jueves, 24 de agosto de 2017

No tinc por: ¿No tengo miedo?

Este grito –No tinc por (en catalán). No tengo miedo– ha resonado en Barcelona en la manifestación multitudinaria a raíz del terrible atentado yihadista del pasado jueves 17 de agosto en Las Ramblas y posteriormente en el pueblo tarraconense de Cambrils.
Pues no sé que decir. Porque yo sí tengo un poco de miedo. Recuerdo que el año pasado, 8 de octubre de 2016, escribí en este mismo lugar de Mi Parroquia de Papel un artículo que titulé: «El islam y quién nos quita el miedo».
Trataré de no repetirme. Pero cuanto allí dije sigue siendo vigente para mí. Y hace un año no estaba presente ningún atentado en nuestra tierra, aunque sí en Europa.


 Hay que partir de un principio. El islam no es solo una religión como el cristianismo. Es religión, estado, política, economía, todo, como bien dice Samir Khalil, islamólogo natural de Egipto, profesor durante muchos años en Líbano, sacerdote jesuita, profesor del Pontificio Instituto Oriental y del Pontificio Instituto de Estudios Árabes e Islamistas, ambos en Roma.
Sin llegar al terror del ISIS/Daesh, que practica el islamismo más bárbaro e inhumano, para el islam existe la exclusión de quien no es musulmán. Samir Khalil y su familia cristiana lo sufrieron en Egipto, su pueblo natal. Y lo explica:
–¿Cómo se sabe que una persona es cristiana? En el carnet de identidad, en Egipto y otros países, se escribe la religión. En todos los países árabes. Así que, las discriminaciones existirán siempre, porque el sistema musulmán no consigue concebir una laicidad positiva, que es lo que nosotros pedimos. No el laicismo anti-religioso, que existe en algunos países occidentales, sino una laicidad positiva, como la llama también el papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica Ecclesia in Medio Oriente. Es decir, un laicismo en el cual no se haga distinción entre creyente y no creyente, cristiano, musulmán o hebreo.
El P. Samir sigue, como el otro jesuita y ahora papa Francisco, ese buenismo evangélico de acogida, y piensa que en Europa se puede vivir juntos en paz y tolerancia. Y dice:
–Es esto lo que tenemos que recrear hoy en día: ayudar a los musulmanes a vivir juntos como hermanos… A nosotros nos toca dar otro modelo de coexistencia, de fraternidad, y decir de dónde lo hemos aprendido: del Evangelio y de Jesús. Si quieres ser perfecto, ve y sigue a Jesús. Vive según el modelo del Evangelio. Esta es nuestra misión.
Y añade:
–Se podrían cambiar muchas cosas si se dijese: Bien, Dios ha enviado a los musulmanes a Europa. Son ahora tal vez quince millones, casi. ¿Qué hacemos para hacerles conocer el Evangelio? Es decir, una superación del Islam y del ser humano ordinario. El Evangelio es el máximo. ¿Por qué no lo transmitimos? Antes, nuestros padres atravesaron los mares, afrontaron el martirio, fueron matados, etcétera… para ganar a un musulmán para el Evangelio. Hoy no tengo necesidad de atravesar el mar. Ellos vienen. Entonces, intentar marginarles… esto es un crimen. No es permisible. Se trata de acogerlos, y decirles: ‘Te doy la cosa más hermosa que tengo, el Evangelio’… Y si alguien descubre que el Evangelio es de veras la cosa más hermosa, le invito a ser cristiano. Pero es una invitación, nada más. 
 Como creyente y como sacerdote he de creer en ello. Aunque la razón y la historia me inclinen a pensar en otra cosa. Sería como aquello que dice el Evangelio del rico, que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico en el cielo. Pues lo mismo del musulmán. ¡Qué difícil es la conversión de un musulmán! Y no ya conversión al cristianismo y a los valores cristianos de Occidente, ni siquiera a los valores democráticos.
Musulmán significa aquel que se somete. Nace como súbdito, así se siente, no sabe lo que es ser ciudadano libre. El islam es Mahoma y no ha cambiado nunca ni cambiará. Un mundo islámico que no ha aportado a la humanidad ni un solo invento o descubrimiento científico en toda su historia. Recojo estos datos:
–Cada año se traducen más libros al español que el total de libros que se han traducido al árabe en los últimos mil años. De las 1.800 universidades del mundo islámico, tan solo una sexta parte cuenta con un miembro del claustro que haya publicado algo.
Y quieren dominar un mundo dividido por Mahoma en Dar al islam, que es la tierra del islam, y Dar al Harb, la tierra de la guerra, compuesta por el resto del planeta, al que hay que imponer la Ley Sharía, el cuerpo de derecho islámico, un código detallado de conducta, en el que se incluyen las normas relativas a los modos del culto, los criterios de la moral y de la vida, las cosas permitidas o prohibidas, las reglas separadoras entre el bien y el mal. Cuando la Sharía impere en todo el globo terráqueo, llegará el fin del mundo.
Dicho todo esto, y con perdón, digo como Albert Boadella, director teatral catalán exiliado en Madrid, que «el lema ‘no tenemos miedo’ es falso; sí lo tenemos y mucho».
Miedo, y no tanto por mí, con una vida ya vivida, sino por esta débil Europa que ha renegado de su esencia cristiana.

