viernes, 28 de octubre de 2016

Lutero, 500 años

El próximo lunes, 31 de octubre, el Papa Francisco viajará a Suecia con ocasión de los 500 años de la reforma protestante de Martín Lutero. Habrá una conmemoración ecuménica luterano-católica que se realizará en dos partes: una liturgia en la Catedral de Lund y luego un acto público para una «participación más amplia» en el estadio de Malmö. La oración en la Catedral está basada en la guía litúrgica católico-luterana de reciente publicación titulada «Oración Común», que a su vez se basa en el documento «Del conflicto a la comunión». Las actividades en el estadio de Malmö mostrarán «el testimonio y el servicio común de católicos y luteranos en el mundo».


 Me alegro de estos acercamientos ecuménicos al servicio de la reconciliación común, pero yo, que voy a mi aire, quiero trazar algunas líneas de la figura de Lutero, que es el motivo del encuentro, y las razones que le llevaron a apartarse de la fe común y crear un enorme cisma que supuso el Luteranismo y su consecuente Reforma Protestante.
El 31 de octubre de 1517 –hace 500 años–, el monje agustino Martín Lutero se rebeló contra la Iglesia clavando sus 95 tesis en la puerta del Palacio de Wittenberg.
Diez años antes, en 1507, se ordenó de sacerdote, y en 1510 peregrinó a Roma. ¿Qué encontró en ella? Al papa Julio II, nada edificante, pero él obtiene las indulgencias que se concedían en la visita a las basílicas y subió de rodillas la Escala Santa.
Aunque en verdad la lucha de Lutero será contra sí mismo. Le domina la lujuria y le tienta la desesperación. En este contexto encuentra la base de su teología: la doctrina de la justificación por la fe. Escribirá más tarde:
–A pesar de que mi vida monacal era irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con la conciencia muy turbada, y mis satisfacciones resultaban incapaces para conferirme la paz. No le amaba, sino que cada vez aborrecía más al Dios justo, castigador de pecadores. Contra este Dios me indignaba, alimentando en secreto, si no una blasfemia, sí al menos una violenta murmuración.
El problema existencial de Lutero era:
–¿Cómo consigo un Dios clemente?
Lutero dejará definitivamente sus hábitos agustinos en 1524, casará con una monja –en 1523 escribió Por qué las vírgenes pueden salir del claustro con la paz de Dios, destruyendo la vida monástica–, y en nombre de su Evangelio difundirá su odio contra Roma, contra la Iglesia y también contra los judíos.
El sacerdocio ministerial no tiene que existir, porque es contrario a la Escritura. Y vacía el culto católico con toda la riqueza de sus ritos. El culto ha de purificarse y por tanto, fuera imágenes sagradas, cálices, vestimentas, procesiones, adoraciones…, convirtiéndose así en el primer iconoclasta de la época moderna, con enorme daño al patrimonio artístico alemán.
El odio al papado es otra obsesión de Lutero. Hasta el fin de sus días. Llama al papa con apelativos groseros: burro, perro, rey de las ratas, dragón del infierno, cocodrilo, gusano, bestia… Y lo pinta con imágenes igualmente groseras. El Papa es el anticristo.
El odio a los judíos no es menor. En 1543 escribió un pequeño tratado en latín que tituló: Sobre los judíos y sus mentiras.
–¿Qué debemos hacer, nosotros cristianos –escribe Lutero–, con los judíos, esta gente rechazada y condenada?... En primer lugar, debemos prender fuego a sus sinagogas o escuelas… En segundo lugar, aconsejo que sus casas sean arrasadas y destruidas… En tercer lugar, que les sean quitados sus libros de plegarias y escritos talmúdicos, por medio de los cuales se enseña la idolatría, las mentiras, maldiciones y blasfemias… En cuarto lugar, que se prohíba a los rabinos enseñar… En quinto lugar, que la protección en las carreteras sea abolida completamente para los judíos. No tienen nada que hacer en las afueras de las ciudades dado que no son señores, funcionarios, comerciantes, ni nada por el estilo. Que se queden en casa… En sexto lugar, que se les prohíba la usura y que se les quite todo el dinero y todas las riquezas en plata y oro… En suma, queridos señores y príncipes, quienes tienen a los judíos bajo su gobierno: si mi consejo no os agrada, buscad mejor asesoramiento a fin de que tanto vosotros como nosotros podamos deshacernos de la insoportable, diabólica carga de los judíos. No vaya a ser que para Dios nos volvamos cómplices de sus mentiras, blasfemia, difamación y maldiciones que los judíos se permiten con tanta libertad e impunidad en contra de nuestro Señor Jesucristo, su querida madre, todos los cristianos, toda autoridad y nosotros mismos. No le otorguéis protección, ni le permitáis el libre tránsito ni la comunión con nosotros.
Este escrito en latín fue traducido por primera vez al alemán, curiosamente, en 1935, cuando mandaba en Alemania la bestia de Hitler. Curiosamente también, las leyes nazis de Núremberg contra los judíos, promulgadas en septiembre de 1935, parecen un calco de las terribles incitaciones de Lutero.
Solo he querido apuntar estas breves anotaciones ante unos próximos acontecimientos que espero que sean fructíferos. Pero que no se trate, como he leído por ahí, de canonizar casi a Lutero. Fue lo que fue el ex-fraile agustino.
Si buscáis un Lutero más ecuménico, más dulcificado, tenéis el libro Martín Lotero. Una perspectiva ecuménica, del cardenal alemán Walter Kasper, presidente emérito del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Si en cambio deseáis ver su contrapunto, podéis leer el libro de la italiana Ángela Pelliciari, doctora en Historia y autora de La Verdad sobre Lutero

