Sevilla
se ha convertido en pequeña corte. En el Alcázar reside Isabel II con sus hijas
Pilar, Eulalia y Paz. En San Telmo, los duques de Montpensier y familia.
Asentado
en el trono Alfonso XII, Isabel II añora volver a España. El destierro de París
se le hace insoportable y acaricia el deseo de participar en el triunfo de su
hijo. Cosa en la que Cánovas no muestra maldito interés:
–Vuestra Majestad
no es una persona, es un reinado, es una época histórica, y lo que el país
necesita hoy es otro reinado, y otras épocas diferentes de las anteriores.
Pero la reina
está empeñada y Cánovas tiene que ceder. Llegan a un acuerdo: Regresará a
España, pero no podrá permanecer en Madrid. Elegirá como residencia Barcelona o
Sevilla.
Eligió
Sevilla.
El 30 de
julio de 1876 desembarcó en Santander. La esperaba su hijo, el rey Alfonso.
Tras unos meses de residencia en el Escorial –nada de acercarse por Madrid– se
instala en el Alcázar sevillano.
María de
las Mercedes
Poco
después, regresaron también los duques de Montpensier, pero el resentimiento
seguía vivo entre ambas familias. Isabel II no quiso saludar a su hermana y
cuñado cuando llegaron a la ciudad, y prohibió a sus hijas Pilar, Eulalia y Paz
el menor trato con la familia de su hermana: no podía olvidar las apetencias al
trono del duque y las zancadillas que propinó siempre que pudo para colocar
sobre sus sienes la corona de España. Pero Montpensier busca la reconciliación
y lo va a lograr. Cuenta con un resorte magnífico: su linda hija Mercedes, de
quien está perdidamente enamorado el rey Alfonso XII. Las relaciones rotas
hacía ocho años se hilvanan una tarde que los duques anuncian visita al
Alcázar: besos, abrazos... Al día siguiente, Isabel II devuelve la visita.
Desde ese momento las infantas juegan con sus primos y primas. El embrujo
sevillano ha traído la paz a la pequeña corte de Sevilla.
Pasa un
año. Diariamente se escriben el rey y la que ya, aunque no oficialmente, es su
novia, Mercedes, la de tez pálida, color rosa de té, diecisiete años, ojos
oscuros y grandes... el romance se consuma.
Isabel
II, recluida en el Alcázar, no puede disimular su encono. No le resulta
agradable sentirse relegada a un segundo plano después de haber sido tantos
años reina de España, y ahora, tras la presunta boda, en igualdad con el duque.
Desasosegada escribe:
–El
casamiento con la hija de Montpensier no lo puedo aprobar, no porque la chica
no sea buena, sino porque no quiero nada en común con Montpensier...
Es tarde,
Isabel II. Esta vez el corazón de un rey joven ha triunfado sobre la razón de
Estado. En esto Isabel II, madre, debería mostrar una mayor indulgencia, que a
ella por razones de Estado la casaron ya sabemos con quien... Un día de
noviembre, bruscamente, Isabel II viaja a París donde recluye su pena en el
palacio de Castilla, su hogar de destierro.
El 7 de
diciembre de 1877, víspera de la Inmaculada, una Comisión presidida por el
duque de Sesto y marqués de Alcañices se destaca a Sevilla para pedir la mano
de la infanta. En el salón de audiencias del palacio de San Telmo, el duque de
Sesto lee la carta del rey Alfonso XII a su tío el duque de Montpensier:
–Después
de meditar por mí propio el asunto con todo el detenimiento que su importancia
merece, y oído mi Consejo de Ministros, he resuelto, etc... y siéndome tan
conocidas las altas prendas que adornan a la Infanta de España doña María de
las Mercedes de Orleans y Borbón, hija vuestra y mi prima, no he titubeado en
elegirla por esposa...
Una pulsera
de oro, rubíes y brillantes es el regalo del rey. A Montpensier le tintinean
las pajarillas y le sudan los bigotes. Envía el siguiente telegrama al rey:
–Alcañices
desempeñó admirablemente su comisión y sale mañana, domingo, para Madrid,
llevándole las contestaciones más favorables; todos rebosando en alegría, y más
que nadie tu respetuoso tío, que tanto te quiere...
El ladino
duque se ha salido con la suya: si él no reina, reinará su hija. «Rebosando de
alegría», lógico. En París, Isabel II se muerde las uñas.
Sevilla
es una fiesta. Llegó el rey el 22 de diciembre y no marchó hasta el 9 de enero.
Fuegos de artificio, toros, teatros, regatas, carreras de caballos... El 10 de
enero de 1878 se reúnen las Cortes para conocer oficialmente de boca de Cánovas
la boda real. Hubo algunas voces discrepantes. Don Claudio Moyano, que se
pronunció contra la boda, quiso distinguir el factor político del sentimental:
–La
infanta doña Mercedes –dijo– está completamente fuera de la cuestión: los
ángeles no se discuten.
Las
Cortes aprueban la boda por abrumadora mayoría... Se casaron en la basílica de
Atocha el 23 de enero de 1878. La madre del novio, en París. El padre de la
novia, en Madrid, feliz y contento.
Se canta
en los corros:
A 23 de
enero
se casa
el rey
con su
primita hermana
mira qué
ley.
Mercedes,
diecisiete años, la de tez pálida, color rosa de té, ya es reina de España.
Los
ángeles no se discuten.
Cinco
meses después, 26 de junio de 1878 (hace 137 años)... Tres días antes, por San
Juan, unos cañonazos anuncian en Madrid el cumpleaños de la reina Mercedes:
dieciocho años. Pero Madrid vive días de inquietud y desasosiego: presiente el
final, lo sabe. Tifus. La niña color rosa de té ha muerto.
¿Dónde
vas, Alfonso XII?
¿Dónde
vas, triste de ti?
Voy en busca
de Mercedes,
que ayer
tarde no la vi.
Tu
Mercedes ya se ha muerto.
Muerta
está, que yo la vi.
Cuatro
duques la llevaban
por las
calles de Madrid.
España
entera la llora. En Sevilla, se monta un funeral en la catedral al que acude
toda la ciudad, llorosa por esa niña que, aunque no nacida en Sevilla, era
sevillana por su juventud y su gracia.
Con
palabras patéticas, el canónigo don Servando Arbolí pronunció desde el púlpito catedralicio
la oración fúnebre y recordó aquellos sencillos versos del poeta Hartzenbusch:
La triste
nueva de su fin recibo.
¡Era flor
de virtud, joven y bella!
Yo, viejo
inútil, vivo...
¡Quién
fuera digno de morir por ella!
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