En Cádiz, al grito de «¡Viva España con
honra!», se ha sublevado un puñado de generales encabezados por Prim y el duque
de la Torre. El movimiento se extiende rápidamente a Sevilla y otras ciudades.
La reina Isabel II, que se encuentra en Lequeitio desde hacía un mes, tomando
sus baños y disfrutando divertidas veladas en el suntuoso palacio de Uribarren,
marcha en tren a San Sebastián. González Bravo le presenta su dimisión. La
reina se lo acepta, ya qué más da. Unos la empujan a que se dirija a Madrid y
tome contacto con su pueblo. Otros que aguarde acontecimientos. Pretende ir a
Madrid, pero con Marfori, su favorito del momento. La disuaden de este gesto
antipolítico. En estas vacilaciones ocurre la batalla de Alcolea, a las afueras
de Córdoba. Vencen los revolucionarios que cuentan con el camino expedito hacia
Madrid. A la reina sólo le queda un camino: el destierro a Francia. El 30 de
septiembre de 1868 toma el tren y se larga con su camarilla.
–Adiós, mujer de York, la de los tristes
destinos.
Esta frase de Aparisi Guijarro hará
fortuna. La reina se va llorosa, pero aquí queda España.
Los gritos de Cádiz resonaron en Sevilla en
la mañana del 19 de septiembre. Los cafés de la calle Sierpes despedían
tufillos de rumores revolucionarios.
A las tres de la tarde, el segundo general
Izquierdo, a la cabeza de los cuerpos de infantería, se pronunció a favor de la
revolución. Se apoderó del capitán general que no opuso resistencia. La tropa
se echó a la calle y confraternizó con el pueblo. Algarabía y tambores. Esa misma
tarde se procedió al nombramiento de una junta revolucionaria.
El manifiesto que lanzaron hablaba de:
sufragio universal y libre; libertad absoluta de imprenta, de enseñanza y de
cultos; abolición de la pena de muerte; seguridad individual; inviolabilidad
del domicilio y de la correspondencia; abolición de la Constitución y su
sustitución provisional por la que decretaron las Cortes Constituyentes de
1856, con supresión del artículo concerniente a la religión del Estado y del
título de la Monarquía y reglas de sucesión a la Corona; abolición de las
quintas y de las matrículas de mar, y organización del Ejército y de la Armada
sobre la base del alistamiento voluntario; igualdad en la repartición de cargos
públicos; unidad de fueros y supresión de todos los especiales, incluso el
eclesiástico, y Cortes Constituyentes...
La turba está en la calle. Al día
siguiente, domingo 20 de septiembre, la Junta revolucionaria comienza a
despachar sus primeras disposiciones.
El martes 22, la Junta acuerda la expulsión
de los jesuitas y filipenses y la incautación de los edificios que ocupan y los
efectos en ellos contenidos. Para llevarlo a cabo, nombran una comisión
formada por los señores Pastor Hidalgo y Puente y Pellón.
Aquella noche, ante la imposibilidad de poder
salvar nada del Oratorio, los filipenses decidieron retirar de la cripta los
restos de los Padres difuntos. En el silencio de la noche, fueron trasladados
en un carro a la bóveda de la vecina parroquia de San Pedro. La orden de la
Junta es perentoria. El 23 por la tarde, todos los jesuitas y filipenses de la
ciudad deberán subir a bordo de un vapor que los aguarda en el muelle. El
vapor, río abajo, tomó aquella noche rumbo a Gibraltar. Dos días tardó el barco
en bajar el Guadalquivir, salir a la mar y anclar en la bahía de Cádiz.
El cardenal de la Lastra, acurrucado en su
palacio, no contaba con buena salud: ¿Caerían las turbas sobre su palacio? El
cardenal «era mucho de doña Isabel». ¿Desterrarían también al arzobispo?
Acompañado en su miedo por la timidez de su vicario y provisor, don Ramón Mauri
y Puig, el cardenal no levantó la voz y se avino a todos los desafueros de la
Junta.
Comenzaron por San Felipe: llegó la piqueta
y derribó el Oratorio en un periquete. El 5 de octubre, San Felipe se hallaba
casi derruido. Sus cuadros pasaron al Museo, sus magníficos confesonarios a la
catedral y parroquia del Salvador, la solería del templo y el órgano a la
iglesia de la O de Triana. Y la pillería de los demoledores llevaron a sus
casas lo que buenamente pudieron.
Al Oratorio siguió la destrucción del
vecino convento de las Dueñas, y en lista se hallaban las Mínimas, Socorro,
Santa Ana, San Leandro, Santa Isabel, Santa Inés... Unos para ser destruidos y
otros para utilidades públicas. El trasiego de monjas de unos conventos a otros
fue incesante. Todo se hacía en aras de la higiene pública y con el
consentimiento silencioso de Su Eminencia.
A esta lista había que añadir el derribo de
las parroquias de San Miguel, San Andrés, San Esteban y Omnium Sanctorum y
retirar de las calles y plazas todas las efigies y retratos.
Quien levantó la voz fue la Comisión de
Monumentos Históricos y Artísticos que pudo detener en parte la salvajada y el
pillaje de los primeros momentos. Gracias a los desvelos de esta Comisión se
pudieron salvar, excepto San Miguel, aquellos templos típicamente mudéjares y
sus preciosas torres.
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