sábado, 30 de junio de 2018

La conversión de Paul Claudel


En la noche víspera del 1 de mayo de 1980 fue profanada la tumba del poeta y dramaturgo Paul Claudel por unos desconocidos, que llegaron a abrir el féretro y aparecieron los restos del poeta incorruptos después de veinticinco años de su muerte. La tumba de Claudel se halla en la capilla del castillo de Brangues, en el Delfinado (sureste de Francia), propiedad que el escritor compró para su retiro en 1927, poco después de haber sido nombrado embajador de Francia en Estados Unidos. Los profanadores tuvieron que levantar con palancas la losa de su tumba, que pesa cuatro toneladas y también violentar la caja metálica del interior del féretro. No hubo robo alguno ni se logró averiguar quiénes fueron los profanadores del gran poeta católico en la Francia del siglo XX.


Paul Claudel, antiguo alumno de las Hermanas de la Doctrina Cristiana, pero también de Renan y Burdeau, tras seis años de incredulidad, tuvo una conversión tan «milagrosa» como esa incorruptibilidad de su cuerpo. Lo cuenta, veintisiete años después, en su libro Mi conversión y en otros escritos suyos:
–Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que, en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco… estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: «¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!» Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
Pero su lucha y resistencia interior aún duraría cuatro años.
–Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: «El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres».
Y dirá ya en la madurez de su fe:
–Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me retraían de todo. Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille. Por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos… Unas horas me fueron suficientes para mostrarme que el Infierno está por todas partes donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de que este ser nuevo y prodigioso se me acababa de revelar?
Y confiesa sus dudas:
–Era el hombre nuevo que hablaba así en mí, pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería abandonar nada ante esta vida que se abría ante él. ¿Lo confesaría? En el fondo, el sentimiento más fuerte que me impedía declarar mis convicciones era el respeto humano. El pensamiento de anunciar a todos mi conversión, de decir a mis padres que quería comer de vigilia los viernes, de proclamarme uno de esos católicos tan burlados, me daba sudores fríos, y por momentos la violencia que esto me hacía me causaba una verdadera indignación. Pero yo sentía sobre mí una mano firme. No conocía a ningún sacerdote. No había tenido un amigo católico.
Decide confesarse:
–Me cubrí de coraje y entré una tarde al confesonario de Saint-Médard, mi parroquia. Los minutos que esperé al sacerdote fueron los más amargos de mi vida. Me encontré con un viejo hombre que me pareció muy poco emocionado de una historia que a mí me parecía interesante. Me habló de los «recuerdos de mi primera comunión» y me ordenó antes de absolverme que declarase mi conversión a mi familia… Salí humillado y enfurecido, y no volví sino al año siguiente, cuando fui decididamente forzado, reducido y empujado hasta el final. Allí, en esta misma iglesia de Saint-Médard, encontré a un joven sacerdote misericordioso y fraterno, el P. Ménard, que me reconcilió, y más tarde al santo y venerable eclesiástico, P: Villaume, que fue mi director y mi padre bien amado, y de quien, desde el cielo, donde está ahora, no ceso de sentir su protección. Yo hice mi segunda comunión el mismo día de Navidad, 25 de diciembre de 1890, en Notra-Dame.
Extraordinario poeta y profundo escritor, autor de La Anunciación a María (1909), libro que me emocionó en mis tiempos de estudiante de Teología, murió en París el 23 de febrero de 1955. Al sentir que moría, pronunció sus últimas palabras, en la mano un crucifijo que le había regalado un misionero:
–Dejadme morir tranquilamente. No tengo miedo.

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