domingo, 20 de agosto de 2017

Cardenal Bueno Monreal, 30 años de su muerte

Los curas mayores de la diócesis de Sevilla, que al parecer estamos ya bien amortizados, guardamos un grato recuerdo y sentimos la añoranza del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla en nuestros años jóvenes. Hoy, 20 de agosto, se cumplen 30 años de su muerte. Y quisiera honrar una vez más la memoria de quien hizo honor a su apellido Bueno. Verdaderamente fue un hombre bueno. Con sus zapatos de pastor, con sus medias color púrpura, y su báculo, Bueno Monreal descansa en la capilla de San José de la catedral de Sevilla bajo una sencilla lápida de bronce, el que ha sido el obispo más querido de sus curas en el siglo XX después del beato Spínola.


Bueno Monreal, que pasaba las vacaciones de verano en Ciordia, a 55 kilómetros de Pamplona, murió en la Clínica Universitaria de Pamplona de un paro cardíaco el 20 de agosto de 1987. Iba a cumplir el próximo 11 de septiembre 83 años. Sesenta años de sacerdocio, veintinueve de cardenalato y treinta y tres en la archidiócesis de Sevilla. Su pontificado sólo fue superado en años por san Isidoro, en el siglo VII.
Arzobispo emérito desde 1982, padeció el 3 de febrero de ese año, en la visita ad limina a Roma, una trombosis cerebral que le afectó el habla y la movilidad de medio cuerpo. Un habla extraña, más cercana a la de una tribu africana que a otra cosa, cuando repetía siempre:
–Biongo, biongo, tsé, tsé, tsé...
Una enfermedad que encadenó su lengua, como escribió Martín Descalzo, pero no su corazón.
Giancarlo Zizola, especialista en historia moderna de la Iglesia y experto vaticanista, en su libro La otra cara de Wojtyla, dice lo siguiente:
–Una mañana de 1980, en el Sínodo sobre la familia, (el papa) había perdido la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: «Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!». En la misma época el cardenal español José María Bueno Monreal había osado decir al papa durante una audiencia: «Santidad, mi conciencia de obispo me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma». «Y mi conciencia de papa me impone echar a su eminencia de mi despacho», habría sido la respuesta de Wojtyla. En los días siguientes el cardenal sufrió un infarto. Poco después se le aceptó su dimisión.
Tengo referencias de que el encontronazo, más que encuentro, de Bueno Monreal con Juan Pablo II existió con motivo de las secularizaciones sacerdotales, pero hay que distanciarlo en el tiempo y situarlo en un momento anterior a este último encuentro con motivo de la visita ad limina, que ha sido cuando le dio la embolia cerebral.
Como también esa salida del cardenal, muy propia de él. Tenían que llegar unos documentos de Roma que se demoraban. Y surgió el enfado del cardenal:
–¡A ver si el papa deja de viajar tanto y se sienta en su despacho!
El cardenal Tarancón afirmó de Bueno Monreal tras su muerte:
–Fue siempre un consejero formidable, porque era un hombre que jamás perdía la calma ni la sonrisa. Era un colaborador tan leal que, en los momentos difíciles, podías contar siempre con él... Era un hombre conciliador. En la Conferencia Episcopal siempre impresionaba la claridad de sus intervenciones y tenía una gran ascendencia en los demás obispos.