sábado, 22 de octubre de 2016

Graham Green y el Index de libros prohibidos

Hace años, siendo todavía seminarista, leí El poder y la gloria, novela aparecida en 1940 del escritor británico Graham Green, convertido al catolicismo en 1926. A Green no le gustaba que le llamaran «novelista católico». Decía:
–No sé por qué me ponen la etiqueta de escritor católico: soy simplemente un católico que es también escritor.
El poder y la gloria cuenta la historia de un sacerdote que se encuentra en el estado mexicano de Tabasco durante la década de 1930, tiempo de persecución de la Iglesia católica, conocida como la Guerra Cristera.
Una serie de personajes discurren por su novela: un dentista inglés, una madre que lee a sus hijas una historia religiosa, un tipo que habla inglés y que parece que quiere huir, un jefe de policía ateo, un teniente, un hombre que baja el río en barco y se dedica a comerciar con bananas… Pero el protagonista fundamental es un cura, atormentado en su conciencia, que se debate entre su vocación sacerdotal y los remordimientos por su sentimiento de pecador, pues es padre de una joven. Se muestra egoísta y cobarde y no pocas veces alejado de la fe que predica. Un cura rollizo y bebedor, el pater whisky le decían, plagado de miedos e inseguridades, que huye y se esconde de la policía para que no lo fusilen por ser sacerdote, dice misas y confesiones clandestinas, y se sabe que no se siente mártir.

Graham Green.

