jueves, 8 de octubre de 2015

A Roma con la «monja del milagro»

Dentro de una semana, las Hermanas de la Cruz acudirán a Roma en tropel para presenciar en la Plaza de San Pedro cómo el papa Francisco canoniza a una de sus hijas: la Madre María de la Purísima. Y así serán ya dos las santas de la Compañía de la Cruz: Santa Ángela de la Cruz, la fundadora, y María de la Purísima, su séptima sucesora Madre General.
También Santa Ángela de la Cruz acudió en su tiempo a Roma para una beatificación y es esto lo que quiero recordar aquí.



Primavera de 1894. El Consejo Nacional de las Corporaciones Ca­tólico-Obreras ha organizado una magna peregrinación a Roma. 13.000 obreros se han dado cita en la Plaza de San Pedro llegados de los más diversos rincones de España por los caminos de hierro. Con ellos, también Sor Ángela, como una obrera más, obrera del Señor.
Resulta que León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la pe­regrinación española, ha promovido para estas fechas la beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila y fray Diego José de Cádiz.
El milagro que ha dado el pase al ilustre misionero fray Diego a su beatificación lo realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hos­pital de las Cinco Llagas de Sevilla. Desahuciada de los médicos, a punto de expirar mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosa­mente al invocar al siervo de Dios fray Diego. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde, ya fundada la Compañía, buscando una vida de ma­yor perfección, esta religiosa ingresó en las Hermanas de la Cruz. Es la Hermana Adelaida de Jesús, que con Sor Ángela marcha a Roma, con billete pagado por el arzobispo de Sevilla, cardenal Sanz y Forés. En Roma la señalarán como «la monja del milagro».
–El viaje fue bastante cómodo; unas vistas preciosas, en particular las del Principado de Mónaco: es lindísimo, la natura­leza ha embellecido extraordinariamente aquellos caminos.
Sor Ángela se extasía ante la belleza de la Costa Azul.
Llegaron a Roma, que les resultó grandiosa. Se hospedaron en las Esclavas del Sagrado Corazón, fundación de la Madre Rafaela Porras, donde les han preparado una habitación con dos camas de hierro y colchón de paja. Como Sor Ángela ha prometido a la superiora obediencia mientras residan en Roma, aquella noche duermen en cama blanda.
Acostumbrada a su tarima, ¿se acordaba Sor Ángela de los años que no dormía en cama mullida?
Su obediencia se extiende a las comidas. En el desayuno, café con leche y pan; en la comida sopa, carne y verdura, y de postre, higos o naranjas; para la cena, sopa y unas veces carne, otras tortillas o huevos; en las comidas y cenas, también una jarrita de vino.
Gracias a sus muchas caminatas por Roma, para rezar en los luga­res santos y visitar a los monseñores que llevan el asunto de la aprobación pontificia del Instituto, Sor Ángela ha mantenido su figura menudita y sobria.
En el encuentro con el papa León XIII, al hacer la primera genuflexión, les dijo:
–Venid.
Y le besaron el pie y el anillo.
Le parecía muy alto a Sor Ángela aquel anciano hirsuto, de pie ante ellas con la sotana blanca. Ahora tendrá ocasión de desvelar la ora­ción que elevó a Dios aquella misma mañana, cuando supo que se­rían recibidas en audiencia por el Pontífice: «Pedí a Dios le inspirase al Papa cómo se había de portar con nosotras, para que por su Vica­rio conociera si estaba contento conmigo o disgustado».
Ya estaba ante León XIII, aquel venerable Papa de alta estatura, frente despejada, mirada penetrante y una sonrisa siempre a flor de labios.
¿Estaba contento con ella?
Quería descubrirlo en su mirada, en un gesto, en una palabra.
Pero el Papa parecía dedicar especial atención a la «monja del mi­lagro». Se mostró sumamente cariñoso con ella poniéndole dos o tres veces las manos en la cabeza en señal de bendición y le previno que estuviese atenta cuando descorriesen la cortina en la basílica de San Pedro: en la gloria de Bernini aparecería el retrato del Beato Die­go José de Cádiz en el momento del milagro.
Hermana Adelaida de Jesús se siente emocionada y es ella la que toma la palabra. Por tres cosas fundamentales va a pedir el Instituto: por el triunfo de la Iglesia; por su Santidad y el señor cardenal, allí presente; y por la aprobación de la Regla.
El Papa lo aprueba todo sonriente y le pregunta qué comen, dónde duermen, qué obras de caridad ejercitan.
Hermana Adelaida lo cuenta todo de pe a pa. El Papa se siente feliz ante la «monja del milagro». Bendice al Instituto, las bendice a ellas. En este momento tiene un gesto también para la fundadora: le puso las manos en la cabeza en señal de bendición.
Termina la audiencia.
León XIII, ese pontífice de extraordinario talento político que con­serva toda su lucidez mental a pesar de su edad octogenaria y bro­mea buenamente de su vejez y de sus achaques, no ha apreciado –fascinado por la noticia del momento que se llama la «monja del mi­lagro»– la grandeza de aquella religiosa pequeñita de cuerpo que casi se esconde tras de la otra para no ser notada.
¿Ha podido deducir Sor Ángela si el Papa está contento o disgusta­do con ella?
–Saqué de esta audiencia que Su Santidad ni estuvo conmi­go expresivo ni me rechazó; pero con la Hermana muy cari­ñoso y expresivo. Pues así estoy en la presencia de Dios: soy un alma adocenada, ni me desecha nuestro Señor ni está contento como con otras que son sus predilectas.
Al día siguiente, domingo 22 de abril, beatifican a fray Diego José de Cádiz. Nuestras dos monjitas van a vivir asombradas toda la fastuo­sidad que la liturgia vaticana ofrece en estos actos.



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