lunes, 25 de abril de 2016

El tercer inquisidor

Pedro González de Mendoza, conocido bajo el título de «Gran Cardenal de España», fue arzobispo de Sevilla de 1474 a 1482 para pasar posteriormente a Toledo, en cuya catedral tiene su enterramiento con un monumento funerario que, al decir de Emilio Lambert, «es más un templo que una tumba». Y Teófilo Gautier, contemplando su estatua yacente, exclamará: «No está esculpido, ¡está petrificado!».
En la cumbre de su carrera eclesiástica y con una inmensa fortuna, el Gran Cardenal de España había llegado también al techo de su carrera política. Hasta su muerte siguió a la reina Isabel la Católica, de la que era su principal mentor y se reveló a su lado como genial político. Denominado también el «tercer rey de España», no había en Castilla nadie que le hiciese sombra tras los Reyes Católicos. Cuando era obispo de Calahorra, tuvo dos hijos de doña Mencía de Lemus: Rodrigo Díaz de Vivar, marqués de Zenete, y Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito. Otro hijo, tenido de doña Inés de Tovar, hija de un regidor de Valladolid, llamado Juan Hurtado de Mendoza, participó años después en la lucha de las Comunidades. Refugiado en Francia, murió allí oscuramente.
Son las travesuras del cardenal.
Se cuenta que un día se presentó a la reina Isabel diciéndole que quería mostrarle sus pecados.
–Siendo vos cardenal, y sacerdote por tanto, más entiendo yo ser quien os confiese los míos –respondió la reina.
Insistió Pedro González de Mendoza en que sus pecados se hallaban en la antecámara y cuando hizo pasar a sus hijos a presencia de la reina, esta exclamó:
–¡Bellos, muy bellos son vuestros pecados, cardenal!
Cuento esto, recogido en mi libro Los Arzobispos de Sevilla. Luces y sombras en la sede hispalense, porque en mi última publicación aparecida hace un mes, Pedro Segura y Sáenz, semblanza de un cardenal selvático, cuento que el tal cardenal también tuvo un hijo de una señorita, quien, a raíz de este desliz, la hizo casar con su hermano soltero, convirtiéndola así en cuñada. Ella tuvo después del hermano del cardenal otros seis hijos, los célebres sobrinos del cardenal Segura.

Este dato, que conocía desde hace años, lo clarifico ahora porque está contado y publicado en documentos provenientes del Archivo Secreto Vaticano del período del papa Pío XI, que ya han visto la luz. Y me limito a transcribir citas documentales provenientes de los mismos archivos vaticanos ya publicados.
¿Tendría que haber callado esta travesura del cardenal Segura, que ya es historia?
¿Tendría que haber callado las travesuras del cardenal Mendoza?
¿Tendrían los historiadores eclesiásticos que callar las travesuras de Alejandro VI, el Papa Borgia?
¿Debería el papa Francisco ocultar los casos de pederastia en el clero y en obispos y no denunciarlo públicamente?
Hay una frase de Pío XII, pronunciada el 13 de junio de 1943, en plena Guerra Mundial, clarificadora:
–La Iglesia no teme la luz de la verdad ni por el pasado, ni por el presente, ni por el futuro.
Y es que me han salido al menos tres inquisidores que proscriben mi libro y ponen al autor de chupa dómine por haber escrito un extenso libro de unas 560 páginas sobre la figura del cardenal Segura, en la que describo sus sombras, pero también sus luces, y naturalmente esa travesura de juventud del cardenal, que está descrita con toda la delicadeza del mundo.
El primer inquisidor dio la cara en la Librería San Pablo de Sevilla, donde el libro se vende, y muy bien. Era un seglar, algo grasiento, fofo. Es la descripción que me han ofrecido. Y denunció al personal de la librería el por qué se vendía allí ese libro nefando.
El segundo inquisidor apareció al día siguiente. Era un clérigo joven, inconfundible por su clergyman, que incidió en lo mismo.
Y llegamos al tercer inquisidor. El sábado pasado, 23 de abril, Día del Libro y 400 Aniversario de la muerte de Cervantes, firmaba yo libros en la dicha Librería San Pablo. La noticia había aparecido en la Agenda de la Ciudad del periódico ABC. Y en esto que una llamada telefónica fue recogida por el gerente de la librería. Y una voz, amparada en el anonimato, se despachó con insultos y descalificativos hacia mi persona.
–¡Cómo es posible que un sacerdote pueda escribir semejante cosa!
Y así otras lindezas e insultos, para acabar con la amenaza:
–No volveré más por esa librería. Acaban ustedes de perder un cliente de toda la vida.
Cuando el gerente me lo contó, solo le pregunté:
–¿Tenía voz clerical?
Porque me temo que tal fuera el susodicho tercer inquisidor.

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