lunes, 15 de mayo de 2017

Isidro Labrador, patrono de los labradores españoles

Isidro Labrador, patrono de la villa y corte de Madrid, proclamado por Juan XXIII patrono de los labradores españoles, fue el pri­mer laico llevado a los altares tras un proceso canónico ins­truido por la congregación de Ritos. Isi­dro fue un laico, simplemente laico, casado y con hijo. Vivió vida de laico y se santificó como tal. Juan Diácono, su pri­mer biógrafo, que escribió de Isidro un siglo después de su muerte, lo retrata gráficamente cuando dice de él: «de inta­chables costumbres, tuvo legítima mujer e hijo, rigió conve­nientemente su casa y vivió dignamente».
Así, sin más, con estos rasgos tan sencillos, lo santi­ficó el pueblo de Madrid y siglos después lo ratificó la Iglesia.
  

Es especialmente significativo que Isidro haya subido a los altares siendo un hombre de su casa, respetuoso con su mujer e hijo, a los que llevaba el pan cotidiano con su tra­bajo en el tajo, cuando la casi totalidad de los santos y santas que la Iglesia propone como modelos de vida cristiana gozan de una consagración que los pone en un estado de vida diferente de la mayor parte del pueblo de Dios. Monjes, frai­les, sacerdotes, obispos, papas, misioneros... todos ellos han profesado el voto de castidad o han renunciado de algún modo a la vida conyugal por el reino de los cielos.
Isidro, por el contrario, ejerció de casado toda su vida. Y se santificó con el trabajo cotidiano –una yunta de bueyes– y la vida familiar. Otros muchos santos han salido del medio rural, como san Isidro, pero se han santificado fuera de él y están vinculados por una consagración especial. Por ejemplo, Pascual Bailón y Juan María Vianney. El primero se hizo franciscano y el segundo sacerdote, conocido como el santo Cura de Ars. Isidro permaneció siempre en el campo, en el tajo, junto a la yunta de bueyes. Un sencillo labriego. De ahí su gloria y el patronazgo que ostenta. Son infinitas las ermitas, capillas e iglesias dedicadas en su honor por esos pueblos de España, y también en América, y las plegarias que le dirigen en los momentos de sequía o heladas.
Si en otro tiempo san Isidro fue un santo popular, espe­cialmente querido por el pueblo por su fama de milagrero, al que acude con especial devoción y sobre el que se cuentan cu­riosas leyendas, hoy podría resaltarse en él ese aspecto tan deseado de su laicidad y de su vida familiar.
San Isidro es un santo cercano al común de los mortales. No es un consagrado, ni un célibe, no ha hecho voto de casti­dad, su vida está tejida de trabajo, vida familiar, pertenen­cia a una cofradía... características propias de los buenos cristianos que cubren la casi totalidad del pueblo de Dios. Isidro Labrador y su mujer María de la Cabeza forman uno de esos pocos matrimonios que la Iglesia ha elevado a los alta­res. No es fácil, y resulta fatigante, recorrer la hagiogra­fía de la Iglesia para encontrar ejemplos de cristianos que han llegado a la perfección cristiana sin dejar la vida co­mún, hecha de trabajo, familia y empeño en la vida pública. El 93 por ciento de los santos que aparecen en el Santoral de la Iglesia están marcados por su vida celibataria y consa­grada. Sólo un 7 por ciento pertenece al grupo de los despo­sados. Pero en este pequeño grupo habría que hacer una valo­ración. La mayoría de ellos no han sido exaltados a la santi­dad por su cualidad de casados, sino por otros aspectos. Por ejemplo: la militancia del guerrero cristiano (san Luis de Francia o san Fernando) o la exaltación de la viudedad consagrada a Dios (santa Rita de Casia)...
San Isidro, que pertenece al catálogo de los santos de devoción popular por su fama de milagrero, tiene para el mundo de hoy esa otra faceta más fascinante si cabe: el hom­bre casado que se santificó con su trabajo diario y su vida familiar.
Isidro debió nacer en una fecha incierta de finales del siglo XI o tal vez en los primeros años del XII. Y su muerte debió ocurrir hacia el año 1170. Digamos, pues, que su vida transcurre en los dos primeros tercios del siglo XII.
Nació en Madrid, de esto nadie duda. Un Madrid recién conquistado por las huestes cristianas de Alfonso VI. Un Ma­drid pequeño y murado, como un enclave al norte de Toledo, creado por los árabes como avanzadilla de defensa de la ciu­dad imperial. La conquista de Madrid, hacia 1083, servirá a Alfonso VI de base para la acariciada conquista de Toledo, que tiene lugar el 25 de mayo de 1085. Cristianizada la vi­lla, convertidas las mezquitas en iglesias, a principios del siglo XII Madrid cuenta con una población cercana a las dos mil personas y una serie de iglesias que harán las delicias de Isidro en su paseo matinal antes de acudir al trabajo.
Isidro tuvo una muerte normal. Después de una vida de monótono y continuado trabajo en el campo, mu­rió en su lecho, rodeado de su mujer e hijo. No tuvo una muerte excepcional, como ocurre en la biografía de tantos santos. Su tránsito de este mundo no se diferencia en nada de la de los demás mortales. Por las pinceladas, escasas, que nos ofrece Juan Diácono, Isidro Labrador cayó enfermo de muerte después que el Señor determinase «premiar sus conti­nuos trabajos». Se llamó al cura para que le diera el viá­tico, lo recibió con devoción, hizo testamento de su pobre hacienda, dirigió unas palabras de recomendación y cariño a su mujer e hijo, se puso en oración, cerró los ojos «y exhaló su espíritu, yendo a recibir el galardón sempiterno».
Después, el entierro. En el cementerio de la parroquia de San Andrés, «cuya iglesia visitaba el Santo an­tes de partir al trabajo». Lo enterraron fuera del templo, no en su bóveda, en el lugar donde se entierran a los pobres. Allí, en la tierra desnuda, reposó el cuerpo grandullón de este labriego de Madrid.
Unos cuarenta años estuvo bajo tierra, «sin que ningún hombre lo visitara», cuenta Juan Diácono. «Y estuvo tan olvidado, que en tiempo de lluvias un arroyuelo que pasaba por allí en­tró en el interior de la sepultura. Pero el Dios misericor­dioso, que cuida de sus escogidos de día y de noche, no con­sintió que pereciese ni un cabello ni un miembro de su fiel servidor».
Pasado este tiempo, por una «revelación divina» es des­cubierto el cuerpo incorrupto de san Isidro. Juan Diácono adorna este hecho con dos revelaciones del santo para que su cuerpo fuera trasladado a un lugar digno en la parroquia de San An­drés.
La tradición señala la fecha de la invención: 1 de abril de 1212, domingo de Quasimodo o in albis, es decir, el se­gundo domingo de pascua.

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