Y José María Cirarda, que fue su obispo auxiliar:
–Pocos hombres más inteligentes que él, pocos hombres más buenos que él y al mismo tiempo tan amantes de la pobreza como él.
Era un hombre del régimen, jamás lo negó. En cierta ocasión, Franco, afectado por algún incidente con la Iglesia, le dijo:
–La Iglesia está en contra mía.
Y Bueno Monreal le contestó:
–No, Excelencia, la Iglesia no está contra usted. La Iglesia está a favor de la verdad y la justicia.
Le tentaron con la sede primada de Toledo. Antonio María Oriol, ministro de Justicia, le ofreció Toledo.
–Pero, señor ministro, si yo soy cardenal de Sevilla...
–Eminencia, Toledo es la Sede Primada de España.
–Mire, el primo sería yo si estando tan a gusto como estoy en Sevilla, la dejara para irme a Toledo.
Bueno Monreal fue un converso del Concilio Vaticano II, lo mismo que Tarancón, y como tenía un carácter «bueno», se adaptó y de qué manera a los tiempos nuevos. Casimiro Morcillo, que fuera obispo de Bilbao y Madrid, muy del régimen, le dijo un día:
—Pepe, me han dicho que te has cambiado de camisa.
Y Bueno Monreal le contestó:
—Lógico, no cambiársela es de guarros.
Si había algo en Bueno Monreal que lo distinguiera era su enorme humanidad. Y la mejor prueba de ello es de qué forma más humana, es decir, cristiana, supo llevar la crisis de los sacerdotes que se secularizaban. Cuento una anécdota que no deja de ser leyenda urbana, puesto que no he podido poner nombre y seña al sujeto. Acudió un sacerdote ya maduro de edad al cardenal y le dijo que se había enamorado y pensaba dejar el sacerdocio. ¿Reacción del cardenal? Lo miró con cara de bondad y le dijo:
–¡A nuestra edad, tú y yo, adónde vamos a ir que estemos mejor!
Y la respuesta del sacerdote:
–¡Pues tiene razón, señor cardenal!
Y se quedó de sacerdote.
Pero hubo tantos otros, todos, a los que el cardenal recibía con cariño de padre. No conozco ningún cura secularizado que no hable bien del cardenal Bueno Monreal.
Mi sentido agradecimiento al obispo que me ordenó de presbítero en la catedral de Sevilla. Treinta años de su muerte y su recuerdo perdura con nostalgia, en mí y en tantos curas mayores, que ya somos menos.

viernes, 18 de agosto de 2017

El Dios justiciero del cardenal Segura

En la noche del lunes 18 de agosto de 1947 –hoy hace de ello setenta años–, a las 9,45 de la noche, ocurrió una terrible explosión en Cádiz con numerosas víctimas y heridos. Unas 150 personas perdieron la vida en la tragedia. Un fuego, iniciado en el Departamento de Química de los Astilleros de Echevarrieta, se corrió a un depósito de defensa submarina causando la terrible explosión que destruyó la barriada de San Severiano.
La explosión del polvorín de la Armada fue una terrible tragedia en aquel Cádiz de la postguerra. Pero mi recuerdo de este trágico suceso, a la distancia de los años, y mirado desde Sevilla, se centra más bien en la interpretación que de ello dio la máxima autoridad eclesiástica de la diócesis hispalense, es decir, el cardenal Segura.


