domingo, 12 de enero de 2014

Deporte nacional

No es el fútbol, no, el deporte nacional cuando a España le entra la “depre” por cualquier causa. El deporte nacional es quemar iglesias y matar curas, frailes y monjas. El 5 de enero, apareció la iglesia de Santa Marina, en Sevilla, con un fuego prendido de madrugada en su puerta principal. Introdujeron papeles y cartones encendidos por debajo de la puerta que prendió en una estera que se hallaba detrás de ella. Por suerte, la cosa no ha ido a mayores por la premura de los bomberos. El interior del templo se ha llenado de humo y el hollín ha impregnado las paredes e imágenes. Pero, no hay que lamentar otros daños como ocurriera a esta misma iglesia el 18 de julio de 1936, cuando fue incendiada junto a otras muchas iglesias de Sevilla esa noche. Edificio mudéjar, mezquita en tiempo moro, fue restaurado tras la quema del 36 y en él se halla ubicada la Hermandad de la Resurrección.
Es una iglesia un tanto desgraciada. Ya sufrió un incendio en el siglo XIX, en 1864, que consumió interesantísimas obras de arte. En el incendio del 18 de julio del 36, se perdieron sus cubiertas y el interesante retablo mayor procedente del convento del Carmen, obra de Francisco Barahona. También desapareció la capilla del Sagrario con su rico retablo y la Inmaculada, obra de Duque Cornejo. Otros retablos de traza montañesina procedentes del convento de las Dueñas, y el devoto busto de Nuestro Padre Jesús de las Virtudes, de honda veneración en el barrio. Se salvó del incendio el altar e imagen de la Divina Pastora, obra de Bernardo Ruiz Gijón, primera bajo este título que recibió veneración en el mundo. También se salvó la capilla de la Piedad y el interesante grupo de sus titulares que hoy reciben culto en el convento de Nuestra Señora de la Paz.
La afición por este “deporte” no es privativo de Sevilla, es nacional. Sin adentrarnos muy lejos en la Historia, el 17 de julio de 1834 se desencadenó en Madrid un motín anticlerical que se saldó con 73 frailes asesinados, 11 heridos, y no pocos conventos asaltados y quemados. Madrid sufría una epidemia de cólera y corrió la voz de que los frailes habían envenenado las aguas.
Un año después, en Barcelona, 25 de julio, día de Sant Jaume, se celebraba una corrida de toros que resultó desastrosa. Al final de la corrida, y a la voz “¡A por los frailes!”, aquello se convirtió en un aquelarre de quema de conventos y frailes huyendo por las tapias. Uno de los escapados, carmelita, fue el que con los años llegaría a ser arzobispo de Sevilla, el cardenal Joaquín Lluch y Garriga.
Si pasamos al siglo XX, está la Semana Trágica de Barcelona, del 26 de julio al 2 de agosto de 1909. Lo que fue un conflicto social, con mítines, manifestaciones y huelgas, provocado por la llamada a filas de los reservistas para engrosar el ejército de África, que se vio atacado por cábilas rebeldes del Rif, pronto se convirtió, como pasa siempre, en un conflicto anticlerical. Fueron asaltados los arsenales y quemados 27 colegios de religiosos, todos ellos dedicados a clases obreras salvo dos, 3 escuelas parroquiales de obreros, 14 iglesias, 6 conventos de monjas, 2 centros de patronatos de obreros, 6 residencias de órdenes religiosas masculinas y 9 conventos de órdenes religiosas dedicadas a la beneficencia. Fueron profanados, además, numerosos sepulcros de conventos y los cadáveres expuestos al público. ¡Una locura!
Pasemos a mayo de 1931, recién estrenada la II República. Quema de conventos en Madrid, Valencia, Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un libro para contar tales horrores. Un detalle tan solo: Fue incendiada la Casa de Escritores de los jesuitas en Madrid. Allí tenía su celda el gran historiador padre Villada, con miles y miles de fichas de sus investigaciones que darían fruto a su “Historia Eclesiástica de España”, de la que había ya publicado cinco tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
En 1933 –me permitiréis un inciso particular – tuvo lugar la quema de la iglesia de mi pueblo: Santa Olalla del Cala (Huelva). Tan poca importancia le dio la prensa sevillana, que ni siquiera mencionó tal detalle. Lo triste del caso es que el Arzobispado de Sevilla –al que entonces pertenecía mi pueblo– ni siquiera dejó reflejado ese vandálico hecho en el Boletín Oficial de la Diócesis. Pero la iglesia perdió sus imágenes veneradas y algunas de gran factura artística, como me contó mi padre. El alcalde socialista de entonces, por nombre Antoñete, bien sabía de la autoría de tal fechoría, que achacaron a un pobre hombre de campo que tenía las cejas chamuscadas de hacer carbón en el campo. Estuvo nueve meses en la cárcel y al final el juez lo soltó por falta de pruebas. Pagó las consecuencias de la cobardía de una alcaldía que no sabía cómo sacar a aquel pobre hombre de la cárcel sin señalarse a sí misma.
1934, la sublevación de Asturias y la quema fundamentalmente de la catedral de Oviedo, la “Sancta Ovetensis”, con su famosa torre donde don Fermín de Pas, el magistral, catalejo en mano, fisgoneaba desde la altura. Aunque este no es sino ese inquietante personaje nacido de la imaginación de Leopoldo Alas Clarín en su famosa novela La Regenta.
Y 1936. ¡Para qué contar lo que la guerra del 36 supuso de destrucción de templos y matanzas de frailes, curas y monjas! Las víctimas eclesiásticas de la persecución religiosa desde el 18 de julio hasta el final de la guerra civil se aproximan a las 7.000 en toda España. Y a los eclesiásticos hay que unir otra cifra similar de militantes católicos que fueron asesinados por el hecho de ser cristianos.
En fin, deporte nacional en épocas de destempladas crisis. ¡Una pena!

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