San Alfonso María de Ligorio vivió una larga vida que
ocupa prácticamente todo el siglo XVIII, el siglo de Vivaldi y de las fugas de Bach, de Mozart, de Voltaire y de
Rouseau, de Goethe y de Schiller… el Siglo de las Luces. Ludwid von Pastor en su Historia de los Papas dice que «Alfonso ha
logrado la gloria suprema de ser, en el impío siglo XVIII, la figura más grande
y más imponente».
Llamado «el más santo de los napolitanos y el más
napolitano de los santos», fue un niño de inteligencia superior, de familia
noble, abogado y sacerdote dedicado a la reeducación religiosa del pueblo,
pintor y músico, fecundo escritor, obispo y abogado de los pobres, fundador de
los Redentoristas, maestro de teología moral,
misionero popular y confesor, santo y doctor de la Iglesia.
Nació en la casa de campo de su padre en Marianella,
cerca de Nápoles, el 27 de septiembre de 1696, primogénito de Giuseppe de
Liguori, capitán general de las galeras del rey, y de Ana Cavalieri, ambos de
las más antiguas y nobles familias napolitanas. Fue un niño con un coeficiente
intelectual altísimo, con grandes conocimientos no sólo en las letras y las
ciencias, también en la pintura y en la música. Griego, latín, francés,
matemáticas, filosofía, ciencias, pintura, poesía, arquitectura… En música tuvo
de maestro al gran Scarlatti. A los trece años tocaba a la perfección el
clavicordio y en los años de Universidad estudió armonía y composición. Un
verdadero niño prodigio.
A los once años —caso insólito— fue admitido en la
Universidad de Nápoles después de haber superado un examen de idoneidad, y a
los dieciséis se laureó en Derecho civil y eclesiástico, teniendo que pedir
dispensa de edad para poder doctorarse. El 21 de enero de 1713 —a la edad de
dieciséis años, cuando la edad mínima requerida era veinte años—, obtuvo el
doctorado, recibiendo el anillo de doctor, la birreta de juez y la toga de
abogado. Era tan bajito que cuando le impusieron la toga desapareció bajo sus
pliegues y todo el mundo se echó a reír.
Mientras le llegaba la edad de poder ejercer la abogacía,
hacía prácticas en los bufetes de los mejores abogados de Nápoles y dedicaba
buen tiempo a visitar hospitales y a otras actividades apostólicas.
Ejerció la abogacía durante ocho años sin haber perdido
causa alguna. En julio de 1723 se celebró en el Palacio de Justicia de Nápoles
un importante pleito que cambiará radicalmente su vida. Ligorio defendía al
duque de Orsini frente al Gran Duque de Toscana.
Las dos familias pugnan por la propiedad del feudo de Amatrice. Estaba en juego
una gran suma de dinero. Alfonso tuvo una intervención brillante, basando su
disertación en defender la esencia de la justicia por encima de la letra de la
ley. El abogado opositor le replicó que la justicia estaba en la ley y la ley
era esa. Los jueces le dieron la razón y sentenciaron en contra de Alfonso.
El joven abogado salió del palacio de audiencias,
repitiendo dentro de sí:
–¡Mundo, te he conocido! ¡Adiós tribunales!
Estas palabras están hoy escritas en una de las
paredes del Palacio de Justicia de Nápoles.
Se refugió en su casa y pasó tres días sin comer.
Fue el final de su carrera de abogado.
–Quiero dejar los tribunales porque quiero salvar mi
alma– se dijo.
Y se refugió en visitas al hospital de los incurables
y a obras de piedad. Cuenta la tradición que un día oyó una voz interior que le
dijo:
–Deja el mundo y date a mí.
Se dirigió a la iglesia de Santa María de la Redención
de Cautivos, se arrodilló ante la imagen de la Virgen de la Merced, depositó su
espada al pie del altar y prometió dedicarse a María y al Redentor. Era el 29
de agosto de 1723, que podemos considerar como su «día de la conversión».
Las diferencias con su padre se agrandaron. Don
Giuseppe soñaba en su hijo el gran abogado que un día ocuparía la presidencia
del Sacro Real Consejo, la corte suprema de Justicia de Nápoles. Con un hijo
así, elegante caballero, perfecto bailarín en las noches napolitanas, abogado
elocuente gloria del foro napolitano, le tenía preparada una magnífica boda con
la riquísima hija del duque de Presenzano.
Pero no pudo convencer a Alfonso de que continuase en
la abogacía. Y llegó a espetar a su hijo:
–¡Haz lo que quieras y ve a donde te parezca!
Y él se dijo:
–Me haré abogado de una otra gloria: seré sacerdote.
El 21 de diciembre de 1726 recibió la ordenación
sacerdotal. Tenía 30 años.
Alfonso se dio a la predicación. Nada del predicador
pomposo y erudito. Su predicación sencilla llegaba tanto al erudito como a la gente
sencilla. Los doctos iban a escucharle, eclesiásticos ilustres, abogados,
procuradores, caballeros…
Su padre, que gustaba oír los discursos de su hijo
abogado, no quiere escuchar sus sencillos sermones sacerdotales. Pero un día le
picó la curiosidad y acudió a oírle. Al salir, exclamó:
–Este hijo mío me ha hecho conocer a Dios.
Y desde entonces, se aficionó a los sermones de su
hijo.
Alfonso frecuenta con otros sacerdotes los suburbios
de la ciudad de Nápoles, donde se hacina la gente pobre y marginada, y organiza
grupos de oración en lo que se llamó «Capillas vespertinas». Estas capillas, al
aire libre, bajo la luz de las estrellas, son lugares de oración. A ellas
acuden trabajadores que vuelven del trabajo y jóvenes marginados. A su muerte,
existían 72 capillas con más de 10.000 participantes, y han durado hasta
principios del siglo XX.
Abandonando Nápoles con algunos compañeros, funda el 9
de noviembre de 1732 en la hospedería del monasterio de la Concepción, en
Scala, la Congregación del Santísimo Salvador (que la Santa Sede en 1749,
cuando aprueba el nuevo Instituto religioso, cambia por Santísimo Redentor),
«para continuar el ejemplo de nuestro Salvador Jesucristo de predicar a las
almas más abandonadas, especialmente a los pobres, la palabra divina». Y ello
por medio de las misiones populares y los ejercicios espirituales.
Alfonso rechazó varias veces ser obispo. Al final hubo
de ceder a las presiones del papa, y fue elegido obispo de Santa Águeda de los
Godos, pequeña diócesis en el camino de Nápoles a Capua, cuando su vida
comenzaba a declinar. Fue consagrado obispo en 1762, a los 66 años. Ya de
obispo, siguió con su febril actividad apostólica: misiones populares, atención
a los pobres, cuidado de sus sacerdotes, muchos de ellos indiferentes y a veces
escandalosos. Alimentó a los pobres en la hambruna que sufrió el sur de Italia
en 1764 y salvó la vida del alcalde de Santa Águeda, ofreciendo la suya a la
muchedumbre.
En 1775, tras 13 años al frente de su diócesis y con
una dolorosa artritis que le hacía declinar la cabeza sobre el
pecho, renunció y se retiró a la comunidad redentorista de Pagani (Salerno),
donde permanecerá hasta su muerte.
El 1 de agosto de 1787, al son de las campanas del
rezo del Ángelus, Alfonso murió en Nocera dei Pagani, teniendo entre
sus manos la imagen de la Virgen. Tenía 90 años, 10 meses y un día.
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