domingo, 2 de septiembre de 2018

Azaña, ¿se convirtió a la fe católica?


Si la figura de Manuel Azaña, el que fuera jefe de Gobierno (1931-1933) y presidente de la Segunda República (1936-1939), relevante intelectual, liberal y burgués, como él se definió, fue polémica en vida, lo es aún a la distancia de los años.


 En Montauban (Francia), donde murió el 3 de noviembre de 1940, se celebró en 1990, al cumplirse los 50 años de su muerte, un homenaje en su honor. Y la prensa de esos días fue profusa en artículos dedicados a su memoria. Pero no se reseñó un dato que dio que hablar en su tiempo y que, en la hora de los homenajes, se intentó soslayar: su conversión postrera en la hora de su muerte. Tan sólo un atisbo de rechazo en Juan Marichal, escritor ligado al partido republicano canario y exiliado tras la guerra, el cual, tras su ponencia leída en Montauban, comunicó su desacuerdo con la versión dada por Televisión española sobre la muerte de Azaña: «Debemos protestar (sí, protestar) porque TVE ha escogido la versión oficial franquista y que podemos caracterizar también de versión oficial católica». Es decir, que Azaña murió reconciliado con Dios en el seno de la Iglesia católica. Y añadió: «¿Cuándo la Iglesia española se aplicará el precepto dado tan noblemente por el presidente Azaña el 18 de julio de 1938: «Paz, piedad, perdón»? Porque... ha sido la mayor difusora de las imágenes falsas que hemos visto. No es tampoco la ocasión para considerar lo que ha sido en nuestra tragedia nacional la «pesca de almas» en sus últimos momentos».
Pues, aunque le pese a Juan Marichal, no fue ningún miembro del clero español el que intervino en los últimos momentos de la vida de Azaña. Fue un francés, y precisamente el propio obispo de Montauban, monseñor Théas, quien fue llamado a su lecho y quien lo reveló años después en un sermón con motivo del jubileo del Año Santo de 1950.
Monseñor Pierre-Marie Théas acababa de llegar a la diócesis de Montauban, cuando fue requerido por un español para que acudiera a asistir al presidente Azaña, que vivía en el Gran Hotel du Midi.
En ese encuentro, Azaña le confesó que quería morir en el seno de la Iglesia católica. «Estas palabras –confesó el obispo– fueron pronunciadas con tal acento de sinceridad, que saqué mi crucifijo y se lo di al enfermo. Entonces el presidente Azaña, en sus manos, comenzó a besar las llagas del Salvador, diciendo: ¡Jesús, piedad, misericordia!». Entonces el presidente Azaña se confesó.
Cuando el obispo volvió para llevarle el viático y administrarle la unción de enfermos, alguien le impidió la entrada: «El presidente está cardíaco y eso le puede hacer daño». Sin embargo, en confesión del mismo obispo, en otro momento pudo darle los últimos sacramentos, aunque su entrada fue impedida en cinco ocasiones.
–Algunos días después –confesó el obispo– tuvo lugar el entierro civil; pero yo sabía muy bien el retorno del pródigo a la Casa del Padre de las misericordias.
El entierro civil fue dispuesto por el cónsul de México sin el conocimiento de la esposa de Azaña, que fue quien llamó al obispo. «La viuda no se atrevió a protestar, porque México pagaba todos los gastos del hotel del presidente y de los que le acompañaban».
Quien desee más información, podría consultar el Bulletin Catholique de Montauban de la época, y creer, si lo desea, las palabras del obispo Théas, posteriormente obispo de Tarbes-Lourdes. Nada de esto se dice en el libro de Santos Juliá «Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940)». Santos Juliá, excura sevillano y en tiempos ha amigo, escribe que el obispo «se presentó en el hotel para informarse por el estado del enfermo. Pasó a la habitación y charló un rato con Azaña que, muy complacido y sonriente, le habló de todo, de Cipriano [su cuñado, condenado en Madrid a la última pena en esos días, por el que intercedió monseñor Théas, enviando dos cables, uno a Franco y otro a Roma], de los niños, de su juventud en El Escorial. Notando que se cansaba, el obispo les dejó enseguida y no le vieron más hasta que, enterado de la extrema gravedad en que había caído en los últimos días de octubre, volvió de nuevo acompañado de un cura español, que pretendió entrar a verle. No accedió su mujer, que dejó pasar al obispo, a quien tantas veces Azaña había reclamado. En fin, y siempre según el relato de Dolores de Rivas [su esposa] a su hermano, pasadas las diez de la noche del día 3 de noviembre, viéndole morir y angustiada por su soledad en aquel dolor, encargó a Antonio Lot que llamara a Saravia y a la monja, soeur Ignace, que cumpliendo sus deseos volvió un poco más tarde acompañando al obispo. Y así, en el momento de su muerte, el 3 de noviembre de 1940 a las doce menos cuarto de la noche, rodeaban a Manuel Azaña, en su habitación del Hotel du Midi, su mujer, Dolores de Rivas Cherif, el general Juan Hernández Saravia, el pintor Francisco Galicia, el mayordomo Antonio Lot, el obispo Pierre-Marie Théas y la monja Ignace».
Al parecer resulta feo para una biografía laica contar que Azaña –aquel que dijo: «España ha dejado de ser católica»– se confesó con el obispo, recibió los últimos sacramentos y se convirtió en sus momentos finales.

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