En el siguiente Boletín Oficial del Arzobispado del mes de septiembre publicó una Admonición pastoral que tituló: «El castigo de Dios». Escribe el cardenal Segura:
–Aún estamos bajo la impresión que produjo, en toda España, la horrible catástrofe de Cádiz, en la noche del 18 de agosto próximo pasado, que bien puede decirse ha constituido una desgracia verdaderamente nacional, que ha llevado el pánico a los corazones más esforzados… Esa catástrofe de terribles proporciones es, y así debemos considerarla, una lección de la justicia de Dios, que hemos de aprender con docilidad, y a este fin se encamina exclusivamente, amadísimos Hijos, esta nuestra Admonición pastoral… Publicaba la prensa que el dignísimo Prelado de la Diócesis venía insistentemente llamando la atención en este año, sobre el incremento de la inmoralidad en la playa de Cádiz, sin que su voz fuera debidamente atendida. Tampoco hemos de describir, son sobradamente conocidos, los abusos morales que por desgracia se perpetran a plena luz del día, con falsos pretextos, en los centros de diversión y esparcimientos veraniegos…
Hay aquí, en sus palabras, dos puntos a reflexionar. El concepto de un Dios justiciero y vengador, más propio de una teología jansenista o viejotestamentaria, y esa manía, entre otras muchas del viejo cardenal Segura, de ver en todo fómite de pecado, fustigando los bailes todos los años con admoniciones pastorales cuando llegaba la Feria de Abril y los baños en el mar cuando llegaba el verano.
Era el talante de un cardenal enfermo del hígado –con perdón, para los que padecen este mal–, que percibía con pesar una resistencia pertinaz en sus huestes diocesanas a sus orientaciones admonitorias. Pero más que enfermo de hígado, Domenico Tardini, prosecretario de Estado con Pío XII, creía que Segura era un «enfermo mental», según se lo confesó a José María Castiella, embajador de España ante la Santa Sede. Un cardenal agreste, silvestre, montaraz. O «cardenal selvático», que así le llamara el político sevillano Martínez Barrio, y yo titulé en mi libro sobre Segura.
Teresa de Lisieux –santa Teresita del Niño Jesús– va a hacer su Primera Comunión en una Francia jansenista, que predica como Segura un Dios castigador. En los días previos de preparación, el abate Domin lanzaba a las siete niñas que iban a hacer su Primera Comunión unos sermones cavernarios que hacían temblar a Teresita. A unas niñas de diez y once años, solo se le ocurre a este capellán ceporro hablarles de la muerte, del infierno y de la comunión sacrílega. Es lógico que Teresita escribiera:
–Nos ha dicho cosas que me han dado mucho miedo.
Teresita descubrirá con el tiempo que Dios es lo contrario de lo predicado por este sádico. Pero pasará un calvario hasta despojarse de esta educación jansenista que imperaba en Francia. Ya en el convento, descubrirá el camino de la infancia espiritual, tan bien descrito en su «Historia de un alma». Para Teresa de Lisieux Dios no es más que Amor y Misericordia. Y su misión: Amar a Jesús y hacerlo amar.
También dijo poco antes de morir:
Después de mi muerte, haré descender una lluvia de rosas... cuento con no estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Se lo pido a Dios y estoy segura de que me escuchará.
¡Y pensar que el cardenal Segura estuvo viviendo un tiempo en Lisieux, cuando fue desterrado de España en 1931, conoció a las hermanas carmelitas de santa Teresita y llegó incluso a escribir un folleto sobre la santa! Pero se ve que no comprendió absolutamente nada. Su Dios castigador era una caricatura del Dios cristiano de Jesús: Dios Padre, Dios de Misericordia, Dios de Amor.

viernes, 11 de agosto de 2017

San Antonio de Padua, si quieres el Niño Jesús, dame un novio

En la madrugada del 7 de agosto, en Bormujos, pueblo cercano a Sevilla, robaron de la parroquia el Niño Jesús, que pertenecía a la talla de San Antonio de Padua, imagen del siglo XVIII. Por suerte, un día más tarde fue encontrado tras una cancela junto a la iglesia. El que no hubiera ningún otro daño o desperfecto en la parroquia, me hace intuir qué ha podido ocurrir. Para mí, que ha sido una chica que se lo ha querido llevar para que el santo le consiga un novio. Pero le vendría el miedo por el alboroto que se formó en el pueblo y lo devolvió enseguida.
  

