viernes, 1 de enero de 2016

Adriano, emperador de Roma

Adriano, emperador de Roma, muere el 1 de enero del año 138. 62 años antes, el 24 de enero del año 76, había nacido en Itálica, junto a Sevilla, en la Bética romana, uno de los más grandes emperadores de la Roma antigua.
Tenía diez años cuando, en el 86, quedó huérfano de padre. Su madre, Domicia Paulina, era natural de Cádiz. A la muerte del padre de Adriano, Trajano y L. Acilius Attianus se hicieron cargo del niño como tutores. Y aquí le sonrió la fortuna. A la sombra de Trajano (también nacido en Itálica), ascenderá en el Imperio hasta alzarse en la más alta magistratura del Estado romano.


Aunque Trajano, muerto el 8 de agosto del 117 en Cilicia cuando venía de regreso a Roma, no dejó sucesor. Que Adriano se alzara con el poder tal vez se deba, como dice Montanelli, «a una coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio». Dion Casio cifra la suerte de Adriano en el favor de la emperatriz Plotina, esposa de Trajano, enamorada de Adriano. Pero sostiene que Trajano, en el momento de su muerte, ya no podía escribir comido por la enfermedad y el documento de adopción de Adriano fue firmado por la misma Plotina. Dion Casio va más lejos: se mantuvo en secreto durante unos días la muerte de Trajano para que la adopción de Adriano fuese proclamada antes que la muerte del emperador. Es significativo que el sirviente personal de Trajano, testigo de los últimos momentos del emperador, muriese cuatro días después que su amo. Adriano, gobernador de Siria en aquel momento, se hallaba cerca del lugar donde había muerto Trajano y tenía a su cargo el ejército romano oriental, el más potente del Imperio. No hubo discusión. El senado romano recibió al mismo tiempo la muerte del emperador y la elección por las legiones de Adriano que prometía el respeto de los privilegios senatoriales.
Adriano tenía 40 años cuando subió al poder. «Era un hombre guapo, alto, elegante, de pelo rizado y barba rubia que todos los romanos quisieron imitar, ignorando tal vez que él se la había dejado crecer sólo para ocultar unas desagradables mechas azuladas que tenía en las mejillas» (Montanelli). Cantaba, pintaba, componía versos... Poco antes de morir compuso un poema en recuerdo de los tiempos pasados. «Animula, vagula, blandula...»: este poema de Adriano revela uno de los aspectos más originales de la personalidad del que fuera el más singular y el más imprevisible de los emperadores romanos. El hombre que encontraba acentos de ternura casi femeninos por la propia «pequeña ánima errabunda y festiva», era el mismo que había ordenado suprimir cuatro generales culpables de no aprobar su política. Pero era también quien desarmó por sí mismo a un agresor para concederle la gracia del perdón inmediatamente después.
Sus contradicciones eran numerosas y, tal vez, desconcertantes. Detestaba la guerra, pero tenía el físico y la mentalidad del soldado. Se dedicaba con pasión a las artes, pero las consideraba tan sólo como un apacible juego. No creía en los dioses, pero ejercía con gran empeño sus funciones de pontífice máximo y castigaba duramente todo acto de incredulidad. Era social y misántropo, moral e inmoral, clarividente e imprevisor. Su decisión de abandonar algunas provincias «indefendibles» y de erigir una empalizada en Britania tuvo el efecto inmediato de reforzar el Imperio. Pero el juicio posterior debía dar razón a los que sostenían que la renuncia al expansionismo sería para Roma el principio del fin.
Una sola cosa era en Adriano constante y coherente: el sentido del deber hacia el Estado, al que sirvió con devoción y celo de un funcionario modelo. A sus ojos, el Estado representaba el valor supremo.
Tenía 56 años cuando decidió construirse una tumba: la quiso grandiosa e imponente, como todos los edificios que había ordenado erigir en Roma o en provincias. Se inspiró en las formas del Mausoleo de Augusto, cuyas ruinas aún pueden contemplarse en Roma, y levantó la Mole Adriana, hoy conocida como Castillo de Sant’Angelo. Lo preside el arcángel san Miguel, pero en su tiempo lo coronaba una gigantesca cuadriga de bronce dorado, dirigida por Adriano, revestida su estatua con las vestiduras de Helio, o sea el Sol (pues también tenía el nombre de Helio además del de Adriano).
Adriano había construido también en Roma un templo en su honor y el templo de Matidia, madre de su mujer Sabina, curiosamente quizás el único ejemplo en la historia de un templo dedicado en honor de la suegra.
En cierta ocasión, como un intelectual galo llamado Favorito le adulase y le diese permanentemente la razón, Adriano se lo reprochó. Pero el galo Favorito le respondió:
–Un hombre que basa sus argumentos sobre treinta divisiones en armas siempre tiene razón.
Adriano contó la historieta en el Senado y todos se divirtieron.
Estos son unos rasgos de nuestro paisano sevillano, al que los romanos consideran como un genio en la organización del Estado y uno de sus más grandes emperadores. Lo demás pertenece a la historia de Roma.

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