Pero, por encima de todo, lo que en esta novela trata Green de enfatizar es la idea del poder sanador de los sacramentos de la Iglesia sin importar el sacerdote que los administre.
Esta novela fue un best seller. Será llevada al cine con el nombre de El fugitivo (1947), dirigida por John Ford, y creará en el seno de la Curia romana un debate que a punto estuvo de ser incluida en el Index librorum prohibitorum.
Subrayo, de pasada, que ni Mi lucha de Hitler, ni las obras de Lenin, Mussolini o Stalin, de la misma época más o menos, llegaron a ser incluidas en el Index. Y no me pregunten por qué. Será precisamente esta novela, considerada hoy como una de las grandes novelas católicas del siglo XX, la que estuvo en la mesa del Santo Oficio para su expurgación.
Para los censores romanos era totalmente inaceptable que un sacerdote pudiera ser un bebedor y tener una hija. Un censor llegó a afirmar que Graham Green tenía una «tendencia anormal» a representar «situaciones en las que interviene una forma u otra de inmoralidad». Y Green pensaba que «la herejía es sinónimo de libertad de pensamiento».
A instancias de Roma, el cardenal Griffin, arzobispo de Westminster, acudió a visitar al escritor para pedirle que prohibiera la publicación de nuevas traducciones y la reedición de las antiguas. Además, debía «corregir adecuadamente» el original en inglés, porque un sacerdote no podía ser alcohólico ni tener una hija.
Pero Green se negó a modificar nada y a punto estuvo su obra de ser incluida en el Index si no hubiera sido por la intervención de Giovanni Battista Montini, entonces sustituto de la Secretaría de Estado para los asuntos internos de la Iglesia con Pío XII, quien paró la condena de los censores alegando que reflejaba «una comprensión deficiente de los grandes méritos de la obra».
La primera versión del Index Librorum Prohibitorum fue promulgada por el papa Pablo IV en 1559 y sobre ella se fueron realizando revisiones a lo largo de los años para su actualización. La vigésima y última versión apareció en 1948 y fue abolida formalmente por Pablo VI (Montini) el 14 de junio de 1966.
Desde 1917 la Congregación del Índice formó parte del Santo Oficio y si por entonces lo ocupaban obras de personajes de la literatura y de la filosofía, después de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, se redujo a la inclusión de teólogos progresistas.
Llegó el Concilio Vaticano II y se puso en duda la existencia del Santo Oficio. El cardenal Ciriaci llegará a decir que «el exceso de condenas también ha de ser condenado». Y Montini, ya elegido Papa, rebajará el poder del Santo Oficio con el nuevo nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe.
El cardenal conservador Alfredo Ottaviani, nombrado prefecto de la nueva Congregación para la Doctrina de la Fe, se verá obligado al desmantelamiento de esa institución centenaria que se llamaba Index Librorum Prohibitorum.
De hecho –dirá Ottaviani en su descargo– el Index ya no era de mucha utilidad.
Y llegados aquí, me dirán ustedes:
–¿Por qué toda esta disertación?
Ah, porque todavía hay formas sutiles y torpes de algún purpurado ante ciertas obras actuales. No gusta que se cuente que un cura, y peor aún que un obispo o cardenal, haya tenido un vástago, cosa que se ha prodigado en la historia de la Iglesia. Y no hay que rasgarse las vestiduras por ello. El primero que se nos viene siempre a las mientes es nuestro paisano Alejandro VI, el Papa Borja, pero su antecesor, Inocencio VIII, no le va a la zaga en tener vástagos, y el sucesor Julio II también fue un buen pájaro, del que se cuenta que, cuando Miguel Ángel le estaba erigiendo una estatua en Bolonia, después de haber abocetado la mano derecha en forma de bendición, le preguntó qué cosa quería que le pusiera en la mano izquierda.
–¿Un libro, quizá? –le dijo Miguel Ángel.
Y Julio II le respondió gritando:
–¿A mí un libro? ¿Me tratas como un niño? Yo quiero una espada.

sábado, 15 de octubre de 2016

Teresa de Jesús: Entre los pucheros anda el Señor

Genio literario Teresa de Jesús, con «una prosa primaria, pura, sin elemento alguno de estilización», que señaló Azorín. Al enviar el manuscrito de la Vida al padre García de Toledo, le escribió ella:
–Aquí le entrego mi alma.
Es el alma de Teresa lo que rezuma el libro de la Vida, una Teresa «humana, profundamente humana, directa, elemental, tal como el agua pura y prístina».
¿Cuánto debe este libro a las Confesiones de san Agustín?
Descubrió Teresa al obispo de Hipona a sus cuarenta años de edad y veinte de vida religiosa, tras un período de crisis espiritual. Vino este libro a sus manos, impreso en Salamanca ese mismo año de 1554, y lo leyó con avidez:
–Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí… Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas…
  