Esta costumbre casamentera de San Antonio de Padua, arraigada en Sevilla y alrededores, proviene al parecer del siguiente suceso que se cuenta en la historia del santo.
Había en Italia una chica, hija de una mujer viuda, que tenía unas ganas locas de casarse. Su sueño, y el de su madre, era conseguir un buen partido que sacara a las dos de las apreturas de la vida. La joven hacía novenas tras novenas a una imagen de san Antonio que tenía en casa, pero parecía que el santo no le hacía el menor caso. Incomodada de su sordera, arrojó su imagen por la ventana y vino a dar sobre la cabeza de un transeúnte, que, frenético y furioso, penetró en la casa con ánimo de resarcir tal ofensa. ¡Y llegó el flechazo...!
Esto se ha traducido, en versión sevillana, en robar el Niño Jesús, que lleva entre sus brazos toda imagen del santo de Padua y no devolverlo hasta conseguir su propósito de tener un novio.
Hace unos años, me contó el siguiente sucedido don Francisco Cruces, párroco de San Pedro de Sevilla, un venerable cura al que quise de verdad. En la parroquia hay un altar con la imagen de San Antonio de Padua. Y un Niño Jesús en sus brazos, que muy bien puede ser sustraído, subiéndose a una silla en un momento en que el templo se halle vacío.
Acudió una chica a la sacristía y le confesó al párroco:
–He tenido tentaciones de llevarme el Niño Jesús de la imagen de San Antonio de Padua, pero me he arrepentido.
–¿Y para qué lo querías? –le preguntó don Francisco Cruces.
–Para que me diera un novio.
–Pues, ea, llévatelo y cuando tengas novio me lo traes.
Al mes volvió la chica con el Niño Jesús. Había conseguido el novio.
Quisiera resaltar aquí la bonhomía de este querido párroco. No todos hubieran tenido la misma salida que él tuvo. Confió en la chica, la chica tuvo de San Antonio el novio, y aquí paz y después gloria.
San Antonio de Padua es uno de los santos más queridos de la cristiandad. Un santo verdaderamente internacional, amado e invocado por multitud de devotos. ¿Me pregunto el porqué de su fama? Su aspecto físico no era particularmente atrayente, más bien bajo y rechoncho, y murió a los 36 años de hidropesía. Pero ahí está en el santoral de la Iglesia, en primera línea: conviven en la veneración de este portugués la admiración por su excepcional cultura con la fe de la gente humilde para quien siempre ha sido el taumaturgo dispuesto a prestar el auxilio en todo aquello que se le pida.
Los portugueses le llaman san Antonio de Lisboa, porque allí nació hacia 1195. Pero su vida discurrirá en Italia como franciscano y morirá en Padua donde se halla enterrado en la basílica de su nombre.
Santo popular, milagrero y querido de la gente del pueblo, no solo es el santo de las chicas que buscan novios, también de los objetos perdidos, y de tantas otras cosas que la devoción popular ha encontrado en este santo. Es tradición que los estudiantes de Padua, cuando llegan las fechas de los exámenes, se acercan sigilosamente a la basílica del santo e imploran su protección especialmente ante el relicario que contiene su lengua. Para que les ayude a mover la suya con sabiduría en el examen del día siguiente. Los frailes recitan todavía la plegaria que san Buenaventura pronunció el día que encontró incorrupta la lengua entre los restos de san Antonio: «¡Oh lengua bendita, que siempre bendijiste al Señor, e hiciste que otros lo bendijeran, ahora se ve cuán grandes fueron tus méritos ante Dios!».
Su fama de encontrar los objetos perdidos viene de un suceso que le ocurrió en la ciudad de Montpelier. Un fraile robó al santo un cuaderno, donde había escrito unos comentarios a los salmos. La oración del santo convirtió al ladrón, que devolvió al propietario el objeto robado.
Un santo tan querido por los fieles, que esperan de él tantos favores, no debe hacernos olvidar la imagen del profundo teólogo y gran pensador de su tiempo. Y si fue tan popular su predicación, fue sencillamente porque se dirigía al pueblo en su propia lengua y no en un latín que el pueblo no entendía. Pío XII, en 1945, lo declaró doctor de la Iglesia con el apelativo de Doctor evangelicus.

lunes, 7 de agosto de 2017

San Cayetano, padre de la Providencia

Así le llama la piedad popular: «Padre de la Providencia», por su abandono en la paternidad de Dios Padre. Por poner toda su confianza en Dios, por fiarse de Dios. Es la lectura meditada y practicada de los capítulos 5 al 7 del Evangelio de san Mateo: Desde las bienaventuranzas al abandono en la confianza plena en Dios, cuando Jesús dice: «No andéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer o a beber... Fijaos en los pájaros: ni siembran, ni siegan ni almacenan; y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis mucho más que ellos?... Total, que no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio». San Cayetano grabó a fuego estas enseñanzas evangélicas en su corazón y se dejó llevar por la providencia de Dios.      
Providencia: la palabra talismán de san Cayetano. De ahí la confianza y piedad que el pueblo ha depositado en él. Y el cariñoso apodo con el que se le invoca.


