Sevilla, 10 de agosto de 1519, hace
exactamente 500 años. Cinco navíos despliegan sus velas y, río abajo, surcan
las aguas del Guadalquivir para desembocar en el mar y tratar de lograr una
loca aventura: hallar un estrecho que conduzca al Océano Pacífico descubierto
por Balboa y encontrar por el Oeste la ruta que lleva a las Molucas.
Aquella noche, en el convento de Santa
María de la Victoria –cuyos muros, desde Triana, daban al río– Fernando de
Magallanes, jefe de la expedición, rendía, de rodillas ante la Virgen marinera,
juramento de fidelidad de toda la tripulación reunida y recibía el estandarte
real de manos del asistente de la ciudad, Sancho Martínez de Leyva. En su testamento,
Magallanes había dispuesto que «cuando esta vida actual acabare y empezare la
eterna», deseaba «que lo entierren con preferencia en Sevilla, en el convento
de Santa María de la Victoria, en su tumba de propiedad». Pero añade que, si
no fuese posible, «den el último descanso a mi cuerpo en la iglesia más próxima
dedicada a la Madre de Dios». Y deja también algunas mandas y legados para el
monasterio que le ha visto partir.
Todos sabemos lo que ocurrió después. Magallanes
logró su gran objetivo de descubrir un paso que condujera del Atlántico al
Pacífico, pero murió el 21 de abril de 1521 en una tonta batalla con nativos,
súbditos del rey de Cebú, cuando sus metas casi habían sido alcanzadas.
El 9 de septiembre de 1522, tres años
después de la partida, cuando en Sevilla se había dado ya a la expedición por
perdida, atraca en los muelles cercanos a los muros del convento de Santa María
de la Victoria un barco desvencijado, el Victoria, del que desciende
una mermada tripulación de dieciocho supervivientes, mandada por Juan
Sebastián Elcano. Descalzos, en mangas de camisa y con velas en las manos, se
dirigieron a la Virgen de la Victoria para darle gracias y, seguidamente,
acudieron a venerar a la Virgen de la Antigua en la catedral. Habían realizado
una de las gestas marineras más importantes de la historia, comparable a la de
Colón: dar la primera vuelta al mundo –Primus circumdedisti me– y
demostrar así la redondez de la Tierra.
A los pocos años, en el convento de la
Victoria de Triana se levantó un modesto túmulo en honor de Magallanes, que no
pudo culminar la gesta. La leyenda decía:
A
Fernando de Magallanes,
Insigne
navegante:
Valeroso
Descubridor del Estrecho
que
lleva su nombre,
Muerto
en una isla desconocida,
La
Comunidad de Mínimos de Nuestra Señora de la Victoria
de
Triana,
Llora
su mala suerte,
Pide
a Dios por su descanso
Y
le erige este sencillo monumento.
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