Hay tres autobiografías en la historia de la Iglesia que son como hitos o piedras miliares en las que brilla la santidad en grado sublime. Me refiero a las Confesiones de san Agustín, la Vida de santa Teresa de Jesús y la Historia de un Alma de santa Teresa de Lisieux. Auténticos best-sellers los tres.
De los escritos de Teresa de Jesús cuenta Gregorio Marañón:
–Toda su vida está escrita por ella misma y no sólo en su autobiografía, sino en cada una de sus demás obras; en cada línea, por extraño que le sea el tema tratado, deja jirones de su personalidad, como deja el cordero copos de su lana entre las zarzas. Es este arte consciente, nunca pretendido, de dejar transparentar la vida del autor en todo lo que escribe, una de las notas más auténticas de la superioridad de un escritor.
Teresa es sin duda una de las almas más insondables que han escrito de la vida interior, de las profundidades del alma. Escritora por obediencia, plasma en sus libros en estilo sencillo las cosas que pasan por ella, su vida de oración, su encantamiento de Dios, sus visiones y éxtasis… o, con los pies más en tierra, sus relatos de las Fundaciones o sus infinitas Cartas de las que se conservan unas quinientas. Sin preocupación por el estilo —que se ocupen de ello los literatos—, escribe de lo divino y humano con la misma sencillez con la que habla. Ese es su estilo, tan propio, tan personal. Que me digan quién ha hablado con más ardor de lo divino.
Pionera Teresa en tantas cosas, lo ha sido también al ser declarada la primera Doctora de la Iglesia, seguida de Catalina de Siena y de Teresa de Lisieux.
Doctor o Doctora es un título que la Iglesia otorga oficialmente a ciertos santos para reconocerlos como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos. De los ocho Doctores primeros, cuatro Padres de Occidente: san Gregorio Magno, san Ambrosio, san Agustín, y san Jerónimo, y cuatro Padres de Oriente: san Atanasio, san Juan Crisóstomo, san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, hay en la actualidad 33 Doctores, incluidas estas tres mujeres.
Cuando en 1926, la Iglesia proclamó Doctor a san Juan de la Cruz por sus obras místicas, vino a la mente de todos la figura benemérita de la fundadora del Carmelo descalzo. Pero, al parecer, aún no estaba madura la cosa de que una mujer entrase en ese círculo restringido de selectos Doctores.
Obstat sexus– fue la respuesta de Pío XI.
Hubo de venir el Concilio Vaticano II para que aires renovadores llegasen a la Iglesia y se superase el molesto problema antifeminista.
Pablo VI, ese papa bien querido por mí, la proclamó Doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.
Teresa de Jesús ha sido esa mujer que ha escalado hasta la séptima morada de Dios mientras se distrae en la cocina, porque también:
–Entre los pucheros anda el Señor.
Una vecina prestó a las monjas una sartén, que no tenían. Recibieron una limosna y cada una fue sugiriendo en qué gastarían el dinero. Pero la Madre terció:
–En la sartén, en la sartén.
Se quejó a Jerónimo Gracián de ciertos prelados pesados que abrumaban a sus monjas. No hacían visitas sin levantar actas y dejaban a las monjas sin recreación el día que comulgaban. Gloso la respuesta de Teresa para que se entienda mejor en el lenguaje de hoy:
–Pues que se queden ellos sin recreación todos los días puesto que dicen misa cada día. Si los sacerdotes no guardan esto, ¿por qué lo han de guardar nuestras queridas monjas?
La respuesta de Teresa es de un sentido común aplastante.
Mujer que es también humor:
–No era amiga de gente triste– dirá Ana de San Bartolomé–, ni lo era ella ni quería que los que iban en su compañía lo fuesen.
Ni le gustan los tristes santos. No utiliza esa expresión conocida de san Francisco de Sales: «Un santo triste es un triste santo», pero se le asemeja cuando dice:
–Dios me libre de santos encapotados.
¿Qué quiere decir Teresa por encapotado? Encapotado es sinónimo de borrascoso, nublado, cubierto, cerrado, oscuro… frente a lo que es claro y despejado. O también, cubierto con el capote y puesto el rostro ceñudo y con sobrecejo.
Mujer que es también ternura, discreción, madre, santa… en un cuerpo enfermizo de por vida.
Mujer que exclamó jubilosa antes de morir en Alba de Tormes:
Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia.
En su breviario se halló un papel con una letrilla, que aparece en la puerta de no pocos conventos carmelitas:

Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
nada le falta.
Sólo Dios basta.


martes, 11 de octubre de 2016

San Juan XXIII, el Papa Bueno

Hoy, 11 de octubre, celebra la Iglesia la festividad de san Juan XXIII, el Papa Bueno, como se le llegó a conocer. Hay no pocas similitudes con el actual Francisco, que quisiera resaltar aquí, si me es posible.
Monseñor Roncalli, este era su apellido, fue delegado apostólico en Turquía y Grecia durante la Segunda Guerra Mundial, un diplomático sin especial relieve. Al terminar la guerra, y tomar el poder en Francia el general De Gaulle, ordenó la marcha inmediata de todos los diplomáticos que habían colaborado con el gobierno de Vichy.
–¿También el nuncio?
–También.
Y es así cómo Roma se vio obligada a llamar a monseñor Valerio Valeri, nuncio de Pío XII en Francia.
A quién elegir.
–¿Angelo Roncalli? –se dijo Pío XII–. Sí, él puede ser.
Roncalli recibió un telegrama cifrado que decía: «Venid inmediatamente. Sois transferido nuncio París…». Firmado: Tardini.


