viernes, 10 de julio de 2015

El Cid Campeador

Hace unos veinte días estuve en Burgos y contemplé en su catedral el lugar del enterramiento del Cid y de su esposa doña Jimena. Hoy se cumplen 916 años de su muerte, acaecida en Valencia el 10 de julio de 1099.
No fue es esta catedral gótica, sino en la anterior románica, ante la que el Cid se santiguó camino del destierro, y hasta su corcel…

«la cara el caballo tornó a Santa María,
alzó la mano diestra, la cara se santigua...».


Alejandro Dumas, el de Los tres mosqueteros, a su paso por Burgos camino de la corte para asistir a la boda de Isabel II con el duque de Cádiz y de su hermana María Luisa con el duque de Montpensier, escribe:
–Preguntemos al primer niño que hallemos al azar quién fue el Cid Campeador. El niño, que quizá no pueda deciros el nombre de la graciosa reina que se sienta hoy en el trono de Carlos V, os dirá que el Cid Campeador se llamaba Rodrigo y había nacido en el Castillo de Vivar. Sabrá explicar en qué ocasión fue nombrado Cid; cómo obligó al rey Alfonso a prestar, en la iglesia de Santa Gadea, juramento de que no había tenido parte en la muerte de don Sancho; cómo el rey Alfonso desterró al Cid; cómo, en el momento de partir, el Cid arrancó mil florines a los judíos con el arbitrio de un cofre lleno de arena; cómo san Pedro le anunció su muerte cercana, y, finalmente, cómo, ya muerto, el ingenioso Gil Díaz, su escudero, le cabalgó, según las órdenes que había recibido de su amo moribundo, en su caballo Babieca, su espada Tizona en la mano, y los moros, creyéndole todavía vivo, emprendieron la fuga al verle, dejando veinte de sus reyes sobre el campo de batalla.
El Cid es «el Aquiles de nuestra patria —así lo describe Menéndez Pidal, su crítico más apasionado—; su historia es nuestra Ilíada, nuestra epopeya; no tenemos otra; y esta epopeya, como todas las verdaderas epopeyas, no es la creación de un poeta ni de un historiador; es la creación de un pueblo».
El Cid, el más ilustre hijo de la tierra burgalesa, aguarda junto a su esposa bajo estos muros venerables, en el centro del crucero, la resurrección de la carne. Desde 1921, curiosamente, no antes. Que los restos mortales de tan singular figura épica corrieron tan ajetreada aventura como lo hicieran en vida mortal.
Cuenta la Crónica General de Alfonso X el Sabio, que nos servirá de pauta para glosar los postreros momentos del Cid, cómo se le apareció san Pedro en el sueño de la noche y le anunció su próxima muerte. «De hoy a treinta días», le dijo. Y el Cid acogió el mensaje con serenidad porque es «cosa que no puede excusar ningún hombre nacido». Tenía muy quebrantada la salud, dolorido el cuerpo, tatuado por tantas heridas como aquella del cuello recibida en Albarracín, y cansado de luengas batallas. Reunió a sus huestes en la iglesia, las arengó sobre el fin que le aguardaba, pidió que así como su cuerpo no ha sido deshonrado en vida no lo fuera en la postrimería, «que toda la bien andanza del hombre en la fin es», confesó ante el obispo don Jerónimo, se despidió de la gente, marchó a su alcázar, hizo testamento, y quedó con la compaña de su mujer doña Jimena y de sus íntimos. Pidió al obispo que le diese el cuerpo del Señor, lo recibió devotamente de hinojos, rezó a Dios: «Señor, tuyo es el poder y tuyos son los reinos, tú eres sobre todos los reyes y sobre todas las gentes, pídote por merced que mi alma sea puesta en la luz que no tiene fin», y se echó en la cama para morir. Los últimos siete días se alimentó de un brebaje de bálsamo y mirra que el soldán de Persia le enviara.
Murió el Cid Campeador en Valencia el 10 de julio de 1099, cuando rondaba los 56 años de edad. Días después, ganó su última batalla, en una Valencia cercada por el moro. Sostenido y atado su cuerpo sobre su caballo Babieca y con su espada Tizona en la mano derecha salió una mañana a guerrear con los suyos. Su sola presencia, mejor dicho, con la presencia del apóstol Santiago que apareció en su blanco corcel, logró la desbandada agarena.
Su esposa doña Jimena resistió en Valencia durante tres años más. La ayuda de Alfonso VI sólo sirvió para evacuar la ciudad, incendiarla tras de sí y regresar a Castilla. Y fue enterrado en el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde se le hizo un tabernáculo a la derecha del altar mayor y se le colocó sobre su silla de marfil «para hacer honra al Cid», revestido con  paños de púrpura muy noble que le enviara el soldán de Persia. La mano izquierda con la Tizona y la derecha sostenida en las cuerdas del manto. Dice la historia que el rey Alfonso y otras compañas estuvieron en Cardeña unas tres semanas haciendo honras al cuerpo del Cid, en cantar misas y vigilias por su alma. Y le echaban agua bendita e incienso en el sitial que le habían preparado como se solía hacer con los que yacían en sepultura. Después, cada uno se fue para su lugar y doña Jimena quedó en Cardeña donde vivió sus últimos años.
