Después
de un par de compromisos, en los que he tenido que escribir dos biografías
urgentes –Luis y Celia Martin, padres de Teresa de Lisieux, y María de la
Purísima, Hermana de la Cruz, que serán canonizados el próximo 18 de octubre en
Roma– retomo de nuevo la semblanza que traía entre manos del cardenal Segura,
que fuera arzobispo de Sevilla de 1937 a 1957.
En
septiembre de 1955 llegué por primera vez a la Universidad Pontificia de
Comillas donde estudié cuatro cursos de Humanidades antes de pasar a Filosofía
y Teología. El nuncio de entonces, Ildebrando Antoniutti, solía pasar las Semanas
Santas en Comillas, presidiendo los Oficios Santos, con una liturgia muy
cuidada y una Schola Cantorum que interpretaba los mejores motetes de Vitoria y
otras músicas sacras.
En
uno de los claustros del edificio noble de la Universidad se hallaban colgados
los retratos de los obispos que habían pasado por las aulas de la Universidad
de Comillas. El primero de todos, el cardenal Segura.
Pasó
Antoniutti por el claustro y al observar el retrato de Segura, preguntó al
rector:
–¿Qué
hace ese retrato ahí?
Y
el rector, sin más comentario, ordenó que se quitara.
Al
parecer, molestaba al nuncio Antoniutti sentirse observado desde lo alto de la
pared por el prelado hispalense que en su vejez se hallaba recluido en su
palacio arzobispal, destituido de todo poder por la Santa Sede salvo del título
de arzobispo de Sevilla, que conservará hasta su muerte. Un mero título ya sin
jurisdicción alguna sobre una diócesis que había llevado con autoridad y a
golpe de penas canónicas durante diecisiete años.
Pasado
un tiempo, sin que el cuadro fuera repuesto, los seminaristas sevillanos –dos
teólogos: José María Estudillo y Antonio Garnica; dos filósofos: Salvador Petit
y José Naranjo; y dos seminaristas del Seminario Menor: José Miguel Romero de
Solís y un servidor, Carlos Ros– acudimos al despacho del rector para mostrar
nuestro desacuerdo por la desaparición del cuadro del arzobispo de Sevilla y primer
obispo salido de la Universidad, consagrado en la misma Comillas el 13 de junio
de 1916, fiesta de san Antonio, cuando solo tenía 35 años de edad.
El
rector, algo nervioso, excusó la desaparición del cuadro insinuando que se
estaba restaurando.
–¿Restaurando
una foto? No es un cuadro al óleo, señor rector.
Y
así, por arte de magia, el retrato del cardenal Segura apareció ya «restaurado»
en su sitio un día del mes de mayo de 1956.
Conocí
al cardenal Segura el 21 de noviembre de 1954 en la coronación canónica de la
Virgen de la Amargura en la catedral de Sevilla. Asistí con mi padre a ese
acto. Tenía yo trece años.
De
la homilía recuerdo ese momento en el que el cardenal confiesa que es pobre,
«que su pobreza no le permitía dar otra cosa más que una cruz pectoral de
gratísimos recuerdos para él y de significación expresiva por el valor moral
que representa, además de la riqueza material que encerraba por sus valiosas
piedras preciosas, y él mismo la colocaría sobre el pecho de la Sagrada Imagen
cuando llegase el momento de coronarla».
El
pectoral que donó a la Virgen de la Amargura era regalo de la marquesa de
Comillas al ser consagrado obispo en 1916.
—No
obstante lo que hayáis oído —continuará Segura—, sigo siendo vuestro padre,
vuestro padre único, el responsable ante Dios de todas vuestras necesidades,
soy yo...
Y
es que Segura, desde el 2 de noviembre, veinte días antes, había sido
destituido de la jurisdicción de la diócesis de Sevilla por la Santa Sede y
colocado un arzobispo coadjutor sede plena en la figura de José María Bueno
Monreal.
Ocurría
que las bulas de Roma aún no habían llegado y en ese interregno se parapetó en
su palacio arzobispal y siguió gobernando la diócesis hasta la llegada de las
bulas papales.
–Sigo
siendo vuestro padre, vuestro padre único, el responsable ante Dios de todas
vuestras necesidades, soy yo... –clamaba en la catedral como un león herido.
El
ambiente era electrizante y la emoción brillaba en el rostro de los fieles. Se
veía que todos estaban con el cardenal caído. Y en el clero, división de
opiniones.
Pero
se tendrá que doblegar. Y pronto.
Segura,
cardenal Segura, un cardenal anacrónico.
Contaba
Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, que Segura nació tarde.
–Hubiera
sido insigne de no haber sido anacrónico. Hubiera cubierto gran lugar en las
Cruzadas, como Jiménez de Rada contra los almohades, o Gelmírez en su pelear
sin descanso con doña Urraca o con los normandos y organizando nuestro poder
naval en el océano.
Y
es que para Serrano Suñer, Segura era «un hombre sin duda virtuoso, piadosísimo
–organizador de misiones para los gañanes en los cortijos de Sevilla–, pero
fanático, de cabeza dura, aunque también de una digna consecuencia, con sus
prejuicios que ya habían causado quebraderos de cabeza a la República –y a
Roma– y no tardaría mucho en creárselos también a Franco, mientras mantenía a
su diócesis con la férrea intolerancia de un obispo medieval, proscribiendo
regocijos, prohibiendo el culto en los pueblos donde se bailaba agarrado,
imponiendo un ascetismo casi lúgubre. También se las tenía tiesas con el Poder
constituido, pues su orgullo como príncipe de la Iglesia era, a pesar de su
personal ascetismo, de una viveza casi inimaginable».
Franco
dirá del Segura ya caído en desgracia que la altura le trastornó.
Y
Domenico Tardini, prosecretario de Estado con Pío XII, afirmó a José María
Castiella, embajador ante la Santa Sede, que Segura era un «enfermo mental».
Comienzo
así a escribir una semblanza sobre semejante personaje de la Iglesia de Sevilla
y de la Iglesia de España, que para bien y para mal ha tenido una gran
significación histórica. Un cardenal particularmente irreductible. Un cardenal,
como lo calificó Diego Martínez Barrio, político sevillano del tiempo de la
República, poco cristiano, un cardenal selvático.
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