Hace
unos veinte días estuve en Burgos y contemplé en su catedral el lugar del
enterramiento del Cid y de su esposa doña Jimena. Hoy se cumplen 916 años de su
muerte, acaecida en Valencia el 10 de julio de 1099.
No
fue es esta catedral gótica, sino en la anterior románica, ante la que el Cid
se santiguó camino del destierro, y hasta su corcel…
«la cara el caballo tornó a Santa María,
alzó la mano diestra, la cara se santigua...».
Alejandro
Dumas, el de Los tres mosqueteros, a su paso por Burgos camino de la
corte para asistir a la boda de Isabel II con el duque de Cádiz y de su hermana
María Luisa con el duque de Montpensier, escribe:
–Preguntemos
al primer niño que hallemos al azar quién fue el Cid Campeador. El niño, que
quizá no pueda deciros el nombre de la graciosa reina que se sienta hoy en el
trono de Carlos V, os dirá que el Cid Campeador se llamaba Rodrigo y había
nacido en el Castillo de Vivar. Sabrá explicar en qué ocasión fue nombrado Cid;
cómo obligó al rey Alfonso a prestar, en la iglesia de Santa Gadea, juramento
de que no había tenido parte en la muerte de don Sancho; cómo el rey Alfonso
desterró al Cid; cómo, en el momento de partir, el Cid arrancó mil florines a
los judíos con el arbitrio de un cofre lleno de arena; cómo san Pedro le
anunció su muerte cercana, y, finalmente, cómo, ya muerto, el ingenioso Gil
Díaz, su escudero, le cabalgó, según las órdenes que había recibido de su amo
moribundo, en su caballo Babieca, su espada Tizona en la mano, y los moros, creyéndole
todavía vivo, emprendieron la fuga al verle, dejando veinte de sus reyes sobre
el campo de batalla.
El
Cid es «el Aquiles de nuestra patria —así lo describe Menéndez Pidal, su
crítico más apasionado—; su historia es nuestra Ilíada, nuestra epopeya;
no tenemos otra; y esta epopeya, como todas las verdaderas epopeyas, no es la
creación de un poeta ni de un historiador; es la creación de un pueblo».
El
Cid, el más ilustre hijo de la tierra burgalesa, aguarda junto a su esposa bajo
estos muros venerables, en el centro del crucero, la resurrección de la carne.
Desde 1921, curiosamente, no antes. Que los restos mortales de tan singular
figura épica corrieron tan ajetreada aventura como lo hicieran en vida mortal.
Cuenta
la Crónica General de Alfonso X el Sabio, que nos servirá de pauta para
glosar los postreros momentos del Cid, cómo se le apareció san Pedro en el
sueño de la noche y le anunció su próxima muerte. «De hoy a treinta días», le
dijo. Y el Cid acogió el mensaje con serenidad porque es «cosa que no puede
excusar ningún hombre nacido». Tenía muy quebrantada la salud, dolorido el
cuerpo, tatuado por tantas heridas como aquella del cuello recibida en
Albarracín, y cansado de luengas batallas. Reunió a sus huestes en la iglesia,
las arengó sobre el fin que le aguardaba, pidió que así como su cuerpo no ha
sido deshonrado en vida no lo fuera en la postrimería, «que toda la bien
andanza del hombre en la fin es», confesó ante el obispo don Jerónimo, se
despidió de la gente, marchó a su alcázar, hizo testamento, y quedó con la
compaña de su mujer doña Jimena y de sus íntimos. Pidió al obispo que le diese
el cuerpo del Señor, lo recibió devotamente de hinojos, rezó a Dios: «Señor,
tuyo es el poder y tuyos son los reinos, tú eres sobre todos los reyes y sobre
todas las gentes, pídote por merced que mi alma sea puesta en la luz que no
tiene fin», y se echó en la cama para morir. Los últimos siete días se alimentó
de un brebaje de bálsamo y mirra que el soldán de Persia le enviara.
Murió
el Cid Campeador en Valencia el 10 de julio de 1099, cuando rondaba los 56 años
de edad. Días después, ganó su última batalla, en una Valencia cercada por el
moro. Sostenido y atado su cuerpo sobre su caballo Babieca y con su espada
Tizona en la mano derecha salió una mañana a guerrear con los suyos. Su sola
presencia, mejor dicho, con la presencia del apóstol Santiago que apareció en
su blanco corcel, logró la desbandada agarena.
Su
esposa doña Jimena resistió en Valencia durante tres años más. La ayuda de
Alfonso VI sólo sirvió para evacuar la ciudad, incendiarla tras de sí y
regresar a Castilla. Y fue enterrado en el monasterio de San Pedro de Cardeña,
donde se le hizo un tabernáculo a la derecha del altar mayor y se le colocó
sobre su silla de marfil «para hacer honra al Cid», revestido con paños de púrpura muy noble que le enviara el
soldán de Persia. La mano izquierda con la Tizona y la derecha sostenida en las
cuerdas del manto. Dice la historia que el rey Alfonso y otras compañas
estuvieron en Cardeña unas tres semanas haciendo honras al cuerpo del Cid, en
cantar misas y vigilias por su alma. Y le echaban agua bendita e incienso en el
sitial que le habían preparado como se solía hacer con los que yacían en
sepultura. Después, cada uno se fue para su lugar y doña Jimena quedó en
Cardeña donde vivió sus últimos años.
