Desde
el 10 de abril de 1823, en que hizo su entrada, escoltado por dos batallones de
la milicia de Madrid, el rey Fernando VII se encuentra en Sevilla, huyendo de
los franceses que él había llamado y venían en su seguimiento.
Lo de
huir de los franceses es una ironía. Más bien habría que decir que Fernando VII
se hallaba en Sevilla prisionero de su Corte. Vida holgazana en el Alcázar, a
la espera de que el duque de Angulema, su primo Luis Antonio de Artois, le
libere con sus Cien Mil Hijos de San Luis.
El rey
entró en nuestra ciudad en tránsito «silencioso y frío», en expresión de
Guichot, «de parte de unos, por recelosas prevenciones contra la sinceridad de
Fernando VII, y de otros, por temor de que cualquier manifestación de
entusiasmo fuese interpretada en sentido absolutista». Fue un recibimiento
oficial, ajeno el vecindario a la llegada de tan ilustre visitante. Las Cortes
entraron al día siguiente, 11 de abril. El Ayuntamiento las recibió en la Cruz
del Campo y acompañó hasta el colegio de San Hermenegildo, donde se había
habilitado el salón de sesiones.
Fernando VII, «loco» por unos días.
A fines
de mayo llegó la noticia de que Madrid había sido tomada por el duque de
Angulema y establecido en ella una Regencia que gobierna en ausencia del rey.
Cuando
el ejército francés se acerca a Sevilla, el gobierno decide trasladarse con el
rey y las Cortes a Cádiz. Pero en ese momento Fernando VII se niega a moverse
de Sevilla.
–Si
bien como particular no hallo inconveniente en la partida, como rey no me lo
permite mi conciencia.
Las
Cortes, reunidas en sesión permanente en San Hermenegildo, se quedaron atónitas
ante la negativa regia. Fue Alcalá Galiano quien encontró la solución mágica.
Como un rey no puede ser traidor y Fernando VII da muestras de serlo, lo mejor
será declararlo loco. Y propuso en las Cortes, cuenta Pérez Galdós en Los
cien mil hijos de San Luis, «la hazaña más revolucionaria que registran
nuestros anales». «Alcalá Galiano era tan feo y tan elocuente como Mirabeau. Su
figura, bien poco académica, y su cara, no semejante a la de Antinoo, se
embellecían con la virtud de un talismán prodigioso: la palabra. Le pasaba lo
contrario que a muchas personas de admirable hermosura, las cuales se vuelven
feas desde que abren la boca. Aquel día, el joven diputado andaluz había tomado
por su cuenta el llevar adelante la hazaña más revolucionaria que registran
nuestros anales».
Subió a
la tribuna de oradores y dijo:
–No
queriendo su Majestad ponerse en salvo y pareciendo a primera vista que su
Majestad quiere ser presa de los enemigos de la Patria, su Majestad no puede
estar en pleno uso de su razón. Es preciso, pues, considerarle en un estado de
delirio momentáneo, en una especie de letargo pasajero...
«Estas
palabras –comenta Pérez Galdós– compendiaban todo el plan de las Cortes. Un Rey
constitucional que quiere entregarse al extranjero está forzosamente loco. La
Nación lo declara así, y se pasa sin Rey durante el tiempo que necesita para
obrar con libertad. ¡Singular decapitación aquella! Hay distintas maneras de
cortar la cabeza, y es forzoso que la adoptada por los liberales españoles
tiene cierta grandeza moral y filosófica digna de admiración. «Antes que
arrancar de los hombros una cabeza que no se puede volver a poner en ellos
–dijeron–, arranquémosle el juicio, y, tomándonos la autoridad Real, la persona
jurídica, podremos devolverlas cuando nos hagan falta».
Alcalá
Galiano invocó el artículo 187 de la Constitución, que venía a decir: cuando se
considere al rey imposibilitado moralmente para ejercer las funciones del Poder
ejecutivo se nombre una Regencia.
Declarado
el rey oficialmente «loco», se formó una Regencia formada por Cayetano Valdés,
Gabriel Ciscar y Gaspar Vigodet. Y salieron todos de Sevilla en la tarde del
día siguiente, 12 de junio, camino de Cádiz: rey y familia real, Regencia y
Cortes. Cuando llegaron a San Fernando el día 15, los regentes anunciaron al
rey que habían cesado en su Regencia. Fernando VII exclamó irónico:
–¡Hola!