Sucedió que venían a Cardeña muchos judíos y moros por ver la extrañeza del cuerpo del Cid. El abad tenía costumbre de hacer su predicación al pueblo. Aquel día, como no cabían en la iglesia, se hizo fuera en la plaza. La iglesia quedó vacía, el Cid en su sitial. Un judío acertó a entrar en el templo solitario, se topó ante la yerta figura del Campeador y le vino la tentación de mesarle las barbas.
—¿Éste es aquel Ruy Díaz el Cid del que dicen que en toda su vida nadie le mesó la barba?
Y, en la soledad del templo, acercó su mano con la aviesa intención sacrílega de humillar al Cid. Pero antes de que llegase al rostro del Campeador, cayó la mano derecha del Cid de las cuerdas del manto sobre el puño de la espada que sacó cosa de un palmo. El judío, lleno de espanto, se desplomó al suelo y comenzó a dar grandes gritos. El abad, al oírlo, dejó la predicación y entró precipitadamente en el templo. Y tras de él el gentío para contemplar el asombro del judío y la postura guerrera que tomó el cuerpo inerte del Cid. Y así estuvo hasta que el año décimo de su muerte se le cayó el pico de la nariz y pareció al abad y monjes de Cardeña que resultaba feo y era hora de enterrarlo. Lo sepultaron junto al altar mayor, y el de doña Jimena, cuando murió unos quince años después, junto a él. Y así reposaron siglos hasta que llegaron los franceses en 1808 y profanaron los sepulcros.
Se hallaba Napoleón en España cuando una comisión del Cuerpo legislativo francés vino a felicitar al emperador por sus triunfos. Al pasar por Burgos, visitaron San Pedro de Cardeña y vieron el sepulcro del Cid abierto. Tomaron unos restos como reliquias. El príncipe Salm Dyck, cuando volvió a París, depositó en su castillo las reliquias que se trajo —huesos del cráneo, del tronco y de la extremidad inferior derecha—, en una urna que imitaba la tumba de Cardeña. Así la tuvo, con venerable respeto, durante muchos años hasta que en 1857 la regaló al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern.
Los restos del Cid y de doña Jimena abandonados en Cardeña fueron salvados y recogidos en 1809 por orden del general francés Thiebault, gobernador militar de Castilla la Vieja, para salvar la memoria del héroe castellano y congraciarse con el pueblo burgalés. Se erigió un monumento en el paseo del Espolón, donde fueron llevados los restos del Cid en una caja cubierta en paño negro llevada en sus puntas por cuatro jefes militares y recibidos con brillante parada militar. El general Thiebault pronunció un discurso en francés, que nadie entendió, exaltando las glorias del Cid.
En 1826, los monjes de Cardeña, que han vuelto al monasterio, piden las cenizas del Cid para que reposen donde él quiso morar hasta la vida venidera. Y así se hizo el 30 de julio de ese año, removidos los restos del Espolón y escoltados esta vez por un batallón de granaderos. Pero los monjes evacuaron el monasterio en 1835 por la conocida orden de exclaustración. Vendidos los bienes del monasterio, quedaba nuevamente en peligro el futuro de los restos del Cid y de doña Jimena. Nuevas voces se alzaron para que volvieran a Burgos. En 1842 fueron depositados en la Casa Consistorial.
¡Qué lío! ¡Qué ajetreo! El Cid cabalga de muerto más que en vida mortal. Pasan los años y un académico sevillano, Francisco Tubino, descubre casualmente que en un castillo de Alemania existen unos restos que se atribuyen al Cid. Investiga y confirma la verdad de esta noticia. Y mueve los hilos para que el príncipe de Hohenzollern los devuelva a España. Cosa que hace en 1883. Nuevas solemnidades en presencia del rey Alfonso XII y llegada de las reliquias alemanas a Burgos, para ser incluidas con las otras en una sola urna. Aquella noche la ciudad fue iluminada.
Por fin, en 1922, al celebrarse el VII centenario de la catedral, se pensó que no había acto más emotivo para celebrar esta efemérides que el enterramiento del Cid y doña Jimena, custodiados en el Ayuntamiento, bajo estos muros venerables. En el centro del crucero, sobre el pavimento, reposan desde entonces. Una inscripción redactada por Ramón Menéndez Pidal dan fe de ello: «Rodrigo Díaz, Campeador, muerto en Valencia en 1099. Su mujer Jimena, hija del Conde Diego de Oviedo, de estirpe regia...».

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