domingo, 24 de mayo de 2015

El arzobispo que pilló una pulmonía mortal en la Giralda

Habría que escribir la historia de la Giralda, que tiene su aquel. Ya he hablado en otra ocasión de sor Bárbara, la hija del campanero, que nació en lo alto de ella, bajo el cuerpo de campanas a mediados del siglo XIX. Y tantos lances y episodios ocurridos en la torre desde su inauguración en 1197.
Cervantes, que conoció la Giralda antes y después del airoso remate de Hernán Ruiz, la rememora en el Quijote al narrar el episodio del caballero del Bosque:
–Una vez me mandó (Casildea de Vandalia) que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla, llamada Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo.
Y el ecijano Vélez de Guevara, en El Diablo Cojuelo, califica a la Giralda torre «tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas».
El suceso que hoy narro ocurrió en 1684. Vivió Sevilla en el invierno de 1683-84 una de las inundaciones más grandes de su historia. Las lluvias habían durado sin interrupción más de sesenta días, anegando todos los barrios periféricos de la ciudad. Tan afectadas quedaron las calles y las casas que el Ayuntamiento prohibió la cir­culación de vehículos para que sus vibraciones no amenazasen más el deplorable estado de los edificios. Cumplieron la or­den todos, también el arzobispo, y el asistente, y el re­gente de la Audiencia, y el presidente de la Casa de Contra­tación. El arzobispo de Sevilla don Ambrosio Spínola hizo más: dio de comer a una legión de pobres por una portezuela que abrió de su palacio a la calle Don Remondo. De él se ha escrito que «murió pobre por haber dado a los pobres la limosna de un millón y más de ducados».
La muerte del arzobispo sobrevino, refieren las crónicas, a raíz de esta anécdota. Como en todas las calamidades que afligían a Sevilla, también en ésta el arzobispo quiso subir a la Gi­ralda para bendecir con el lignum crucis los cuatro puntos cardinales de la ciudad e implorar a Dios la librase del azote de la inundación. Pero lo hizo descalzo. Para mayor penitencia. Y pilló tal pulmonía, de resultas de la cual murió. Acaeció el 24 mayo de 1684 –hoy hace 331 años– y fue enterrado en la Casa Profesa de los jesuitas hasta que sus restos, juntos con los de su tío el cardenal Spínola, fuesen llevados al panteón de la iglesia del Colegio de la Concepción o de las Becas, del que eran patronos. Este traslado tuvo lugar el 4 de mayo de 1710.
Su tío, el cardenal Agustín Spínola, también arzobispo de Sevilla, regentó la diócesis hispalense de 1645 a 1649. Era hijo de Ambrosio Spínola, el célebre general de la rendición de Breda. Aunque ese año hubo una gran mortandad en Sevilla, a consecuencia de la peste, el cardenal Spínola no murió de ella. Refugiado en su residencia de Umbrete, soportaba cristianamente los fuertes dolores de gota, que trataba de atenuar tomando borujo, masa que resulta del hueso de la aceituna después de molida y prensada. Los médicos dirán si esta receta casera que tal vez le recomendaron los lugareños de Umbrete resulta eficaz para aliviar el dolor; pero lo cierto es que el cardenal se murió.
Su sobrino, ya digo, murió de un resfriado fatal por subir a la Giralda descalzo. El jesuita Gabriel de Aranda, en su Vida del Venerable Contreras, ofrece estos rasgos de Spínola:
–Murió a los 52 años de su edad, con tanto sentimiento de las ovejas, que aún balan por su Pastor, y quisieran, si pudieran, resucitarle. Este virtuoso Príncipe todo celo, todo blandura, todo amor, todo caridad, todo hacer bien, todo obrar mejor, nada suyo, todo de los pobres, todo limosnas, todo piedad.
Por su generosidad, Spínola se convirtió en el gran arzobispo de la caridad. «Ya desde su llegada a Sevilla se había informado de las personas pobres que había en la ciudad a quien tenían situada limosna los prelados sus antecesores, y no quitó ni aminoró nada, sino aumentó mucho más. A los conventos pobres socorría con trigo en Navidad y Resurrección. En su puerta se daba un cuarto de limosna a cuantos pobres mendigos pedían por la mañana, y era tanto el número de los que acudían, que aquel cuarto solo que se les daba, montaba al del año más de ocho mil ducados. Los jueves todos del año, daba de comer en su palacio a trece pobres honrados, en memoria del Redentor del mundo y sus Apóstoles: a éstos les servía a la mesa asistido de sus familiares y, en acabando de comer, les iba besando la mano y poniéndoles en ella a cada uno un par de reales. Y esta limosna la solía repetir en vísperas de nuestra Señora o santos de su devoción» (Loaysa). ¡Vamos, como el papa Francisco!
Pero su caridad llegó al máximo en la gran depresión de 1679, por la enorme sequía que produjo pésimas cosechas. Cuenta Loaysa, contemporáneo, que «todos vimos en su casa el año de la hambre, que fue el de 1679, en el que dando raciones de pan cuatro veces en la semana a los que iban a su palacio, llegaron a juntarse dentro de aquella caritativa casa muchas veces veinticuatro mil personas; y las más de las veces no bajaban de dieciocho a veinte mil, ocupándole toda la casa, sin dejarle más que un corto aposento en que estar».
Hubo de abrir un postigo en la fachada del palacio, donde, sentado en un sillón, repartía de su propia mano catorce mil hogazas de pan diarios. El viajero inglés Thomas Williams, que pasó tres meses en Sevilla en 1680, relata en su The Travels in Spain lo mucho que oyó hablar del arzobispo Spínola y su caridad durante la carestía del año anterior.
Moraleja para futuros arzobispos de Sevilla: ¡sean tan caritativos como el arzobispo Spínola, padre de los pobres, pero no se les ocurra imitarles en subir descalzos a la Giralda, sobre todo si es invierno y hace un frío de muerte, nunca mejor dicho!

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