En la edición de septiembre del Vídeo del
Papa, Francisco ha pedido que los templos católicos sean «casas donde la puerta
esté siempre abierta». Se trata de dejar que Jesús salga afuera con toda la
alegría de su mensaje, «en contacto con los hogares, con la vida de la gente,
con la vida del pueblo».
A pesar de esta petición del papa
Francisco, comprendo que es difícil mantener un templo abierto sin vigilancia
ante la inseguridad por robo o, lo que es peor, por violencia sacrílega. No
están los tiempos seguros. Hay templos que logran sostenerse abiertos buena
parte del día por la presencia de un feligrés jubilado que hace labor de
vigilancia. Pero yo me voy a referir aquí a dos casos concretos, en tiempos
pasados, de dos mujeres convertidas en las que su entrada a un templo católico por
primera vez fue algo impactante que no olvidarán y repercutirá en su
conversión. Y las dos llegaron a la santidad.
Una es Isabel Ana Seton, primera santa
nacida en los Estados Unidos, fundadora de la primera escuela católica del país
y de la primera congregación estadounidense de religiosas, las Hermanas
americanas de la Caridad de San José. Nacida en Nueva York en 1774, dentro de
una familia episcopaliana, casó, tuvo cinco hijos, viajó a Italia con su marido
enfermo de tuberculosis, que le llevaría al desembarcar a su muerte. Ya viuda y
acogida en una familia muy católica visitó Florencia y entró por primera vez en
la iglesia de la Santissima Anunziata,
la más italiana y la menos florentina de la ciudad. Y cuenta ella:
–Después de haber superado la puerta, vi un
centenar de personas de rodillas, pero la oscuridad del lugar, iluminado apenas
con velas de cera del altar y de una ventana… no me dejaba distinguir el
interior de la iglesia, mientras una música dulce y lejana, que levantaba la
mente a preguntar las dulzuras divinas, evocaba instantáneamente mi espíritu a
tantos pensamientos y sentimientos los más suaves e íntimos. Entonces… caí de
rodillas en el primer lugar que encontré libre y derramé un río de lágrimas en
recuerdo del largo tiempo en que había estado lejos de la casa de mi Dios y del
dolor que me había afligido mientras estuve separada… Cuando el órgano cayó y
la misa terminó, visitamos la iglesia. La elegancia de los artesonados de oro
tallado, los altares cargados de oro, plata y otros preciosos ornamentos, los
cuadros que reproducen escenas sagradas y la cúpula con una representación
continua de varios pasos escriturísticos, todo esto no se puede describir; como
tampoco se puede describir mi alegría al ver hombres y mujeres, viejos y
jóvenes y personas de toda condición juntos en torno al altar, rezando sin
preocuparse de nosotros ni de los otros turistas.
Isabel Ana se ha sentido atraída por el
fasto de la arquitectura religiosa. Y sorprendida de que las iglesias en Italia
estuviesen abiertas a todas horas y todos los días. Pero, sobre todo, descubrió
la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Volverá a Nueva York y un año después, en
1805, pedirá el bautismo e ingreso en la Iglesia católica.
La otra es la filósofa judía Edith Stein,
que del judaísmo familiar pasó durante sus estudios universitarios al ateísmo
para convertirse después al catolicismo, ingresar en un Carmelo y morir en el
campo de exterminio de Auschwitz. Hoy es santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Inquieta siempre por la búsqueda de la
verdad, un día visitó con un amigo la catedral de Frankfurt. Describe así la
impresión que se llevó:
—Mientras estábamos allí en respetuoso
silencio, entró una señora con su cesto del mercado y se arrodilló en un banco
para hacer una breve oración. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las
sinagogas y en las iglesias protestantes, a las que había ido, se iba solamente
para los oficios religiosos. Pero allí llegaba cualquiera en medio de los
trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no
lo he podido olvidar.
Hay quien apunta que Edith acababa de
descubrir, sin saberlo todavía plenamente, el misterio de la «Presencia real».
Como le ocurrió igualmente a Isabel Ana Seton.
Y se me ocurre otro caso añadido. El
converso, en esta ocasión, no ha llegado a los altares, pero nos ha dejado unos
escritos maravillosos. En la noche de Navidad de 1886 un joven de dieciocho
años, por nombre Paul Claudel, forjado por una educación racionalista, experimentó
en la catedral de Notre-Dame de París algo inexplicable. Él mismo lo cuenta:
–Así era el desgraciado muchacho que el 25
de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de
Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias
católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un
estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta
disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un
placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer,
volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco, y los alumnos del
pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban
cantando lo que después supe que era el Magnificat.
Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del
coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces fue cuando se produjo el
acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue
tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi
ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a
ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos,
todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir
verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de
la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable…
Mi
iglesia no es de piedra, es de papel, Mi
Parroquia de Papel. No cantan en ella los niños de coro… pero está virtualmente
abierta las 24 horas del día. Y pienso:
–¡Ay, si a través de
ella se produjera el milagro de alguna conversión…!
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