jueves, 15 de septiembre de 2016

El tabaco y Sevilla

En los primeros días de noviembre de 1492, Cristóbal Colón envió a dos de sus hombres, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres, a explorar el interior de la isla de Cuba. A su vuelta contaron que habían visto a los indígenas «mujeres y hombres, con un tizón en la mano e hierbas para tomar sus sahumerios», es decir, que llevaban en sus manos un tizón encendido por un extremo mientras lo chupaban por el otro, aspirando y exhalando el humo. Al tizón llamaban tabaco, formado por hojas secas, enrolladas, del cojibá ó cohivá, nombre indio de la planta del tabaco.
Hoy se tiene por el primer fumador de tabaco de nuestro mundo occidental a Rodrigo de Jerez, natural de Ayamonte (Huelva), marino en la expedición de Colón. Y a América por la cuna del tabaco. Cuando vieron por acá cómo Rodrigo de Jerez echaba humo por la boca y las narices le acusaron de mantener relaciones con el diablo y tuvo que habérselas con la Inquisición.

Las Cigarreras, de Gonzalo Bilbao.
Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Pero el tabaco se hará pronto popular en Europa. Se dice que fray Romano Pane, en 1518, remitió a Carlos V semilla del tabaco que el emperador ordenó cultivar. Es posible que este cultivo sea el inicio del tabaco en nuestra tierra. En Francia fue conocido en 1560 por Juan Nicot, embajador francés en Lisboa, que lo obtuvo de un flamenco venido de la Florida. Nicot, que ha dado nombre a la nicotina, presentó la planta y el producto en polvo a Francisco II, rey de Francia. Su madre, Catalina de Médicis, que padecía de fuertes jaquecas, lo usó en polvo y resultó remedio milagroso que recomendó y divulgó por su reino.
A finales del siglo XVI el uso del tabaco, especialmente en polvo, estaba extendido por Europa. El cardenal Santa Cruz lo introdujo en Italia; el cardenal Tornabona, en Roma; el rey de las Dos Sicilias, en Calabria y Cerdeña; Walter Raleigh lo trajo de Virginia a Inglaterra.
Y con su uso vinieron las censuras. Se dice que en Rusia se llegó a castigar el consumo del tabaco con la amputación de la nariz. Y el papa Urbano VIII prohibió su uso en polvo o rapé en las iglesias, costumbre que se había extendido entre los fieles e incluso entre los sacerdotes celebrantes. Recogida esta bula por el cardenal Borja, éste ordenó su publicación y cumplimiento en la diócesis de Sevilla. Y así, el domingo 27 de julio de 1642 se leyó entre los dos coros de la catedral la bula del Papa en la que prohibía bajo pena de excomunión latae sententiae que «ninguna persona, eclesiástica, regular, ni seglar, así hombres como mujeres, de cualquier estado, grado, condición, dignidad, calidad, orden o estatuto, exención etiam del Hospital de San Juan de Jerusalén o de otro cualquier privilegio que sean, puedan tomar, ni tomen tabaco en hoja, ni en polvo, ni en humo, por boca o narices, en ninguna de las iglesias de Sevilla, ni de todo su Arzobispado, ni en su ámbito, ni patio de ellas».
Pero hacía algún tiempo que al tabaco se atribuían virtudes terapéuticas aprendidas de los indios. Nicolás Monardes (+1588), médico sevillano, fue el primero que lo cultivó en Europa como medicina curativa. En su libro Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales y que sirven en la medicina, trata extensamente del tabaco y ofrece unas curiosas observaciones para su aplicación médica. Por ejemplo, recomienda calentar la hoja seca para su aplicación en la parte enferma o el frotamiento de los dientes con un cepillo embebido en jugo del tabaco.
Leo en un manuscrito de la Biblioteca Arzobispal de Sevilla: «El día 15, miércoles de este año [1728], Septiembre, se empezó la obra de la Fábrica de Tabacos, entre la Puerta de Jerez y la de la Carne, extramuros de esta ciudad». Naturalmente se refiere a la nueva fábrica, que hoy alberga a la Universidad de Sevilla, y comienza a levantarse con pausada lentitud.
La antigua Fábrica se encontraba en lo que hoy es plaza del Cristo de Burgos. En ese lugar se asentó la primera fábrica del mundo para la elaboración del tabaco, con su estanco o monopolio incluido. En Sevilla comenzaron su elaboración primeramente los particulares, quizás a partir de 1620, según Domínguez Ortiz. Después la Real Hacienda, ante el consumo en incremento del tabaco, arbitró en 1632 el estancarlo y formó, a partir de ahí, la Real Fábrica de Tabacos de San Pedro, levantada por un tal Juan Bautista Carrafa, armenio, con facultad real para su elaboración.
Lo que empezó siendo una fábrica de atarazanas de pequeñas dimensiones a los inicios del siglo XVII, sobre el solar de una antigua mezquita de la Morería, se fue ampliando con la adquisición de nuevos locales adyacentes para la ubicación de sus almacenes, molinos, cuadras y patios, ante la demanda progresiva de este nuevo vicio nacional. En 1730, cuando ya se han puesto los cimientos de la nueva fábrica, operan en la de San Pedro 600 operarios y 170 mulos en los molinos. Y se elaboraban cigarros, no sólo tabaco en polvo.
Ese día, 15 de septiembre de 1728, comenzaron a abrir los cimientos de la nueva Real Fábrica, bajo la dirección del ingeniero militar Ignacio de Salas. Pero poco después se suspendieron y no se reanudaron hasta el 17 de agosto de 1749 para concluirse la parte principal del edificio en 1757. Comenzó la obra el arquitecto Sebastián Van der Borcht y fue concluida por Juan Vicente Catalán y por Bengoechea.
A finales del siglo XVIII, en tiempos de Carlos IV, había empleados hasta doce mil operarios, que movían ciento cuarenta molinos de rapé. A mediados del XIX, se reduce su número a cuatro mil operarios, la mayoría de ellos del sexo femenino, las cigarreras, inmortalizadas por Gonzalo Bilbao, en su célebre cuadro que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde aparece en primer plano una cigarrera dando el pecho a su bebé.
Tienen las cigarreras
en el zapato
un letrero que dice:
¡Viva el tabaco!

O la obrita Carmen, de Próspero Mérimée, la cigarrera gitana inmortalizada en la ópera por Bizet. Y tantos otros –Richard Ford, Teófilo Gautier, Charles Davillier, Pierre Louÿs, Palacio Valdés...–, que en sus crónicas de viajes o en sus novelas han asomado por la Fábrica de Tabacos y han exaltado la galanura de estas mujeres de Sevilla. Que lo dice la copla:
Me gusta una cigarrera
más que ochenta señoritas.
¿En la tierra habrá más brío
que tienen las cigarreras? 

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