Mi amigo Pepe murió hace unos cuantos
años de tisis galopante. La había pillado en sus años jóvenes en las minas de
Río Tinto. Dicen que en la guerra llegó hasta teniente del Ejército rojo y pasó
sus buenos años en un campo de concentración. Después, una vida más quieta
haciendo chapuzas aquí y allá de peón de albañil. En las noches de verano
llegaba hasta mi habitación el eco lejano de una radio pegada a su oído:
–Aquí, Radio Pirenaica… Aquí, Radio
Moscú.
Era su biblia cotidiana, el alimento de
añoradas esperanzas que le llegaba como un susurro de más allá de los Pirineos.
Hablamos de los tiempos de Franco. No era malo nuestro amigo Pepe. Los vecinos
estaban concordes que poseía buenos sentimientos. Políticamente, yo diría que
resultaba más anarquista que otra cosa. Aunque ni él mismo sabría definir a qué
bandera engancharse. Rezumaba también cierto anticlericalismo de viejo cuño,
aunque sin mala uva.
Pues bien, a Pepe lo ingresan en el
Sanatorio de El Tomillar (Dos Hermanas), de enfermos tuberculosos. Está viejo y
solo en la vida. Su mujer, Pepa, hacía planes para cuando Pepe muriera, pero el
destino hizo que ella falleciera primero. Recuerdo que en cierta ocasión lo
saqué en los papeles. Él conservaba con cariño reverente el recorte del
periódico donde le nombraba. Lo enseñaba a las monjas, a los médicos, a todos.
Fue el personaje del día.
–Pepe, ¿estás bien?
–Sí, estoy contento –me respondía.
Por poco tiempo. A Pepe lo echan del
Sanatorio. Y a sus tres convecinos de habitación. Se había liado entre ellos
una gresca de muy señor mío. Resulta que Pepe llevaba una semana aguantando
estoicamente continuos puyazos políticos de sus compañeros de habitación.
Y llegó la gresca. Creo recordar que fue
el 18 de julio de 1973. El diario ABC sacó en portada la foto de Franco. Sus
compañeros se la colocaron a los pies de su cama. Pepe, muy debilitado, no
podía casi moverse.
–¡Quítenme a ese…!
Aquella noche, cuatro enfermos tísicos
fueron plantados en la calle.
Los otros tres volvieron con sus
familias.
Pepe, solo, a su piso.
Y se echó en la cama dispuesto a dejarse
morir.
–¿Qué hacer? –me dije.
Acudí a las Hermanas de la Cruz. Porque
Pepe, solito en su cama, aguarda mano misericordiosa. ¿Quién mejor que las
Hermanas de la Cruz para salir del paso? Un viejo tísico no es plato de gusto,
y los vecinos, alarmados, temen el contagio de sus hijos.
–A ver, necesito dos Hermanas que acudan
a cuidarlo. Solo por cinco o seis días, mientras procuro que lo ingresen en
otro sanatorio.
Y allá van, solícitas, dos Hermanas.
Llegan al piso, se quitan el manto,
asean al enfermo, arreglan la cama, le dan de comer, friegan y blanquean todo…
Cuando marchan, le dan a besar el crucifijo.
Y Pepe lo besó.
Les había contado a las Hermanas el
sucedido de la foto y por qué se encontraba así.
–Por favor, no lo atosiguen mucho con
sermones.
Las Hermanas me devolvieron una sonrisa.
Como diciendo: «Majadero, nosotras no soltamos sermones. Practicamos sencillamente
las obras de misericordia. Lavamos al enfermo, le damos de comer, fregamos,
limpiamos… Eso sí, al final, nos despedimos dando a besar el crucifijo».
Y Pepe lo besó.
Conseguí a través de un amigo médico, Ernesto
Ollero de la Rosa, hermano mayor que fue de la Hermandad de la Amargura, el
pase para que fuera acogido en el Sanatorio de Córdoba. Con el permiso en la
mano, y la ayuda de un scout –yo era entonces consiliario del Movimiento Scout
Católico– lo metí en mi citröen dos caballos y lo llevé a Córdoba.
Yo creía que se me moría por el camino.
Tal iba el pobre. Pero resistió. Y lo dejamos en el Sanatorio de tuberculosos.
Las
Hermanas de la Cruz no lo abandonaron. Avisaron a las Hermanas de Córdoba y
estas lo visitaban semanalmente. Le llevaban chucherías, le alegraban su
soledad. A los tres meses murió, besando el crucifijo y agradecido como un
chiquillo a sus buenas Hermanas de la Cruz.
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