San
Antonio es uno de los santos más queridos de la cristiandad. Un santo
verdaderamente internacional, amado e invocado por multitud de devotos. Su
aspecto físico no era particularmente atrayente, más bien bajo y rechoncho, y
murió a los 36 años de hidropesía. Pero ahí está en el santoral de la Iglesia,
en primera línea: conviven en la veneración de este portugués la admiración por
su excepcional cultura con la fe de la gente humilde para quien siempre ha sido
el taumaturgo dispuesto a prestar el auxilio en todo aquello que se le pida.
San Antonio de Padua, de Murillo
Los
portugueses le llaman san Antonio de Lisboa, porque allí nació hacia 1195, de
familia noble que le puso por nombre Fernando. Muy pronto mostró su vocación
religiosa y, a los quince años, ingresó en los canónigos regulares de San
Vicente de Fora, donde, dotado de una extraordinaria memoria e inteligencia,
aprendió tan profundamente las Sagradas Escrituras, que, pasado el tiempo,
sería llamado por Gregorio IX «Arca del Testamento». De Lisboa pasó a Coimbra,
en aquel entonces capital de Portugal, donde siguió sus estudios y recibió el
sacerdocio. En 1217 se habían instalado en esta ciudad, en la ermita de
Olivares, a las afueras de Coimbra, dos franciscanos menores, que atrajeron la
atención de Fernando por la sencillez y pobreza de vida. Ocurrió también que
pasaron por Coimbra cinco franciscanos, que iban camino de Marruecos a
evangelizar moros, donde son martirizados el 16 de enero de 1220. Sus cuerpos
fueron trasladados a Coimbra, a la iglesia de la Santa Cruz, vecina a la abadía
agustiniana. El joven Fernando, en la contemplación de aquellos restos traídos
de África, tomó la decisión de convertirse en seguidor de san Francisco y de
partir a África para una cruzada personal. Tomó el sayal franciscano y cambió
su nombre por el de fray Antonio de Olivares. Al pisar África, una enfermedad
inoportuna le obligó a volver a Portugal. Pero una tormenta cambió el rumbo del
barco, que le llevó a Sicilia, y Antonio interpretó esto como un signo del
destino. Acogido en el convento franciscano de Mesina, se puso en camino para
asistir al capítulo de la Orden franciscana que se había convocado para
Pentecostés de 1221. Allí conoció personalmente a Francisco de Asís, pero,
perdido entre cinco mil frailes, pasó tan desapercibido, que ni siquiera le
dieron destino. Pidió al provincial de la Romaña que le ofreciera por caridad
una residencia. Y como era sacerdote, lo envió a la ermita de Montepaolo, cerca
de Forli, para celebrarles misa a los cuatro frailes menores que allí residían.
Pasó un año, sin que nadie se apercibiera de la valía e inteligencia de este
fraile portugués.
En
septiembre de 1222, van a ser ordenados unos frailes franciscanos y dominicos
en la catedral de Forli, pero no encuentran sacerdote que desee predicar. Se lo
encargan a Antonio por oficio, por orden del superior. Y fue tal la elocuencia,
el dominio en su conocimiento de los textos de la Sagrada Escritura y su unción
y humildad, que todos quedaron sorprendidos. Descubrieron entonces la talla
intelectual de aquel humilde fraile. Enterado Francisco de Asís, le encargó la
formación teológica de los frailes, cosa que hizo durante dos años en Bolonia,
no dejando a la vez de predicar por doquier. Una carta de Francisco de Asís a
fray Antonio, en la que le llama cariñosamente «mi obispo», le marca su función
profesoral como maestro de teología.
Su
vida franciscana discurrirá enfrascado en el estudio, la oración y la
predicación. Fue tan popular y se cuentan de él tantas cosas que la historia se
mezcla con la leyenda. A esta cima de mística legendaria, que podría hacer
sonreír a un lector crítico de nuestros días, contribuyeron en gran medida los
artistas, que, fascinados por la figura de este santo, ilustraron con sus
pinceles los muchos prodigios que se le atribuyen.
Contemos
de muestra tan sólo dos.
Aquél
en que Antonio de Padua repitió el milagro de Francisco de Asís cuando predicó
a los pajarillos. Antonio lo hizo a los peces. Sucedió en Rímini. Hallándose un
día sin oyentes, se acercó al mar, allí donde el río Marecchia desemboca en el
Adriático, y dirigió hacia las aguas las siguientes palabras:
—Venid
vosotros a oír la palabra de Dios, ya que los hombres malos no se dignan.
Y
los peces obedientes asomaron por millares sus cabecitas sobre las aguas.
Y
aquel suceso de la mula.
Durante
una predicación sobre la Eucaristía, un hereje le espetó:
—Creeré
que Cristo está realmente presente en la Hostia si mi mula se arrodilla ante la
custodia.
Antonio
aceptó el reto. Durante varios días, aquel hombre tuvo al animal sin comer y
cuando fue convenido, mientras el Santo levantaba la custodia bendiciendo con
el Santísimo, el hereje pretendía distraer al animal famélico con un saco de
pienso. Pero la mula se hincó de rodillas.
Los
tres últimos años de su vida los vivió en Padua, que se llevó la honra de
perpetuar su nombre a la vera del santo portugués. Viene el día en que se
siente morir. Pide a fray Luca, que le asiste, le lleve al convento de Padua,
cercano a la iglesia de Santa María. En un carro, lleno de heno y tirado por
bueyes, es llevado el santo moribundo. Como se agrava por momentos, se hace una
parada en el convento de clarisas de la Arcella, a las afueras de Padua.
Antonio se confiesa, recibe la unción de enfermos, y, sacando fuerzas de
flaquezas, comienza a entonar el himno a Nuestra Señora «O gloriosa Domina,
excelsa super sidera». Sonríe y mira fijamente. Fray Luca le pregunta qué ve. Y
el santo le dice:
–Veo
a mi Señor.
Y
murió. En una celda que aún se conserva. 13 de junio de 1231. Tenía treinta y
seis años.
Su
fama de casamentero parece provenir del siguiente suceso. Había en Italia una
chica, hija de una mujer viuda, que tenía unas ganas locas de casarse. Su
sueño, y el de su madre, era conseguir un buen partido que sacara a las dos de
las apreturas de la vida. La joven hacía novena tras novena a san Antonio, pero
parecía que el santo no le hacía el menor caso. Incomodada de su sordera,
arrojó su imagen por la ventana y vino a dar sobre la cabeza de un transeúnte,
que, frenético y furioso, penetró en la casa con ánimo de resarcir tal ofensa.
¡Y llegó el flechazo...!
Y
su fama de encontrar los objetos perdidos viene de un suceso que le ocurrió en
la ciudad de Montpellier. Un fraile robó al santo un cuaderno, donde había
escrito unos comentarios a los salmos. La oración del santo convirtió al
ladrón, que devolvió al propietario el objeto robado.
Un
santo tan querido por los fieles, que esperan de él tantos favores, no debe
hacernos olvidar la imagen del profundo teólogo y gran pensador de su tiempo. Y
si fue tan popular su predicación, fue sencillamente porque se dirigía al
pueblo en su propia lengua y no en un petulante latín, que el pueblo no
entendía. Pío XII, en 1945, lo declaró doctor de la Iglesia con el apelativo de
Doctor evangelicus.
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