La Sevilla de finales del siglo XVI es
una ciudad variopinta, grande y populosa; bullicioso puerto de confluencia
abierto a las Indias. En ella, el misionero y el santo se mezclan con el
comerciante y el pícaro. Es la puerta grande de Europa, ciudad viva, cosmopolita,
santa y truhana, repleta de clérigos y ganapanes, devota y pícara al mismo
tiempo.
Llegó a esta Sevilla la madre Teresa de
Jesús tal día como hoy 26 de mayo de 1575 en una comitiva de cuatro carros. Le sienta
mal el clima de Sevilla a esta castellana madura, entrada ya en los sesenta. El
camino resultó terriblemente mortificante y vino a Sevilla, más que por
voluntad, por expresa obediencia de fundar un Carmelo de la reforma. «Habéis de
mirar que (este sol) no es como el de Castilla, sino muy más importuno»,
escribió en una de sus cartas. Se establece con sus monjas en una casa
arrendada «bien pequeña y húmeda» de la calle de Armas (actual Alfonso XII). Y
comienza una nueva faceta de la sin par figura de esta mística andariega.
Después de pagar a los carreteros 800
reales, sólo le quedó una blanca para empezar la fundación. Dos señoras, amigas
del padre Mariano, las acompañaron aquel día. Pero después desaparecieron «y en
gran tiempo nunca más las vimos, ni ellas ni nadie nos enviaron un jarro de
agua».
El padre Mariano trataba de paliar las
penurias de los primeros momentos y habilitar la casa con los primeros chismes
que pudo arramblar del convento de los Remedios.
–Contemos por menudo los ajuares que
aquí hallamos –cuenta María de San José, que será la primera priora del
convento de Sevilla–. Lo primero fue media docena de cañizos viejos que el
padre Mariano había hecho traer de su casa de los Remedios; estaban puestos en
el suelo por camas. Había dos o tres colchoncillos muy sucios, como de frailes
descalzos, acompañados de mucha gente de los que a ellos los acompaña.
Esa «mucha gente» que pulula por los
colchoncillos sucios no son sino esos desagradables inquilinos denominados
pulgas y chinches. Los colchoncillos de los frailes fueron reservados «para
nuestra Madre y algunas flacas».
–No había sábana, manta ni almohada, más
que dos que nosotras traíamos. Hallamos una estera de palma y una mesa pequeña,
una sartén, un candil o dos, un almirez y un caldero o acetre para sacar agua.
Y pareciéndonos que esto, con algunos jarros y platos y cosas así que hallamos,
por lo menos ya era principio de casa, comenzaron los vecinos, a quien se había
pedido prestado para aquel día, a enviar uno por la sartén, otro por el candil,
otro por el caldero y mesa, de suerte que ninguna cosa nos quedó, ni sartén, ni
almirez, ni aun la soga del pozo.
Fueron duros los primeros momentos. La
pobreza extrema, el calor asfixiante, la casa desmantelada, la comida…
–La comida era muchos días solas
manzanas y pan –se lamenta María de San José–, a veces guisadas y a veces en
ensalada, y día hubo que no hubo pan sino uno solo y con gran gusto repartido
entre todas, el cual nos bastó aunque era bien pequeño.
Y prosigue:
–Como no conocían en esta ciudad a
nuestra Madre como en las de Castilla, donde había fundado, no hallábamos quien
nos prestase nada.
Malos comienzos. Las vocaciones no
llegan. El carácter de la mujer sevillana no se aviene con la adustez de estas
monjas castellanas. No, Teresa, Sevilla tiene su encanto propio y la mujer
sevillana un embrujo que emana de ese mismo clima y calor que a ti te atosiga
tanto. «Ninguna mujer de Sevilla –decía Morgado– cubre manto de paño. Usan
mucho en el vestido la seda, telas, colchados, recamados y telillas. Précianse
de andar muy derechas y menudo paso, y así las hace el buen donaire y gallardía
conocidas por todo el reino, en especial por la gracia con que se lozanean y se
adaptan los rostros con los mantos y de toda pulicía y galantería de oro y
perlas».
Hermosa Sevilla, pícara Sevilla, puerta
grande de la España abierta a las Indias, que acoge también a Teresa.
En la casa de la calle de Armas permanecieron
durante un año. Y llegarán las primeras novicias. El arzobispo Cristóbal de
Rojas, al principio reacio a un nuevo convento, accede complacido cuando visita
a la santa. Sufre la denuncia a la Inquisición de una novicia que salió del
convento. Pero se averigua la falsedad. En diciembre de aquel año recibe la
orden del general italiano de los carmelitas de retirarse a un convento de
Castilla y que cese de fundar otros conventos nuevos. Hay en su mirada, cansada
de tanta vida interior, como un parpadeo relampagueante de crepúsculo. Pero
debe llevar a cabo la fundación de Sevilla. Tiene que conseguir una casa. Debe
dejar asentadas a sus monjas antes de partir. El padre Gracián, visitador, le
concede demorar la visita. Por fin consigue una casa en la calle de Pajerías
(actual calle Zaragoza), muy cerca del arenal y del río.
El traslado a la nueva casa se realizó
el 3 de junio de 1576. Teresa, que pensó hacerlo sin ruido, se encontró con el
clamor de la ciudad. Dio la alarma el viejo varón fray Hernando de Pantoja,
prior de la Cartuja, herido por los desdenes que habían sufrido las descalzas.
Y el arzobispo fue el primero que se sumó para rendirles honores. La ciudad se
puso de fiesta. Teresa había ganado a la ciudad y la ciudad se dejó ganar por
Teresa. Se arrodilla la santa ante el arzobispo para pedirle su bendición antes
de partir, pero es el propio arzobispo quien se pone de rodillas ante la
humilde monja carmelita para que sea ella quien le dé su bendición. Aquella
misma noche, ya 4 de junio, después de un año pasado en Sevilla, Teresa tomó
camino de un convento de Castilla, acompañada de dos hermanos y tres sobrinos
que habían llegado de las Indias.
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