 Nació en Vicenza (República de Venecia) en 1480 de familia noble, hijo del conde de Thiene. En 1504 se laureó en ambos derechos en la Universidad de Padua y poco después marchó a Roma, como familiar del obispo Pallavicini, que llegaría a cardenal. Pudo así entrar en los ámbitos vaticanos llegando a ser secretario del papa Julio II, protonotario apostólico y escritor de las cartas apostólicas, y testigo de aquel Vaticano renacentista de vida fácil y alegre de tantos prelados y cardenales.
Santo de la humildad, los tiempos aquellos no corrían precisamente al abrigo de esta virtud. Contemporáneo de Lutero, Cayetano se plantea también la reforma de la Iglesia, pero hará lo contrario del fraile alemán. Lutero quiso transformar la religión y no los hombres. Cayetano siguió lo enunciado por Egidio Romano en el discurso de apertura del concilio de Letrán de 1512: «Son los hombres los que han de ser transformados por la religión, no la religión por los hombres». Este será su lema.
El de Letrán fue un concilio frustrado. No hubo cabezas clarividentes que llevaran a cabo la reforma de la Iglesia. Cuando años más tarde se convoque el concilio de Trento, ya ha tenido lugar la profunda escisión que separó a las Iglesias protestantes y anglicana. Cayetano desarrolla su actividad apostólica entre estos dos concilios y piensa que una reforma no tiene valor si no comienza por sí mismo. Por eso, él no juzga, actúa. Será la suya la primera experiencia de reforma del clero, de las muchas que se ensayaron durante el siglo XVI.
Por de pronto se ordena de sacerdote, decisión que hizo retrasar hasta los treinta y seis años. Se sentía «un gusano de la tierra» y le parecía demasiada presunción convertirse en ministro de Dios. Fue el 30 de septiembre de 1516, festividad de san Jerónimo, patrono del Oratorio del Amor Divino, asociación piadosa a la que pertenecía Cayetano y que en Roma se dedicaba a la santificación personal y al apostolado. Meses más tarde, en la noche de navidad, en la basílica de Santa María la Mayor, en la cripta de la capilla del Pesebre, Cayetano celebró su primera misa y recibió la visión de la Virgen María que le entregó al Niño Jesús. Una lápida, colocada en el lugar en 1694 por el príncipe Savelli Peretti, patrono de la capilla, lo recuerda: «Aquí san Cayetano, alentado por san Jerónimo cuyos huesos reposan cerca de este lugar, recibió de la Madre de Dios al Niño Jesús en brazos la noche de Navidad». Lo cuenta el mismo santo en carta dirigida a sor Laura Mignani: «A la misma hora de su santísimo Parto, me acerqué al santo Pesebre. Alentado por mi padre, el Bienaventurado Jerónimo, amante del santo Pesebre, cuyos huesos descansan sobre la misma Sagrada Cuna, recibía de las propias manos de la púdica Doncella, mi protectora, que acababa de ser madre, al recién nacido Infante, carne y envoltura del Verbo eterno. Cuando mi corazón no se derritió en aquel momento, señal es, creedlo, Madre, de que es más duro que el diamante. Paciencia».
La enfermedad de su madre le hace volver a Vicenza en 1518, donde funda un Hospital para Incurables. En 1522, obediente a su confesor, el dominico Carioni di Crema, marcha a Venecia, donde establece el Oratorio del Amor Divino y ejerce hasta la heroicidad su espíritu de caridad. «Jesús está crucificado en nuestro prójimo», escribe Cayetano. Y también: «No basta sentir el amor, es necesario actuarlo».
Un año más tarde, vuelve a Roma. Acaba de morir el papa Adriano VI y Cayetano llega a tiempo de presenciar la coronación de Clemente VII, el del «Saco de Roma», que también sufrirá en sus carnes el mismo Cayetano. El nuevo papa es tan buen economista como mal político. Aliado a Francia y Venecia y enfrentado al emperador Carlos V, ve invadidos sus dominios, que culminaron en el sangriento asalto a la ciudad de Roma en 1527.
