miércoles, 17 de septiembre de 2014

¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza…!

El domingo 13 de septiembre de 1598, cuando los niños de El Escorial cantaban la primera misa del alba, muere en un gabinete contiguo el rey Felipe II. Aquella noche, tras el despertar de su último coma, sabiendo que era el final, el monarca, una pura llaga en el lecho que le acoge, asió con su mano diestra el crucifijo, que asistiera al tránsito de su padre Carlos V, y con la siniestra un cirio encendido... A las cinco de la mañana, al despuntar la aurora, murió.
Corrió la noticia por Madrid y pocos días después se supo en Sevilla. Inmediatamente se reunió el Concejo sevillano y acordó el nombramiento de unos diputados para la compra y reparto de los lutos. Como estos subieran desmesuradamente, el Cabildo se vio obligado a poner un precio máximo a los paños y bayetas negros. La orden fue pregonada en las Gradas, frente a la Alcaicería y a las puertas del Ayuntamiento, según la costumbre. La ciudad entera tenía que vestirse de negro.
–Que todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en ella, así hombres como mujeres, traigan luto por Su Majestad, declarando que las personas que pudieran, traigan capas largas y caperuzas, y las que no, traigan sombrero de fieltro con toquillas, so pena de diez días de cárcel, y las mujeres tocas negras; y así mismo se pregone que no haya juegos, danzas ni otros regocijos, so pena de la misma pena.
Para las personas del Cabildo, ¿cómo habían de ser los lutos? ¿De paño? La Ciudad está en grandes necesidades y empeños, y no tiene caudal con que poder gastar ocho o nueve mil ducados que costarán los lutos. ¿De bayeta de Flandes? La Ciudad puede muy bien representar su sentimiento con esta tela decente y más barata. A cada munícipe se entregó dos mil maravedíes para la compra de su traje.
En fin, que la ciudad se puso de luto. Y comenzaron los preparativos de las honras fúnebres. En el grandioso túmulo levantado en la Catedral, en el crucero, entre el altar mayor y el coro, intervinieron los pintores Alonso Vázquez, Francisco Pacheco, Vasco Pereira y Juan de Salcedo; los escultores Juan Martínez Montañés y Gaspar Núñez Delgado; y los arquitectos Juan de Oviedo, Juan Martínez, Diego López y Martín Infante.
Después de no pocas demoras, por fin se asignaron los días para el solemne funeral: 25 y 26 de noviembre de 1598. Y el día de san Andrés, 30 de noviembre, para sacar y alzar por las calles de la ciudad el estandarte real para la proclamación oficial del nuevo reinado.
La tarde del 25 de noviembre discurrió en paz. Hubo vísperas a las dos de la tarde y en ella participaron todas las religiones de la ciudad. El escándalo se armó en la mañana del 26, en la misa solemne. Se hallaba ausente el cardenal don Rodrigo de Castro, llamado a la corte por Felipe II para que acudiera a Barcelona a recibir a la archiduquesa Margarita que venía para casar con el príncipe heredero. El cardenal llegó a Madrid tres días antes de la muerte del rey. La misa fue presidida por el canónigo Luciano de Negrón y el sermón fue encargado al maestro fray Juan Bernal, de la orden de la Merced. En la capilla mayor, en sus lugares respectivos, se hallaban representadas las fuerzas vivas de la Ciudad. Por el Cabildo secular, el licenciado Collazos de Aguilar, teniente mayor, por ausencia del Asistente conde de Puñonrostro. La Real Audiencia, por su Regente el licenciado Pedro López de Alday. Y el Tribunal de la Santa Inquisición en pleno.
Comienza la misa. El Cabildo Catedral, a través de su secretario, Juan de Villavicencio, formula su queja a la Audiencia por tener sus asientos cubiertos con bayeta negra. Los escaños deben aparecer sin respaldar, dice, como los de los demás. Le acompañan el canónigo Villa-Gómez y el maestro de ceremonias Martín Gómez. La queja viene formulada en un papel y los clérigos acuden con los bonetes puestos. El Regente les contestó que, si tienen que hablar, hablen como en la Audiencia, destocados.
—¿Pero es que estamos en la Audiencia? Que lo notifique otro.
Y se dieron la vuelta.
El asunto llega a la Inquisición. Y la Inquisición se solivianta. Se ha dicho el Evangelio «con quietud y sosiego». El predicador ya se encuentra de rodillas a la espera de echar su sermón. El secretario de la Inquisición, Ortuño Briceño, hombre metido en carnes, según las crónicas, se acerca a la Audiencia para notificarles que han sido excomulgados. La Audiencia no los deja pasar. Y desde unas gradas del cuerpo principal del túmulo lanzó a voz en grito que quedaban excomulgados los señores de la Audiencia Gaspar de Vallejo, Baltasar de Lorenzana y Jiménez Guerra. Y se armó la trapatiesta.
La ceremonia no pudo continuar al haber excomulgados en el templo. El preste se retiró a la pequeña sacristía que hay tras el altar mayor y continuó en solitario el sacrificio de la misa. El fraile predicador se quedó con la miel en los labios. La Audiencia se armó de paciencia y no se movió de su lugar. El Cabildo Catedral cerró el coro y se trasladó a la sala capitular a deliberar. Pedro de Escobar Melgarejo, procurador mayor de la Ciudad, que ha mediado en el asunto, fue preso por la Audiencia y llevado a prisión. Un clérigo, que iba a ser prendido, tuvo mejor suerte: escapó por piernas. Tumultos, gritos, insultos. Nadie se mueve de sus asientos. Y así, para qué continuar, por poner unas bayetas negras en el respaldar estuvieron hasta las cuatro de la tarde. Por fin medió el marqués de la Algaba y la Inquisición absolvió a los excomulgados. Los últimos en abandonar la Catedral fueron los de la Audiencia.
Hubo las consabidas apelaciones al rey y al Consejo. La respuesta de Madrid llegó un mes más tarde. Que se celebren las honras fúnebres «sin que se pongan bayetas en los bancos». El 30 de diciembre se celebraron las vísperas y el último día del año la misa solemne de funeral. Sin novedad, en paz y aparente armonía. Fray Juan Bernal pudo echar su sermón, que fue publicado. Y Felipe II, desde la otra vida, recibió los sufragios esperados de la ciudad de Sevilla.
Días antes, el martes 28 de diciembre, estando Ariño en la Catedral contemplando el monumento funerario, «entró un poeta fanfarrón y dijo una octava sobre la grandeza del túmulo».
Ariño copió la poesía en sus Sucesos de Sevilla, ese es su mérito, pero bien se ve que no fue una octava sino un soneto, de los sonetos en lengua española más célebres y recitados, inmortalizado por aquel acontecimiento. El «poeta fanfarrón» del cegato Ariño no era otro que Miguel de Cervantes que, si bien no había publicado aún El Quijote, hacía dos años que era ensalzado por su obra La Galatea. El soneto, con estrambote, es aquel que dice...

¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta belleza?
¡Por Jesucristo vivo! Cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!
Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario, miente».
Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró de soslayo, fuese, y no hubo nada.

Y aquí termina la historia de uno de los sucesos más celebrados y chuscos ocurridos ante el altar mayor de la Catedral hispalense.

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