Sucedió
que venían a Cardeña muchos judíos y moros por ver la extrañeza del cuerpo del
Cid. El abad tenía costumbre de hacer su predicación al pueblo. Aquel día, como
no cabían en la iglesia, se hizo fuera en la plaza. La iglesia quedó vacía, el
Cid en su sitial. Un judío acertó a entrar en el templo solitario, se topó ante
la yerta figura del Campeador y le vino la tentación de mesarle las barbas.
—¿Éste
es aquel Ruy Díaz el Cid del que dicen que en toda su vida nadie le mesó la
barba?
Y,
en la soledad del templo, acercó su mano con la aviesa intención sacrílega de
humillar al Cid. Pero antes de que llegase al rostro del Campeador, cayó la
mano derecha del Cid de las cuerdas del manto sobre el puño de la espada que
sacó cosa de un palmo. El judío, lleno de espanto, se desplomó al suelo y
comenzó a dar grandes gritos. El abad, al oírlo, dejó la predicación y entró
precipitadamente en el templo. Y tras de él el gentío para contemplar el
asombro del judío y la postura guerrera que tomó el cuerpo inerte del Cid. Y
así estuvo hasta que el año décimo de su muerte se le cayó el pico de la nariz
y pareció al abad y monjes de Cardeña que resultaba feo y era hora de
enterrarlo. Lo sepultaron junto al altar mayor, y el de doña Jimena, cuando
murió unos quince años después, junto a él. Y así reposaron siglos hasta que
llegaron los franceses en 1808 y profanaron los sepulcros.
Se
hallaba Napoleón en España cuando una comisión del Cuerpo legislativo francés vino
a felicitar al emperador por sus triunfos. Al pasar por Burgos, visitaron San
Pedro de Cardeña y vieron el sepulcro del Cid abierto. Tomaron unos restos como
reliquias. El príncipe Salm Dyck, cuando volvió a París, depositó en su
castillo las reliquias que se trajo —huesos del cráneo, del tronco y de la
extremidad inferior derecha—, en una urna que imitaba la tumba de Cardeña. Así
la tuvo, con venerable respeto, durante muchos años hasta que en 1857 la regaló
al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern.
Los
restos del Cid y de doña Jimena abandonados en Cardeña fueron salvados y
recogidos en 1809 por orden del general francés Thiebault, gobernador militar
de Castilla la Vieja, para salvar la memoria del héroe castellano y
congraciarse con el pueblo burgalés. Se erigió un monumento en el paseo del
Espolón, donde fueron llevados los restos del Cid en una caja cubierta en paño
negro llevada en sus puntas por cuatro jefes militares y recibidos con
brillante parada militar. El general Thiebault pronunció un discurso en francés,
que nadie entendió, exaltando las glorias del Cid.
En
1826, los monjes de Cardeña, que han vuelto al monasterio, piden las cenizas
del Cid para que reposen donde él quiso morar hasta la vida venidera. Y así se
hizo el 30 de julio de ese año, removidos los restos del Espolón y escoltados
esta vez por un batallón de granaderos. Pero los monjes evacuaron el monasterio
en 1835 por la conocida orden de exclaustración. Vendidos los bienes del
monasterio, quedaba nuevamente en peligro el futuro de los restos del Cid y de
doña Jimena. Nuevas voces se alzaron para que volvieran a Burgos. En 1842
fueron depositados en la Casa Consistorial.
¡Qué
lío! ¡Qué ajetreo! El Cid cabalga de muerto más que en vida mortal. Pasan los
años y un académico sevillano, Francisco Tubino, descubre casualmente que en un
castillo de Alemania existen unos restos que se atribuyen al Cid. Investiga y
confirma la verdad de esta noticia. Y mueve los hilos para que el príncipe de
Hohenzollern los devuelva a España. Cosa que hace en 1883. Nuevas solemnidades
en presencia del rey Alfonso XII y llegada de las reliquias alemanas a Burgos,
para ser incluidas con las otras en una sola urna. Aquella noche la ciudad fue
iluminada.
Por
fin, en 1922, al celebrarse el VII centenario de la catedral, se pensó que no
había acto más emotivo para celebrar esta efemérides que el enterramiento del
Cid y doña Jimena, custodiados en el Ayuntamiento, bajo estos muros venerables.
En el centro del crucero, sobre el pavimento, reposan desde entonces. Una
inscripción redactada por Ramón Menéndez Pidal dan fe de ello: «Rodrigo Díaz,
Campeador, muerto en Valencia en 1099. Su mujer Jimena, hija del Conde Diego de
Oviedo, de estirpe regia...».
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