Al llegar a Roma, recibió unas vagas instrucciones de monseñor Tardini y algo más precisas de monseñor Montini. Y finalmente, una audiencia con Pío XII, de cinco minutos y de pie entre dos puertas. Dirá más tarde Juan XXIII:
–Fue un noviciado bien corto.
Y, citando un proverbio de su región natal:
–Qué queréis, cuando no hay caballos, los burros trotan.
Después, llegará a patriarca de Venecia y, a la muerte de Pío XII, proclamado Papa con el nombre de Juan XXIII. Él mismo confesará confidencialmente a sus íntimos de su promoción sensacional, desde oscuro delegado apostólico a una de las nunciaturas mejores del mundo. Nunciatura que entraña automáticamente el cardenalato.
Ya de Papa, confesó al célebre periodista Indro Montanelli:
–Desde mi llegada al sacerdocio, me he puesto a disposición de la Santa Iglesia. La he servido, sin ansiedad y sin ambición. Esto es todo y nada más que esto. Es superfluo querer indagar más lejos.
En otra ocasión, dijo:
–Tengo la impresión de no hacer nada de particular. Me esfuerzo simplemente en vivir y practicar las reglas del Padrenuestro: que tu nombre sea santificado, que llegue tu reino, que se haga tu voluntad… Gracias a Dios, mis asuntos van bien; yo los llevo con calma, los sigo todos y, uno tras otro, los pongo en el lugar que conviene. Bendigo al Señor por la asistencia que me presta, permitiéndome también de no complicar las cosas sencillas sino más bien de simplificar las cosas complicadas.
Con su pinta de campesino, regordete, labios gruesos, orejas como soplillos, manos de labrador, todo lo contrario de su antecesor Pío XII, era un hombre modesto, sonriente, que llegó a asumir tan amplias responsabilidades como las del papado sin haberlo pretendido siquiera.
Salió elegido Papa al sexto escrutinio. El cardenal Tisserant, decano del Colegio cardenalicio, le preguntará en latín:
–¿Qué nombre elige?
–Juan. Juan XXIII.
Un nombre que sorprende. En Roma se especulaba que el electo tomaría el calificativo de alguno de sus antecesores: Pío XIII, Benedicto XVI, León XIV… Como sorprendió su edad: 77 años, una edad avanzada para la elección de un papa. Él se lo tomará con gracia. En su primer encuentro con los periodistas, les dirá:
–Sabéis muchas cosas… Habéis desvelado los secretos del Cónclave. Muy interesante… Totalmente falso por otra parte. Habéis escrito que soy un papa de transición. No sé muy bien qué entendéis por esto. En fin… Es posible.
Cuando un diplomático le felicitó «por haber despertado el fervor entusiasta de los romanos», bromeó:
–Sí, estoy muy contento… Son muy gentiles… Pero usted no debe ignorar que no amaron tanto a un papa como a Pío IX, de santa memoria… Y después, cuando murió, quisieron arrojar su cuerpo al Tíber… Espero no acabar como él.
Y comenzaron los cambios. Al conde Dalla Torre, director de l’Osservatore Romano le dirá que suprima los superlativos empleados al referirse al Papa: «altísimo», «inspirado», «iluminado». Simplemente escriba: «el Papa ha hecho esto», «el Papa ha dicho lo otro». Rehusará también tener un confesor jesuita, como era costumbre. Y traerá a un simple sacerdote de Venecia, que hacía de confesor suyo. Ordenará que sus tres hermanos y hermana, que sobreviven de su numerosa familia, no sean llamados «excelentísimos» parientes de Su Santidad, como era costumbre. El acceso a los jardines vaticanos dejará de ser exclusivo a ciertas horas para el paseo del Papa. No utilizará la silla gestatoria más que en ocasiones solemnes. Decía que «era la silla más incómoda que había». En las audiencias especiales no será ya necesario el frac o chaqueta negra. Tendrá su médico llegado de Venecia y no será llamado archiatra, como lo fue con Pío XII el tristemente famoso Galeazzi-Lisi. Su residencia particular será servida por dos venecianos, que los tenía desde hacía diez años, y una parienta lejana que tomó el relevo de sor Pasqualina. Y no gustaba comer solo. Decía:
–Lo he comprobado en el Evangelio. No hay ninguna regla que exija que el Papa deba comer en soledad.
Al tiempo que este Papa bueno, paternal, modesto, misericordioso se ganaba la popularidad de la cristiandad, el clan tradicionalista que gravitaba en torno a la Santa Sede veía con temor lo que parecía poner en peligro los fundamentos del orden tradicional. Y crecían las murmuraciones. Llamaban a Juan XXIII «ese campesino del Danubio de la diplomacia» que compromete el futuro de la Iglesia con sus imprudencias.
¿Os suena quizás que algo parecido sucede con el papa Francisco?
Y en su delirio, a Juan XXIII se le ocurrió anunciar el Concilio Vaticano II… Y lo abrió el 11 de octubre de 1962, día histórico escogido también para la celebración litúrgica anual de este Papa Bueno.

