sábado, 5 de marzo de 2016

El Obispo de los Sagrarios abandonados

Durante años, cuando iba a decir misa a las Empleadas de la Inmaculada, en el barrio de San Bartolomé, he pasado por la puerta de la casa donde nació Manuel González García, en la calle Vidrio de Sevilla. Una lápida en su fachada recuerda que en esa casa de vecinos nació el 25 de febrero de 1877 el que será con el tiempo obispo de Málaga y Palencia.
Antes de ayer, el papa Francisco firmó el decreto que autoriza la canonización del beato sevillano Manuel González García, según ha informado la oficina de prensa del Vaticano. La fecha de su canonización –que será próxima– aún no está señalada. Fue beatificado el 29 de abril de 2001 por Juan Pablo II.


 Un santo más en la nómina ya extensa del santoral de la Iglesia de Sevilla. Un santo de Dios bien probado en este mundo.
El milagro elegido por la Congregación para las Causas de los Santos ha sido la curación de una mujer de Madrid afectada por un linfoma agresivo.
En el suelo de la Capilla del Sagrario de la catedral de Palencia, en el lugar de paso, para mayor humildad, se halla la sepultura del obispo Don Manuel, un sevillano de carácter bien alegre. Siendo un curita joven dio una misión en Palomares del Río, pueblecito del Aljarafe sevillano, y ante el abandono de aquella iglesia rural sintió la vocación del Sagrario abandonado, que le llevaría a la fundación de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret y Marías de los Sagrarios.
Hay tres etapas relevantes en su vida que se concretan en tres ciudades: Huelva, Málaga y Palencia. En la ciudad onubense era conocido como el «Arcipreste de Huelva» y realizó en los primeros años del siglo XX una extraordinaria labor educativa, ayudado por un maravilloso pedagogo como fue don Manuel Siurot. En 1907 fundó la Escuela Católica del Sagrado Corazón de Jesús para educación y enseñanza gratuita de niños pobres y en 1909, en la inmensa barriada de «El Polvorín», una Colonia Agrícola Escolar para la formación de los hijos de los mineros de la Compañía de Minas de Riotinto.
Nombrado obispo auxiliar de Málaga como ayuda de su achacoso prelado don Juan Muñoz Herrera, a los 38 años se convirtió en el obispo más joven de España. Y el más sufrido. Enseguida se dio cuenta en propia carne de la envidia y del rechazo de parte del clero y del cabildo catedral hacia su persona. «Los leales», así llamados los del octogenario obispo, le hicieron el vacío y le levantaron alguna que otra calumnia que rozaba la moralidad de todo eclesiástico. Murió el obispo titular y le sucedió en la sede malagueña. Llegada la República en 1931, los problemas se le complican al obispo. El 11 de mayo ocurrió la quema de conventos en Madrid. El 12 de mayo, réplica en Málaga, con 48 templos y locales cristianos quemados, entre ellos el mismo palacio episcopal.
El obispo don Manuel había acogido a las Hermanas de la Cruz en unas dependencias anejas al palacio episcopal. Las Hermanas llevaban ya algún tiempo en Málaga, pero la inauguración oficial de la nueva casa a la que se puso bajo la protección de Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la capital malagueña, tuvo lugar el 25 de marzo de 1931. Mes y medio después, en la madrugada del 12 de mayo, hubieron de huir con el obispo don Manuel por la puerta trasera ante un palacio episcopal en llamas.
Cuenta el suceso una Hermana:
–Sorprendidas por el incendio del palacio episcopal, hubieron de escribir nuestras Hermanas una de las más bellas páginas de la persecución iniciada; primero, esperando a cada momento perecer entre las llamas; luego, teniendo que salir y recorrer las calles de la ciudad, formando grupo con el Ilustrísimo Señor Obispo y sus familiares, entre las exaltadas turbas que hablaban a su alrededor de darles muerte al llegar a determinado lugar. Dejáronlas una vez satisfecho su capricho con aquel paseo de burla y escarnio. Y después de cinco amarguísimos días, pasados en casa de la caritativa familia que las acogió, exponiéndose por este solo hecho a las iras revolucionarias, se vinieron a Sevilla el día 17.
El obispo con la gente de palacio se refugió en el vecino colegio de los Maristas y, tras no pocas peripecias, busca el refugio de Gibraltar y de ahí el destierro definitivo. No volverá a pisar Málaga. En 1935 le trasladan a la diócesis de Palencia y en ella encuentra el sosiego que no tuvo en tierras malagueñas y su plácida muerte, que le pilló en Madrid, el 4 de enero de 1940. 

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