¿Conque ya no estoy loco? Bien está.
Libre
Sevilla de la Corte, se vio envuelta en uno de esos días aciagos y negros de su
historia. Aquel 13 de junio, día de San Antonio, pesa en los anales sevillanos
como una ciudad sin ley, ausentes las autoridades, abandonada la plaza por el
ejército y la milicia local. Se colaron por sus puertas gentes de mal vivir y
se armó la marimorena. Una plebe desenfrenada comenzó a afluir hacia el centro
de la ciudad desde los arrabales de Triana, los Humeros, San Roque y Macarena,
con gritos de vivas y mueras. ¡Vivan las caenas! ¡Muera la
Nación! ha pasado a la historia como grito oficial de aquel aciago día.
«En la
plaza de San Francisco, aquella plebe desenfrenada rompió la lápida
constitucional, a la vez que, guiada por hombres que buscaban su fortuna en el
robo y saqueo, invadió los muelles de los Remedios y de la Torre del Oro, que
fueron teatro principal de aquellas escenas de vandalismo. Allí, penetrando a
viva fuerza en los barcos de pasaje y carga, que contenían los equipajes de los
personajes que acompañaban al Rey en su viaje a Cádiz, rompieron cofres y
maletas, abrieron fardos y bultos pertenecientes a particulares y a la Real
Hacienda, que estaban embarcados o en vías de embarque, y maltrataron sin
piedad a las señoras y niños de las familias que esperaban el momento de la
partida, los unos para Cádiz, los otros para la emigración al extranjero. La
barbarie de aquella plebe soez llegó al extremo de lastimar las orejas a las
señoras al quitarles los pendientes de algún valor, o dislocarles los huesos de
los dedos cuando no salían con facilidad las sortijas que llevaban puestas. Diose
el caso inaudito de ahogarse algunos de aquellos cafres, que, habiéndose atado
los pantalones por los tobillos y llenádolos de pesos duros, se arrojaron al
agua para ganar nadando la orilla opuesta, se fueron a fondo como galápagos de
plomo. Iguales escenas de brutal salvajismo tuvieron lugar en varias casas y
establecimientos públicos y particulares de la Ciudad. Mas como aquellas
enfurecidas turbas temieran que la impunidad que les ofrecían las críticas
circunstancias del momento no fuera de larga duración, pensaron los caudillos
que las dirigían en buscar armas para resistir a quien intentase ponerles
freno: y noticiosos de que las encontrarían en abundancia en la casa de la
Inquisición, donde estaban almacenados los fusiles y municiones del armamento
de la Milicia movilizada de la Capital y pueblos de su distrito, acudieron en
confusa muchedumbre al citado edificio, que cercaron, y cuyas puertas rompieron
en la tarde del 13 de Junio, día de San Antonio de Padua, penetrando
atropelladamente en sus departamentos, con propósito de saquearlos» (Guichot).
¿Qué
ocurrió entonces?
Eran
las cuatro de la tarde cuando allanaron el edificio de la Inquisición, situado
en la Alameda de Hércules. De pronto, una detonación apocalíptica, «como la de
cien cañones disparados a un tiempo», pobló el cielo de un resplandor rojizo y
una nube inmensa de negro humo. «Percibíase un olor a sangre que embriagaba a
aquellas hienas y causaba mortal congoja al pacífico vecindario... De improviso
sonó una espantosa detonación, seguida de un resplandor rojizo, que desapareció
entre densas columnas de humo... Luego comenzaron a caer en los alrededores de
la Alameda de Hércules, sobre los tejados y azoteas de las casas inmediatas y
en las calles adyacentes, escombros ennegrecidos y humanos despojos
calcinados... El edificio entero y la muchedumbre de desgraciados que lo habían
invadido, acababan de volar hechos pedazos a impulso de unos cuantos barriles
de pólvora que se habían inflamado; no se sabe si por obra de misteriosa mano,
o por ignorancia y temeridad de los sediciosos, que los desfondaron para
repartirse la pólvora».
Tres
días más tarde, 16 de junio, hizo su entrada en Sevilla el general López Baños
con su división. Los franceses llegaron el 20 y el vecindario sevillano comenzó
a resollar y a reponerse del miedo sufrido al pillaje y a la muerte.
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