sábado, 8 de octubre de 2016

El islam y quién nos quita el miedo

Respecto del islam sigo con mi duda metódica. En este último mes he leído unos cinco libros sobre el tema, unos más críticos con el islam, otros comprensivos, uno en concreto escrito por un musulmán, tan laudatorio con su profeta Mahoma, que lo glorifica aureolado de tales virtudes santas, sin mezcla de mal alguno, como nosotros los católicos leemos de nuestros santos. Vamos, que no rompía un plato, un bendito de Alá. El último, de varios colaboradores dirigidos por un escritor italiano, lleva por título El Islam explicado a quienes tienen miedo de los musulmanes.
Algo de ello hay en Europa. Y algo de ello siento en mí mismo y en mi alrededor. Y es que el islam no es solo una religión, tiene un enorme componente político.
De lo leído, deduzco estos pensamientos. Unos pocos tan solo, porque de otro modo esto sería interminable.

 Mezquita de la M-30 de Madrid.

Su credo. No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta. Mahoma es el hombre perfecto y el Corán enseña en repetidas ocasiones que los musulmanes deben imitar su comportamiento.
La historia cuenta que Mahoma tuvo once mujeres, varias concubinas y esclavas, incluso se casó con Aisha, una niña de seis años. Tuvo el profeta no pocos problemas con las mujeres. Y al final, estos problemas le complicaron tanto que aconsejó que quedasen ocultas tras un velo.
Esto me lleva a reflexionar sobre el trato vejatorio que sufren las musulmanas. Y me pregunto: ¿Por qué las feministas europeas no se pronuncian sobre los problemas que sufren las mujeres en el islam, como la mutilación genital, los asesinatos por honor o las condenadas a muerte por lapidación tras ser acusadas de adulterio? ¿Por qué el movimiento feminista mantiene un silencio voluntario sobre los temas relacionados con la violencia islámica contra las mujeres?
Dice el Corán:
–Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres porque Alá los ha hecho superiores a ellas (Corán, 4:34)… En un juicio, el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre (Corán, 2:282).
 Y en el Hadiz, esos dichos y acciones de Mahoma relatadas por sus compañeros y compiladas por los sabios que les sucedieron, se lee:
–A un hombre no se le debe preguntar por qué pega a su mujer.
La guerra. En el Corán aparece 164 veces, en todas sus variantes, la palabra yihad, que significa combatir, la guerra en todas sus formas, afirma Justo Lacunza, un misionero padre blanco experto en el islam. Mahoma dividió el mundo en dos partes: Dar al Islam y Dar al Harb. Dar al Islam es la tierra del islam, que se había sometido y estaba gobernada por la Ley Sharía. Por otra parte, Dar al Harb era la tierra de la guerra, compuesta por el resto del territorio del planeta. Las naciones pueden no ser conscientes de que se encuentran en guerra con el islam, pero si no están gobernadas por la Ley Sharía, entonces el islam está en guerra con ellas.
Todos los musulmanes forman parte de una nación conocida como la Ummah, que se encuentra en guerra con el resto de las naciones. Si bien puede no haber intercambio de hostilidades en un momento concreto, técnicamente están en guerra, incluso si los musulmanes no lo saben.
Esta paz es temporal y recibe el nombre de hudna. Por lo tanto, un musulmán que vive en Inglaterra no es un inglés que además es musulmán. Se trata de un musulmán que vive en Inglaterra, pero su lealtad es ante todo para la Ummah que, técnicamente, está en guerra con el Reino Unido.
Al introducir Mahoma el concepto del martirio en su religión (o movimiento político), consiguió inspirar a sus seguidores para que abrazasen la idea del valor suicida.
Dice el Corán 9:38:
–¡Creyentes! ¿Qué os pasa? ¿Por qué, cuando se os dice: «¡Id a la guerra por la causa de Alá» permanecéis clavados en tierra? ¿Preferís la vida de este mundo a la otra? ¿Qué es el breve disfrute de la vida de este mundo comparado con la otra vida? Si no vais a la guerra, os infligirá un doloroso castigo. Hará que otro pueblo os sustituya, sin que podáis causarle ningún daño. Alá es omnipotente.
El odio hacia los judíos formó también parte de la religión del islam… De hecho –afirma Harry Richardson, en La historia de Mahoma–, la biografía del profeta del islam contiene más odio hacia los judíos que el Mein Kampf de Hitler. Hasta este punto, Mahoma había dicho a sus seguidores que orasen mirando a Jerusalén, pero cambió de opinión y les dijo que debían orar en dirección a la Kaaba en La Meca. Empezó a criticar duramente a los judíos y a los cristianos y el Corán asegura que Alá les convertirá en cerdos y monos. Bueno, por ahora, gracias a Dios, Alá no ha logrado convertirme todavía en mono.
Europa está que arde con noticias de atentados yihadistas por doquier. Leo en La Vanguardia, en una entrevista a Pierre Conesa, ex alto funcionario del Ministerio de Defensa francés, que ha recogido sus experiencias en un libro titulado La diplomacia religiosa de Arabia Saudita, que Arabia Saudí «dedica en propaganda hasta 8.000 millones anuales, seis o siete veces lo que la URSS empleaba en sus mejores años. Para hacerse una idea, el presupuesto anual del Vaticano del año 2011 fue de 245 millones». Y ha destinado 6,5 millones de euros al Centro Cultural Islámico de Madrid (la mezquita de la M-30) y financiado en Málaga un centro islámico de 3.842 metros cuadrados.
Actualmente –cuenta Pierre Conesa– Arabia Saudí es el mejor cliente de Francia en el sector de la venta de armas: 10.000 millones en contratos, «y además el reino ha contratado a las cuatro mayores agencias de relaciones públicas francesas para gestionar su imagen». En esas condiciones, el papel de la política exterior francesa y de otros países occidentales es totalmente pasiva ante la difusión del islamismo.
Lo dicho. La hipocresía de los gobiernos de Europa, la cobardía silenciosa de las editoriales occidentales que no se atreven a publicar ciertos libros sobre el islam, esa izquierda vergonzante con la proclama del multiculturalismo, y esa Unión Europea que reniega de sus raíces, que no son otras que ese trípode formado por la filosofía griega, el derecho romano y la religión judeo-cristiana.
Y llegado a este punto, sigo con mi duda metódica. Michele Zanzucchi y otros colaboradores del libro El Islam explicado a quienes tienen miedo de los musulmanes, no han logrado quitarme el miedo del todo, después de leído el libro.

