Seré de los jóvenes fuertes y generosos que no se avergüenzan de proclamar: ¡Somos cristianos católicos!
Todos los domingos por la tarde, Giacomo Maffei se dedicaba a visitar a los que él llamaba «mis pobres». Decía:
–Voy a restituir a Jesús la visita que esta mañana me ha hecho en la comunión.
Y el enfermo, el solitario, el triste le recibían con aire de consuelo sonriente, porque alguien les había visitado y puesto oído atento a sus angustias.

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