Pero antes, Cayetano ha creado un nuevo modelo de vida sacerdotal. En unión de otros tres compañeros, Bonifacio de Colli, Juan Pedro Carafa, arzobispo de Chieti, y Pablo Consiglieri, formó la Compañía de Clérigos para la Reforma. No vivirán como los monjes o como los frailes. No tendrán rentas ni beneficios canónicos y no practicarán la mendicación. En los monjes y frailes prevalecen los votos. En los nuevos clérigos debe prevalecer la estima por el sacerdocio. Vivir el sacerdocio en toda su plenitud. Vivirán como clérigos, del altar y la predicación del evangelio. La liturgia, como medio de santificación, y también la misa diaria, inusitado en aquel tiempo.
El proyecto de este nuevo instituto lo presentan al Papa el 3 de mayo de 1524, en audiencia privada. El 24 de junio se expedía el breve papal Exponi nobis, que autorizaba la vida común de los Clérigos Regulares. Juan Pedro Carafa ha renunciado a sus dos obispados de Chieti y Brindisi, Cayetano entrega todos sus bienes a sus primos Fernando y Jerónimo Thiene, y de Colli cede su casa de la Via Leonina para residencia de la primera comunidad. La ciudad de Roma los llamó popularmente Teatinos, por la sede episcopal de Juan Pedro Carafa, obispo de Chieti (Theates en latín). Como a Carafa se le decía el «obispo teatino», este nombre se extendió a todos sus compañeros. Y teatino vino a identificarse con el sacerdote comprometido con el Evangelio, que se fía de la Providencia de Dios. Su primer superior general fue Carafa, no queriendo Cayetano, movido por su grande humildad, sobreponerse sobre sus compañeros.
De la Via Leonina se trasladaron al monte Pincio, donde padecieron el trágico «Saco de Roma» de 1527. El 6 de mayo, amparados por la niebla, las tropas del duque de Borbón asaltaron la Ciudad Eterna. Muertes, violaciones y vandalismo de todo tipo, destrucción de preciosas obras de arte, sacrilegios... hasta la misma tumba de Julio II fue profanada, llevándose su anillo de oro. Fueron días amargos para Roma, y para el papa, que se refugió en el castillo de Sant’Angelo, hasta que pasados unos meses logró salir de Roma, después de largas negociaciones. Muchos interpretaron aquellos sucesos brutales como un flagelo de Dios por la vida escandalosa de los papas y eclesiásticos en el mismo corazón de la cristiandad. Cayetano y sus compañeros sufrieron también las consecuencias del saqueo. Maltratados por los soldados, fueron llevados prisioneros a la torre del Reloj en el Vaticano. Una vez liberado, Cayetano pasó a Venecia, donde continuó su obra de apostolado, de reforma y de asistencia social.
En 1533, por mandato de Clemente VII, marchó a Nápoles, donde transcurren los últimos años de su vida. Murió el 7 de agosto de 1547 y fue enterrado en una fosa común, de modo que no ha habido manera de identificar sus huesos. Pero el pueblo napolitano ha estampado en su tumba esta hermosa inscripción: «Aquí descansa el hombre que intercedió por el pueblo». Sus restos se veneran en San Paolo Maggiore de Nápoles, en la capilla del Socorro. El poeta italiano Giulio Salvadori ha escrito de él: «El primer hombre y sacerdote de nuestra Edad Moderna». Y Pío XII lo llamó: «Campeón insigne de la misericordia cristiana». Según la tradición, Cayetano fundó en Nápoles el Monte de Piedad, origen del actual Banco de Nápoles.
Fue beatificado por Urbano VIII en 1629 y canonizado por Clemente X en 1671. Se le representa recibiendo en sus brazos de manos de la Virgen María al Niño Jesús, según la visión que tuvo aquella noche de navidad.