sábado, 1 de octubre de 2016

Teresa de Lisieux, una muerte de cruz, como la de Jesús

Hoy, 1 de octubre, festividad de santa Teresa de Lisieux…
Está enferma de tuberculosis. El 8 de septiembre de 1897, fiesta de la Virgen y séptimo aniversario de su profesión, Teresa escribe con letra temblorosa su último escrito. Al dorso de una estampa de Nuestra Señora de las Victorias, garabatea:
–¡Oh María! Si yo fuera la Reina del cielo y tú fueses Teresa, quisiera ser Teresa para que tú fueses la Reina del cielo.
En esa misma estampa tenía pegada la florecilla que su padre le dio cuando le pidió permiso para entrar en el Carmelo en 1887.


 Ese día recibió de su hermana Leonia una caja de música y un ramo de flores silvestres. Y un petirrojo se coló por la ventana y se puso a brincar en su cama.
¡Demasiadas cosas encantadoras...! Teresa se puso a llorar.
El 10 de septiembre aparece el doctor de Cornière después de sus vacaciones y quedó consternado del estado de la enferma. Invasión progresiva del pulmón izquierdo. Teresa no puede respirar casi. Los pies comienzan a hincharse.
La madre priora le habla al doctor de la compra de un nuevo terreno en el cementerio de la ciudad, porque ya no quedaba lugar en el antiguo. Y ello dicho imprudentemente delante de Teresa. Ésta dijo riendo:
–¿Entonces seré yo quien estrene ese nuevo cementerio?
Una mañana, sor Amada la levantó en brazos para rehacer su cama. Hizo venir a madre María de Gonzaga para que viese su delgadez; los huesos transparentaban casi su espalda.
–¡Qué menuda es nuestra hijita! – dijo la priora.
Y Teresa le respondió con humor:
–¡Un esqueleto!
El doctor de Cornière la ve de nuevo el 20 de septiembre y constata que los sufrimientos de la enferma son «un verdadero martirio». Y le dice a Teresa que tiene una «paciencia heroica».
Teresa le responde:
–¿Cómo puede decir que tengo paciencia? ¡Eso no es cierto! No paro de quejarme, suspiro, exclamo continuamente: ¡Ay, ay! Y también: ¡Dios mío, no puedo más! ¡Ten compasión, ten compasión de mí!
Al día siguiente, preguntará a su hermana Inés de Jesús:
–¿Qué es la agonía? ¡Me parece estar en ella de continuo...!
El 24 de septiembre es el séptimo aniversario de la toma del velo negro de profesa. El doctor de Cornière viene a visitarla y se siente edificado de la enferma.
–¡Es un ángel! Tiene cara de ángel, su rostro no se ha alterado lo más mínimo, a pesar de sus enormes sufrimientos. Nunca he visto cosa igual. Dado su estado de adelgazamiento general, es cosa sobrenatural.
El doctor de Cornière prescribió inyecciones de morfina, para paliar sus dolores, pero la madre María de Gonzaga no lo permitió. Prejuicios de la época. Y no es que no quisiera dárselo a Teresa por otros motivos; cuando ella muera en 1904, víctima de un cáncer de lengua, tampoco permitirá la morfina para sí. Teresa tomará solamente en muy pequeñas dosis jarabe de morfina los últimos días.
El sacerdote Pedro Faucon confesó a Teresa el 29 de septiembre. En su deposición canónica, confesó:
