martes, 23 de agosto de 2016

Un portugués que se rio de la Inquisición y Auto de fe contra la Beata Ciega

Tenía por apellido Perea y era portugués. Con ideas luteranas, había conseguido algunos adeptos en una tierra como la nuestra poco propensa a estas desviaciones. Un día, a comienzos del año 1636, se presentaron los esbirros de la Inquisición de Sevilla en su casa para conducirlo al castillo de San Jorge, en Triana. El tal Perea, parsimonioso y cortés, no hizo resistencia alguna, pero pidió a los gendarmes de la Inquisición un instante para hacer una necesidad imperiosa. Se lo concedieron. Aguardaron los esbirros hasta un cuarto de hora, tiempo suficiente para evacuar todo hijo de cristiano, y, cuando escamados abrieron la puerta, pudieron comprobar cómo el portugués se había esfumado por una ventana. La Inquisición, siguiendo la mecánica de su procedimiento, llevó el caso adelante, ausente el reo, y lo condenó en Auto de fe celebrado en San Marcos el 23 de agosto de 1637 a ser quemado vivo. Un monigote de paja sustituyó al portugués Perea que, al decir de Góngora, «súpose más tarde que estaba en Holanda y por eso quemó su estatua entre otras».
Y así ocurrió cómo un portugués, por nombre Perea, se rio de la Inquisición.
No ocurrió lo mismo un siglo después  con María de los Dolores López, más conocida por el apodo de la Beata Ciega. Por Sevilla corría la voz de que la condenaban por bruja e historias divulgadas por viajeros extranjeros, como el marqués de Langle, en su Voyage d’Espagne, la suponían joven y hermosa. Pero la beata Dolores era simplemente una iluminada, atacada de molinosismo. Y para más inri, «además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros», al decir de Menéndez y Pelayo.
Espíritu rebelde, a los doce años escapó de casa y vivió amancebada con su confesor, quien, a los cuatro años, a las puertas de la muerte, movido de arrepentimiento, pedía a gritos que le quitasen de su lado a la ciega. Pretendió entrar en el convento de Belén, en la Alameda, de carmelitas calzadas, con pretensiones de organista, pero fue echada. En Marchena tomó el hábito de beata y embaucó a todos con sus arrobos místicos y fingida santidad. Llamaba al Niño Jesús el tiñosito. En Lucena pervirtió a un confesor como había pervertido al primero.
Vuelta a Sevilla, fue delatada por otro confesor en 1779 y prendida en los lazos del Santo Oficio. El proceso duró dos años en los que no se pudo conseguir se confesara culpable. Su discurso siempre era el mismo: desde los cuatro años había sido favorecida por el Señor, tenía trato familiar con la Virgen María, se había desposado con el Niño Jesús, siendo testigos san José y san Agustín, y había liberado de las penas del purgatorio a millones de almas.
El beato Diego José de Cádiz trató de catequizarla durante dos meses, pero se sintió derrotado y convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Relajada al brazo secular, sufrió auto de fe el 24 de agosto de 1781, día de san Bartolomé.
La relación que cuenta el auto de fe contra esta pobre mujer se halla en el libro corriente de acuerdos de la Hermandad de San Pedro Mártir, formada por inquisidores, ministros y familiares de la Inquisición, transcrita por Matute en sus Anales. Trataré de resumirlo.
A las 8 de la mañana, la sacaron de las cárceles de la Inquisición montada en un jumento y adornada de coroza con llamas, aspa y demás preseas que dis­tinguen los reos de este tribunal. Ya en el Castillo de Triana se hallaba reunido el clero parroquial de Santa Ana, que sa­lió procesionalmente delante con su cruz cubierta, y le seguía la Hermandad de San Pedro Mártir con su estandarte, cubierta la cruz con un tafetán morado. En el centro iba la reo, con un aspecto burlón, que manifestaba darle poco cuidado la pena que iba a sufrir, y profería palabras escandalosas, que indicaban su impenitencia. La acompañaban el alguacil mayor y el alcaide de las cárceles secretas, quie­nes jamás la abandonaron hasta que fue entregada al brazo secular. Muchos religiosos de virtud y letras la iban exhor­tando por si lograban su arrepentimiento; pero todo en balde. La comitiva se dirigió a la puerta de Triana e iglesia de San Pablo, de los dominicos, en cuyo presbiterio al lado del evangelio esperaban los Inquisidores. Delante tenían una mesa con cubierta carmesí. Al lado de la capilla mayor se colocó el estandarte de la hermandad y a su izquierda la Cruz parroquial, teniendo aquel dos cirios de cera amarilla apagados, y lo mismo los ciriales. Al lado de la epístola se acomodó una mesa para los secretarios del Tribunal en la que se puso el arca que cus­todiaba la sentencia. Fuera de la capilla mayor se elevó un tablado con gradillas para subir y alrededor bancos que ocuparon los calificadores y religiosos que acompañaban a la reo, algunos familiares y otros dependientes del Tri­bunal. En el centro se construyó una jaula en que estuvo la rea, y a los lados se situaron el alguacil mayor y el alcaide. Colocados en sus asientos todas las personas de distinción que concurrieron, empezó la misa con seis velas amarillas encendidas. Concluido el Introito se sentaron y en el púlpito leyeron el extracto del proceso y la sentencia los secretarios y un religioso domi­nico, alternando en su lectura por lo dilatado de la causa. Por ella se declaraba excomulgada a María de los Dolo­res López, y como impenitente e incursa en las herejías de Molinos y de los Flagelantes se relajaba al brazo secular, y mandaba entregar a sus jueces, suplicándoles la mirasen con benignidad.
Enseguida hizo una exhortación al pueblo el calificador D. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio de San Felipe Neri, manifestando la justificación del Tribunal, y la gravedad de los delitos de aquella infeliz ciega de cuerpo y alma, concluyendo que la encomendasen a Dios para que ablandase su corazón y la redujese a penitencia. Inmediatamente la sacaron de la iglesia y continuó la misa que, concluida, los inquisidores y ministros titulares en su carroza y coches se volvieron al castillo de Triana, donde los primeros tenían sus habitaciones. Así como habían venido procesionalmente, condujeron a la reo a la Plaza de San Francisco para su entrega al brazo secular. Este le impuso la pena de ser quemada viva, a no ser que se convirtiese; en este caso, sufrida la pena ordinaria, su cadáver sea entregado al fuego, cuya sentencia le fue notificada. En aquel punto, rompió un llanto tan amargo, que se interpretó que Dios había tocado su corazón. Estos auxilios fueron ayudados de las exhortaciones de los religiosos que nunca la desampararon, y conducida a la cárcel, confesó sus culpas al P. Teodomiro Díaz de la Vega, a quien escogió para confesarse. Hasta las cinco de la tarde continuaron los santos propósitos, repetidos con fervorosos actos de contrición. En aquella hora, la sacaron los ministros de la justicia real y la condujeron al quemadero en el Prado de San Sebastián; allí confesó otra vez, con muestras de verdadero arrepenti­miento, y habiéndosele dado garrote, su cuerpo fue arrojado al fuego, que lo convirtió en cenizas.
Blanco White confiesa cómo a sus seis años presenció la ejecución de esta pobre vieja y ciega. De todos los pueblos cercanos a Sevilla llegaron gente también para ver este triste espectáculo. Hasta el punto que con el peso de la multitud sobre el puente de barcas se rompió una viga de las compuertas con riesgo de haber sucedido una desgracia.

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