viernes, 10 de junio de 2016

El rey, «loco» por unos días. ¡Vivan las caenas!

Desde el 10 de abril de 1823, en que hizo su entrada, escoltado por dos batallones de la milicia de Madrid, el rey Fernando VII se encuentra en Sevilla, huyendo de los franceses que él había llamado y venían en su seguimiento.
Lo de huir de los franceses es una ironía. Más bien habría que decir que Fernando VII se hallaba en Sevilla prisionero de su Corte. Vida holgazana en el Alcázar, a la espera de que el duque de Angulema, su primo Luis Antonio de Artois, le libere con sus Cien Mil Hijos de San Luis.
El rey entró en nuestra ciudad en tránsito «silencioso y frío», en expresión de Guichot, «de parte de unos, por recelosas prevenciones contra la sinceridad de Fernando VII, y de otros, por temor de que cualquier manifestación de entusiasmo fuese interpretada en sentido absolutista». Fue un recibimiento oficial, ajeno el vecindario a la llegada de tan ilustre visitante. Las Cortes entraron al día siguiente, 11 de abril. El Ayuntamiento las recibió en la Cruz del Campo y acompañó hasta el colegio de San Hermenegildo, donde se había habilitado el salón de sesiones.

Fernando VII, «loco» por unos días.

A fines de mayo llegó la noticia de que Madrid había sido tomada por el duque de Angulema y establecido en ella una Regencia que gobierna en ausencia del rey.
Cuando el ejército francés se acerca a Sevilla, el gobierno decide trasladarse con el rey y las Cortes a Cádiz. Pero en ese momento Fernando VII se niega a moverse de Sevilla.
–Si bien como particular no hallo inconveniente en la partida, como rey no me lo permite mi conciencia.
Las Cortes, reunidas en sesión permanente en San Hermenegildo, se quedaron atónitas ante la negativa regia. Fue Alcalá Galiano quien encontró la solución mágica. Como un rey no puede ser traidor y Fernando VII da muestras de serlo, lo mejor será declararlo loco. Y propuso en las Cortes, cuenta Pérez Galdós en Los cien mil hijos de San Luis, «la hazaña más revolucionaria que registran nuestros anales». «Alcalá Galiano era tan feo y tan elocuente como Mirabeau. Su figura, bien poco académica, y su cara, no semejante a la de Antinoo, se embellecían con la virtud de un talismán prodigioso: la palabra. Le pasaba lo contrario que a muchas personas de admirable hermosura, las cuales se vuelven feas desde que abren la boca. Aquel día, el joven diputado andaluz había tomado por su cuenta el llevar adelante la hazaña más revolucionaria que registran nuestros anales».
Subió a la tribuna de oradores y dijo:
–No queriendo su Majestad ponerse en salvo y pareciendo a primera vista que su Majestad quiere ser presa de los enemigos de la Patria, su Majestad no puede estar en pleno uso de su razón. Es preciso, pues, considerarle en un estado de delirio momentáneo, en una especie de letargo pasajero...
«Estas palabras –comenta Pérez Galdós– compendiaban todo el plan de las Cortes. Un Rey constitucional que quiere entregarse al extranjero está forzosamente loco. La Nación lo declara así, y se pasa sin Rey durante el tiempo que necesita para obrar con libertad. ¡Singular decapitación aquella! Hay distintas maneras de cortar la cabeza, y es forzoso que la adoptada por los liberales españoles tiene cierta grandeza moral y filosófica digna de admiración. «Antes que arrancar de los hombros una cabeza que no se puede volver a poner en ellos –dijeron–, arranquémosle el juicio, y, tomándonos la autoridad Real, la persona jurídica, podremos devolverlas cuando nos hagan falta».
Alcalá Galiano invocó el artículo 187 de la Constitución, que venía a decir: cuando se considere al rey imposibilitado moralmente para ejercer las funciones del Poder ejecutivo se nombre una Regencia.
Declarado el rey oficialmente «loco», se formó una Regencia formada por Cayetano Valdés, Gabriel Ciscar y Gaspar Vigodet. Y salieron todos de Sevilla en la tarde del día siguiente, 12 de junio, camino de Cádiz: rey y familia real, Regencia y Cortes. Cuando llegaron a San Fernando el día 15, los regentes anunciaron al rey que habían cesado en su Regencia. Fernando VII exclamó irónico:
–¡Hola! ¿Conque ya no estoy loco? Bien está.
Libre Sevilla de la Corte, se vio envuelta en uno de esos días aciagos y negros de su historia. Aquel 13 de junio, día de San Antonio, pesa en los anales sevillanos como una ciudad sin ley, ausentes las autoridades, abandonada la plaza por el ejército y la milicia local. Se colaron por sus puertas gentes de mal vivir y se armó la marimorena. Una plebe desenfrenada comenzó a afluir hacia el centro de la ciudad desde los arrabales de Triana, los Humeros, San Roque y Macarena, con gritos de vivas y mueras. ¡Vivan las caenas! ¡Muera la Nación! ha pasado a la historia como grito oficial de aquel aciago día.
«En la plaza de San Francisco, aquella plebe desenfrenada rompió la lápida constitucional, a la vez que, guiada por hombres que buscaban su fortuna en el robo y saqueo, invadió los muelles de los Remedios y de la Torre del Oro, que fueron teatro principal de aquellas escenas de vandalismo. Allí, penetrando a viva fuerza en los barcos de pasaje y carga, que contenían los equipajes de los personajes que acompañaban al Rey en su viaje a Cádiz, rompieron cofres y maletas, abrie­ron fardos y bultos pertenecientes a particulares y a la Real Hacienda, que estaban embarcados o en vías de embarque, y maltrataron sin piedad a las señoras y niños de las familias que esperaban el momento de la partida, los unos para Cádiz, los otros para la emigración al extranjero. La barbarie de aquella plebe soez llegó al extremo de lastimar las orejas a las señoras al quitarles los pendientes de algún valor, o dislocarles los huesos de los dedos cuando no salían con facilidad las sortijas que llevaban puestas. Diose el caso inaudito de ahogarse algunos de aquellos cafres, que, habiéndose atado los pantalones por los tobillos y llenádolos de pesos duros, se arrojaron al agua para ganar nadando la orilla opuesta, se fueron a fondo como galápagos de plomo. Iguales escenas de brutal salvajismo tuvieron lugar en varias ca­sas y establecimientos públicos y particulares de la Ciudad. Mas como aquellas enfurecidas turbas temieran que la impunidad que les ofrecían las críticas circunstancias del momento no fuera de larga duración, pensaron los caudillos que las dirigían en buscar armas para resistir a quien intentase ponerles freno: y noticiosos de que las encontrarían en abundancia en la casa de la Inquisición, donde estaban almacenados los fusiles y municiones del armamento de la Milicia movilizada de la Capital y pueblos de su distrito, acudieron en confusa muchedumbre al citado edificio, que cercaron, y cuyas puertas rompieron en la tarde del 13 de Junio, día de San Antonio de Padua, penetrando atropelladamente en sus departamentos, con propósito de saquearlos» (Guichot).
¿Qué ocurrió entonces?
Eran las cuatro de la tarde cuando allanaron el edificio de la Inquisición, situado en la Alameda de Hércules. De pronto, una detonación apocalíptica, «como la de cien cañones disparados a un tiempo», pobló el cielo de un resplandor rojizo y una nube inmensa de negro humo. «Percibíase un olor a sangre que embriagaba a aquellas hienas y causaba mortal congoja al pacífico vecindario... De improviso sonó una espantosa detonación, seguida de un resplandor rojizo, que desapareció entre densas columnas de humo... Luego comenzaron a caer en los alrededores de la Alameda de Hércules, sobre los tejados y azoteas de las casas inmediatas y en las calles adyacentes, escombros ennegrecidos y humanos despojos calcinados... El edificio entero y la muchedumbre de desgraciados que lo habían invadido, acababan de volar hechos pedazos a impulso de unos cuantos barriles de pólvora que se habían inflamado; no se sabe si por obra de misteriosa mano, o por ignorancia y temeridad de los sediciosos, que los desfondaron para repartirse la pólvora».
Tres días más tarde, 16 de junio, hizo su entrada en Sevilla el general López Baños con su división. Los franceses llegaron el 20 y el vecindario sevillano comenzó a resollar y a reponerse del miedo sufrido al pillaje y a la muerte.

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