miércoles, 13 de mayo de 2015

Ecce homo, he aquí el soldado

El suceso que os quiero contar bien se me asemeja al sucedido en Jerusalén allá por el año 30 cuando Pilato se asomó a la balconada del Pretorio con Jesús de Nazaret y gritó a la turba:
Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Sólo que en Sevilla tendrá un desenlace más benigno por aquello de nuestro buen natural. Que sería, si he de creer lo que he leído en el libro Pilato del italiano Ottorino Gurgo, el buen natural del mismo Pilato, a quien hace nacer –créanme ustedes–, en la misma Sevilla. Cuenta que, según antiguas leyendas, «Pilato era nacido en España, en Ispalis, en la región andaluza, de una indígena, unida con vínculo matrimonial ex usu con Tito Poncio, centurión romano dotado de excepcional fuerza física, soldado de Seio Strabone».
Y más adelante puntualiza:
–Hay quien dice que Pilato nació en Sevilla, una de las cuatro ciudades de España que gozaban del derecho de ciudadanía romana, y su padre, Marco Poncio, comandante del grupo de renegados que, en la guerra sostenida por Agripa a los Cántabros, había dirigido sus armas contra los compañeros de esclavitud, los Astures. Cuando España estaba sometida a Roma, Marco Poncio había recibido, como signo de distinción, el pilum, jabalina, de la que Pilato habría tenido el nombre.
No me extraña que Ottorino Gurgo coloque los orígenes de Pilato en Sevilla. Todos los cocheros de esta ciudad están convencidos que Pilato, si no nació, al menos vivió en la Casa de Pilatos (en Sevilla se escribe así, con «s», que cuando queremos somos muy finos) y así lo cuentan a los turistas. Pero aquella historia acabó en el leño de la cruz.
La historia que ahora relato, acaecida en Sevilla el 13 de mayo de 1748 (hoy se cumplen 267 años), tuvo sus trucu­lencias pero acabó felizmente.
Os contaré.
Celebraba la Real Maestranza de Caballería sus fiestas de toros. La gente, animada, sacaba sus espadas para herir al toro cuando se acercaba a ellos en los tendidos bajos. Esto no gustó a un soldado de caballería del regimiento de Flandes que estaba allí para eso, para evitar que se hicieran estas gamberradas, y asestó algunos golpes con su espada en las espaldas de los revueltos espectadores. La gente le respondió con limonazos mientras gritaba:
–¡Déjalo, déjalo!
Pero el soldado se encabritaba más y daba de mandobles a diestro y a siniestro.
Se lidiaba el último toro. Cuando se acabó la corrida, la gente comenzó a gritar:
–¡Al soldado, al soldado!
Capitaneados por un clérigo, que había recibido sus buenos golpes, se dirigieron al cuartel que se hallaba fuera de la puerta de Triana y a grandes voces empezaron a pedir que les entregaran al soldado. Cerrado a cal y canto el cuartel ante el temor de un asalto de la turba, los cristales de la habitación del capitán saltaron por los aires. Desde dentro, en formación, la compañía de soldados tenía orden de acometer con sus espadas si la puerta era echada al suelo. Como el tumulto no se acallaba y la presencia del alguacil mayor de la Justicia, que ofrecía plena satisfacción si se dispersaban, no sirvió de nada, no tuvo más remedio el capitán que sacar al balcón al infeliz soldado.
Las crónicas no dicen si el capitán gritó a la muchedumbre vociferante:
–¡He aquí el soldado!
Como Pilato cuando mostró a la turba de Jerusalén a Jesús:
Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Pero sí cuenta que lo mostró desnudo de cuerpo para arriba, rapada la cabeza y el bigote. El pobre soldado levantó las manos pidiendo perdón. Y la gente, compadecida, viendo que aquello había llegado bastante lejos, gritaba:
–¡Perdón, perdón!
Y el alboroto concluyó sin más consecuencias que unos mostachos menos y la calva reluciente del pobre soldado.

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