lunes, 23 de diciembre de 2019

Maese Pérez el Organista

«En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento».
Gustavo Adolfo Bécquer refiere una de las más hermosas leyendas sevillanas que adornan la historia de nuestra ciudad. Fue publicada por primera vez en el periódico madrileño El Contemporáneo los días 17 y 19 de diciembre de 1861.
«Como era natural –prosigue Bécquer–, después de oírla aguardé impaciente a que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
–¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
–¡Toma –me contestó la vieja–, en que ése no es el suyo!
–¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
–Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
–¿Y el alma del organista?
–No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.»


 En una cosa no tiene razón Bécquer, si de la pura ficción pasamos a la historia. El actual órgano de Santa Inés, que data del primer tercio del siglo XVIII, dado como dote de entrada en el convento por una religiosa del mismo, no es nada «vulgar», sino un bellísimo órgano de prodigioso sonido, aunque no lo haya tocado la mano angelical de Maese Pérez el Organista.
Este órgano se suele mostrar al público como el órgano de Maese Pérez. Pero el mismo Bécquer lo desmiente. El que tocó Maese Pérez «se cayó a pedazos de puro viejo». Y así debió ser si pasamos de nuevo de la ficción a la realidad. La leyenda que refiere Bécquer hay que situarla –creo yo– en la segunda mitad del siglo XVI, en tiempos del reinado de Felipe II. Pues habla «de nuestro señor el rey don Felipe» y de la lucha de sus galeones con los que «podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco». Evidentemente, en esa época, en el convento de Santa Inés debía hallarse otro órgano.
Pero vayamos al relato, la leyenda de ese viejo organista, ciego de nacimiento, organista en la iglesia del convento de Santa Inés de Sevilla. Toda la ciudad se hacía eco del virtuosismo de Maese Pérez, capaz de lograr acordes tan sublimes en aquel tosco y desvencijado instrumento de las monjas. («¿No conocéis a maese Pérez?... Pues es un santo varón, pobre sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo... Pues nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarle, que suena que es una maravilla»). Todos acudían a oírle, especialmente en la misa del Gallo, en la noche de navidad. Lo más florido de Sevilla se agolpaba en el compás del convento antes de la misa de medianoche, los grandes personajes, el asistente mayor, el inquisidor de Sevilla, los duques rivales de Alcalá y Medina Sidonia, el mismo arzobispo, en su litera, entre hachas encendidas... («Verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el mismo señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro para llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito»).
Aquel 24 de diciembre maese Pérez presiente que es su última noche. Enfermo como estaba, llegó, conducido en un sillón, justo cuando la ceremonia iba a empezar.
«... comenzó la misa. En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la sagrada forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanillas repicaron con un sonido vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las techas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos...
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque aquel que levantaba en ellas, aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.»
Maese Pérez ha muerto.
«Cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos».
La navidad siguiente, el organista de San Román, «aquel bisajo que siempre está echando pestes de los otros organistas, aquel perdulariote, que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro de solfa», tiene el atrevimiento de sustituir a maese Pérez. «No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que consienten esta profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara el muerto la cabeza! Se volvía a morir, por no oír su órgano tocado por manos semejantes».
El arzobispo en su sitial, la misa comienza. Al momento de la consagración, comienza a sonar el órgano.
«Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto... Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento...»
El organista bajó precipitadamente las escaleras y pasando por la multitud se acercó al arzobispo. Este le dijo:
–Vengo de mi palacio sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez que nunca quiso excusarme el viaje tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?
–El año que viene –respondió el organista– prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
–¿Y por qué? –interrumpió el prelado.
–Porque... –añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro–, porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
Pasó un año. Aquella noche de navidad el compás de Santa Inés se hallaba medio vacío, «donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo».
La abadesa se dirige a la hija de maese Pérez, que ha entrado de monja en Santa Inés:
«–Toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
–Tengo... miedo –exclamó la hija de Maese Pérez.
–¡Miedo! ¿De qué?
–No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, a fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... La iglesia estaba desierta y oscura... Lejos en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar ma­yor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; vi un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra a sus registros..., y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración. El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
–¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternoster y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus.
Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriese nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento, sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La superiora de las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
–¡Miradle! ¡Miradle! decía la joven, fijando sus desencaja­dos ojos en el banquillo, de donde se había levantado, asombrada, para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando...; sonando como sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de místico alborozo».

No hay comentarios:

Publicar un comentario