–A causa de la grave enfermedad del señor Youf, confesor ordinario, fui llamado yo para escuchar la última confesión de la sierva de Dios, ya moribunda. Entré en la enfermería como en un santuario. Al verla, me sentí inundado de un profundo respeto. En medio de sus sufrimientos, ella estaba tan bella, tan serena, que parecía ya en el cielo.
La madre Inés de Jesús recuerda la exclamación del confesor al salir de la enfermería:
–¡Qué alma tan bella!
Llega el 30 de septiembre. Ahora le queda lo más duro por hacer en su vida: saber morir.
Están sus hermanas Inés de Jesús y sor Genoveva con ella. El reloj marca las tres de la tarde. La agonía empezó poco después; una larga y terrible agonía. La oían decir:
–¡Oh! ¡Es el sufrimiento del todo puro, pues no hay ni un solo consuelo!
–¡Oh, Dios mío! ¡Sin embargo, amo a Dios! ... ¡Oh, mi buena Virgen Santísima, venid en mi socorro!
–Si esto es la agonía, ¿qué será la muerte?... ¡Oh, Madre mía, os aseguro que el vaso está lleno hasta los bordes!
–¡Sí, Dios mío, todo lo que queráis, pero tened compasión de mí!
Le salían las palabras entrecortadas y desgarradoras.
No será una muerte de amor, como se lee en san Juan de la Cruz de la muerte del justo. Será una muerte de cruz, como la de Jesús. Se redoblarán en sus últimas horas las tentaciones que la atormentan contra la fe. Sumida en la noche. Sentirá como el Señor ese grito de Jesús en la cruz: «¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?». El sudor corre por su frente, se agita en el lecho, pide que echen agua bendita alrededor suyo, y dirá:
–¡Cuánto hay que rezar por los agonizantes!
Inés de Jesús, desconcertada, salió de la enfermería y corrió ante una imagen del Sagrado Corazón a la que le tenía mucha devoción. Y suplicó:
–Sagrado Corazón, te lo pido, haz que mi hermana no muera desesperada.
Sentía, presagiaba en su corazón que no era aquella la muerte de una santa religiosa sino la muerte de un pecador.
El gran teólogo Karl Rahner dirá, refiriéndose a los últimos momentos de Teresa:
He aquí alguien que ha muerto bajo la influencia fatal de una completa incredulidad hasta las raíces de su ser y que en esta situación persistió en creer. Ella creía apagándose de tisis.
Hasta el último momento de su vida, después de dos años, en medio de la enfermedad que la llevó a la tumba, no le faltó la prueba de la duda y de la crisis de fe.
Llamaron a la comunidad. Teresa esbozó una leve sonrisa a las monjas cuando llegaron. Tenía en sus manos un crucifijo. Su respiración era jadeante, el sudor frío. Sor Genoveva le pasaba por los labios un pedazo de hielo. Teresa la miraba con ternura.
La priora, pensando que la agonía se iba a prolongar, despide a la comunidad. Teresa le dice:
–Madre mía, ¿no es esto la agonía? ¿No voy a morir? ¡No voy a saber nunca morir!
Luego, con voz dulce y lastimera, dijo:
–¡Pues bien! ... ¡Adelante... adelante! ¡Oh, no quisiera sufrir menos!
Luego, mirando a su crucifijo:
–¡Oh!... ¡le amo!... ¡Dios mío..., os amo!
Fueron sus últimas palabras. Su cabeza se desplomó hacia la derecha. Pero, de repente, abrió los ojos y los tuvo fijos en el rostro de la Virgen de la Sonrisa. El tiempo del rezo de un Credo. Cerró los ojos y exhaló su último suspiro... Era el jueves 30 de septiembre de 1897, siete y veinte de la tarde. Llovía sobre Lisieux.