domingo, 29 de mayo de 2016

Mi amigo Pepe, el anarquista

Mi amigo Pepe murió hace unos cuantos años de tisis galopante. La había pillado en sus años jóvenes en las minas de Río Tinto. Dicen que en la guerra llegó hasta teniente del Ejército rojo y pasó sus buenos años en un campo de concentración. Después, una vida más quieta haciendo chapuzas aquí y allá de peón de albañil. En las noches de verano llegaba hasta mi habitación el eco lejano de una radio pegada a su oído:
–Aquí, Radio Pirenaica… Aquí, Radio Moscú.
Era su biblia cotidiana, el alimento de añoradas esperanzas que le llegaba como un susurro de más allá de los Pirineos. Hablamos de los tiempos de Franco. No era malo nuestro amigo Pepe. Los vecinos estaban concordes que poseía buenos sentimientos. Políticamente, yo diría que resultaba más anarquista que otra cosa. Aunque ni él mismo sabría definir a qué bandera engancharse. Rezumaba también cierto anticlericalismo de viejo cuño, aunque sin mala uva.
Pues bien, a Pepe lo ingresan en el Sanatorio de El Tomillar (Dos Hermanas), de enfermos tuberculosos. Está viejo y solo en la vida. Su mujer, Pepa, hacía planes para cuando Pepe muriera, pero el destino hizo que ella falleciera primero. Recuerdo que en cierta ocasión lo saqué en los papeles. Él conservaba con cariño reverente el recorte del periódico donde le nombraba. Lo enseñaba a las monjas, a los médicos, a todos. Fue el personaje del día.
–Pepe, ¿estás bien?
–Sí, estoy contento –me respondía.
Por poco tiempo. A Pepe lo echan del Sanatorio. Y a sus tres convecinos de habitación. Se había liado entre ellos una gresca de muy señor mío. Resulta que Pepe llevaba una semana aguantando estoicamente continuos puyazos políticos de sus compañeros de habitación.
Y llegó la gresca. Creo recordar que fue el 18 de julio de 1973. El diario ABC sacó en portada la foto de Franco. Sus compañeros se la colocaron a los pies de su cama. Pepe, muy debilitado, no podía casi moverse.
–¡Quítenme a ese…!
Aquella noche, cuatro enfermos tísicos fueron plantados en la calle.
Los otros tres volvieron con sus familias.
Pepe, solo, a su piso.
Y se echó en la cama dispuesto a dejarse morir.
–¿Qué hacer? –me dije.


 Acudí a las Hermanas de la Cruz. Porque Pepe, solito en su cama, aguarda mano misericordiosa. ¿Quién mejor que las Hermanas de la Cruz para salir del paso? Un viejo tísico no es plato de gusto, y los vecinos, alarmados, temen el contagio de sus hijos.
–A ver, necesito dos Hermanas que acudan a cuidarlo. Solo por cinco o seis días, mientras procuro que lo ingresen en otro sanatorio.
Y allá van, solícitas, dos Hermanas.
Llegan al piso, se quitan el manto, asean al enfermo, arreglan la cama, le dan de comer, friegan y blanquean todo… Cuando marchan, le dan a besar el crucifijo.
Y Pepe lo besó.
Les había contado a las Hermanas el sucedido de la foto y por qué se encontraba así.
–Por favor, no lo atosiguen mucho con sermones.
Las Hermanas me devolvieron una sonrisa. Como diciendo: «Majadero, nosotras no soltamos sermones. Practicamos sencillamente las obras de misericordia. Lavamos al enfermo, le damos de comer, fregamos, limpiamos… Eso sí, al final, nos despedimos dando a besar el crucifijo».
Y Pepe lo besó.
Conseguí a través de un amigo médico, Ernesto Ollero de la Rosa, hermano mayor que fue de la Hermandad de la Amargura, el pase para que fuera acogido en el Sanatorio de Córdoba. Con el permiso en la mano, y la ayuda de un scout –yo era entonces consiliario del Movimiento Scout Católico– lo metí en mi citröen dos caballos y lo llevé a Córdoba.
Yo creía que se me moría por el camino. Tal iba el pobre. Pero resistió. Y lo dejamos en el Sanatorio de tuberculosos.
Las Hermanas de la Cruz no lo abandonaron. Avisaron a las Hermanas de Córdoba y estas lo visitaban semanalmente. Le llevaban chucherías, le alegraban su soledad. A los tres meses murió, besando el crucifijo y agradecido como un chiquillo a sus buenas Hermanas de la Cruz.

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