jueves, 25 de junio de 2015

María de las Mercedes, un amor de cuentos de hadas

Sevilla se ha convertido en pequeña corte. En el Alcázar reside Isabel II con sus hijas Pilar, Eulalia y Paz. En San Telmo, los duques de Montpensier y familia.
Asentado en el trono Alfonso XII, Isabel II añora volver a España. El destierro de París se le hace insoportable y acaricia el deseo de participar en el triunfo de su hijo. Cosa en la que Cánovas no muestra maldito interés:
–Vuestra Majestad no es una persona, es un reinado, es una época histórica, y lo que el país necesita hoy es otro reinado, y otras épocas diferentes de las anteriores.
Pero la reina está empeñada y Cánovas tiene que ceder. Llegan a un acuerdo: Regresará a España, pero no podrá permanecer en Madrid. Elegirá como residencia Barcelona o Sevilla.
Eligió Sevilla.
El 30 de julio de 1876 desembarcó en Santander. La esperaba su hijo, el rey Alfonso. Tras unos meses de residencia en el Escorial –nada de acercarse por Madrid– se instala en el Alcázar sevillano.


María de las Mercedes

Poco después, regresaron también los duques de Montpen­sier, pero el resentimiento seguía vivo entre ambas familias. Isabel II no quiso saludar a su hermana y cuñado cuando llegaron a la ciudad, y prohibió a sus hijas Pilar, Eulalia y Paz el menor trato con la familia de su hermana: no podía olvidar las apetencias al trono del duque y las zancadillas que propinó siempre que pudo para colocar sobre sus sienes la corona de España. Pero Montpensier busca la reconciliación y lo va a lograr. Cuenta con un resorte magnífico: su linda hija Mercedes, de quien está perdidamente enamorado el rey Alfonso XII. Las relaciones rotas hacía ocho años se hilvanan una tarde que los duques anuncian visita al Alcázar: besos, abrazos... Al día siguiente, Isabel II devuelve la visita. Desde ese momento las infantas juegan con sus primos y primas. El embrujo sevillano ha traído la paz a la pequeña corte de Sevilla.
Pasa un año. Diariamente se escriben el rey y la que ya, aunque no oficialmente, es su novia, Mercedes, la de tez pálida, color rosa de té, diecisiete años, ojos oscuros y grandes... el romance se consuma.
Isabel II, recluida en el Alcázar, no puede disimular su encono. No le resulta agradable sentirse relegada a un segundo plano después de haber sido tantos años reina de España, y ahora, tras la presunta boda, en igualdad con el duque. Desasosegada escribe:
–El casamiento con la hija de Montpensier no lo puedo aprobar, no porque la chica no sea buena, sino porque no quiero nada en común con Mont­pensier...
Es tarde, Isabel II. Esta vez el corazón de un rey joven ha triunfado sobre la razón de Estado. En esto Isabel II, madre, debería mostrar una mayor indulgencia, que a ella por razones de Estado la casaron ya sabemos con quien... Un día de noviembre, bruscamente, Isabel II viaja a París donde recluye su pena en el palacio de Castilla, su hogar de destierro.
El 7 de diciembre de 1877, víspera de la Inmaculada, una Comisión presidida por el duque de Sesto y marqués de Alcañices se destaca a Sevilla para pedir la mano de la infanta. En el salón de audiencias del palacio de San Telmo, el duque de Sesto lee la carta del rey Alfonso XII a su tío el duque de Montpensier:
–Después de meditar por mí propio el asunto con todo el dete­nimiento que su importancia merece, y oído mi Consejo de Ministros, he resuelto, etc... y siéndome tan conocidas las altas prendas que adornan a la Infanta de España doña María de las Mercedes de Orleans y Borbón, hija vuestra y mi prima, no he titubeado en elegirla por esposa...
Una pulsera de oro, rubíes y brillantes es el regalo del rey. A Montpensier le tintinean las pajarillas y le sudan los bigotes. Envía el siguiente telegrama al rey:
–Alcañices desempeñó admirablemente su comisión y sale mañana, domingo, para Madrid, llevándole las contestaciones más favorables; todos rebosando en alegría, y más que nadie tu respetuoso tío, que tanto te quiere...
El ladino duque se ha salido con la suya: si él no reina, reinará su hija. «Rebosando de alegría», lógico. En París, Isabel II se muerde las uñas.
Sevilla es una fiesta. Llegó el rey el 22 de diciembre y no marchó hasta el 9 de enero. Fuegos de artificio, toros, teatros, regatas, carreras de caballos... El 10 de enero de 1878 se reúnen las Cortes para conocer oficialmente de boca de Cánovas la boda real. Hubo algunas voces discrepantes. Don Claudio Moyano, que se pronunció contra la boda, quiso distinguir el factor político del sentimental:
–La infanta doña Mercedes –dijo– está completamente fuera de la cuestión: los ángeles no se discuten.
Las Cortes aprueban la boda por abrumadora mayoría... Se casaron en la basílica de Atocha el 23 de enero de 1878. La madre del novio, en París. El padre de la novia, en Madrid, feliz y contento.
Se canta en los corros:

A 23 de enero
se casa el rey
con su primita hermana
mira qué ley.

Mercedes, diecisiete años, la de tez pálida, color rosa de té, ya es reina de España.
Los ángeles no se discuten.
Cinco meses después, 26 de junio de 1878 (hace 137 años)... Tres días antes, por San Juan, unos cañonazos anuncian en Madrid el cumpleaños de la reina Mercedes: dieciocho años. Pero Madrid vive días de inquietud y desasosiego: presiente el final, lo sabe. Tifus. La niña color rosa de té ha muerto.

¿Dónde vas, Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.
Tu Mercedes ya se ha muerto.
Muerta está, que yo la vi.
Cuatro duques la llevaban
por las calles de Madrid.

España entera la llora. En Sevilla, se monta un funeral en la catedral al que acude toda la ciudad, llorosa por esa niña que, aunque no nacida en Sevilla, era sevillana por su juventud y su gracia.
Con palabras patéticas, el canónigo don Servando Arbolí pronunció desde el púlpito catedralicio la oración fúnebre y recordó aquellos sencillos versos del poeta Hartzenbusch:

La triste nueva de su fin recibo.
¡Era flor de virtud, joven y bella!
Yo, viejo inútil, vivo...
¡Quién fuera digno de morir por ella!


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