El papa Francisco, a la vuelta de su reciente
viaje a Armenia, ha dialogado en el avión con los periodistas y se ha referido
a esa comisión de mujeres diáconos. Ha expresado que en los primeros años de la
Iglesia ciertamente existían estas mujeres que ayudaban al obispo en tres
cosas: en el bautismo de las mujeres, porque era por inmersión; en la unción
prebautismal de las mujeres, y cuando una mujer iba al obispo porque el marido
le pegaba, el obispo llamaba a una de estas diaconisas para controlar las
marcas en el cuerpo.
El Papa ha vuelto a recalcar que se
puede estudiar y crear una comisión y ya ha pedido una lista de gente que
pudiera formar parte de ella. Del mismo modo, aprovechó la ocasión para
explicar que para él «la función de la mujer no es tan importante como el
pensamiento de la mujer».
–La mujer –precisó– piensa de otro modo
que nosotros los hombres y no se puede tomar una decisión buena y justa sin
escuchar a las mujeres.
E insistió una vez más que «es más
importante el modo de comprender, de pensar y de ver de las mujeres que la
funcionalidad de la mujer».
Sobre este tema tan acuciante en la
Iglesia, acaba de aparecer en Italia un libro titulado Donne e Chiesa. Una storia del genere (Mujeres e Iglesia. Una
historia del género), escrito por Adriana Valerio, historiadora y teóloga de la
Università degli Studi di Napoli Federico II. Dirige también actualmente el
proyecto internacional «La Biblia y las mujeres». Su libro es una historia de
la Iglesia vista y estudiada desde la óptica de la mujer, en una perspectiva de
género.
No voy a hacer un análisis de un libro
que recoge todo el abanico de la historia de la Iglesia. Me centraré solamente
en ese capítulo primero que ella titula La
revoluzione mancata (secoli I-IV), período, dice ella, en que la mujer
discurre de libre a marginada.
Será necesario que la Comisión que se
forme para estudiar la relación en los primeros siglos de la Iglesia con respecto
a la mujer cuente con el estudio de Adriana Valerio y de su propia persona,
para analizar en profundidad la «cuestión femenina» en el interior de la
Iglesia e «ir a la raíz de los motivos profundos que han determinado la invisibilidad,
la marginalidad y discriminación de las mujeres en el mundo cristiano».
Aunque estos apelativos de «invisibilidad,
marginalidad y discriminación» me resultan un tanto fuertes. Tendrá ella que
aclararlo en su libro.
Es interesante, sin embargo, ese
recorrido que ofrece, después del Jesús resucitado, de tantas mujeres que son
citadas en la incipiente Iglesia, especialmente en torno a san Pablo, con
diversas funciones de servicio o diaconías.
Lidia,
vendedora de púrpura de Tiatira, convertida por san Pablo, le hospedó con Silas
en su casa de Filipos (Hech 16, 13-15). La viuda Tabita, que fue resucitada por san Pedro (Hech 9, 36-43). Cloe aparece sólo una vez en el Nuevo
Testamento (1 Cor 1, 11), pero a partir de esta mención, así como por el
contenido y las cuestiones abordadas en el resto de la carta podemos
reconstruir algunas ideas de quien podría haber sido Cloe. Ninfa, cuya casa servía de iglesia para los hermanos de Laodicea
(Col 4, 15).
En sus viajes misionales, san Pablo
encuentra otra serie de mujeres que realizan actividades dentro de la
comunidad, empeñadas en el campo de la caridad, del diaconado, de la
catequesis, de la evangelización, del apostolado.
Por ejemplo, Febe, «diaconisa de la iglesia de Cencreas» (Rom 16, 1). Su mención
es una señal del servicio (diaconía) de las mujeres en las comunidades
primitivas. O Priscila, esposa de
Aquila, fabricante de lona, que abandonaron Roma cuando la expulsión de los
judíos y marcharon a Corinto, donde hospedaron largo tiempo a san Pablo (Hec
18, 2s), convirtiendo su casa en una iglesia doméstica. Aquila y Priscila
acompañan a Pablo a Éfeso (Hech 18, 18s), aquí toman consigo a Apolo, más tarde
vuelven a Roma, adonde Pablo, agradecido, les envía saludos (Rom 16, 3s). O María, «que ha trabajado tanto», la
madre de Rufo, que Pablo considera como su madre (Rom, 16, 13); Patrobas, Julia, la hermana de Nereo y Olimpas
(Rom 16, 14-15). También Evodia y Síntique, misioneras de Filipos, «que lucharon a mi lado por el evangelio»
(Fil 4, 3); Apia, hermana de Filemón,
que lo hospedó en Colosas (Fm 1, 2), y Ninfa,
que lo acogió en su casa de Laodicea para celebrar la cena del Señor (Col 4,
15).
Mujeres todas ellas que cumplen diversos
papeles, desde la acogida hasta ciertos servicios o diaconías o de asistencia
caritativa, como podía ser –ya que el bautismo era por inmersión– ayuda al
bautismo de las mujeres.
Ya en el siglo V, con la desaparición
del bautismo de adultos, hay como una reducción en la estimación del
reconocimiento de la función de la mujer en la Iglesia.
–La virulencia –manifiesta Adriana
Valerio– con la que Tertuliano, Epifanio y el Ambrosiaster, por citar solamente
a algunos, clamaron contra las mujeres que ejercían funciones ministeriales
(predicar, bautizar, celebrar la eucaristía, perdonar los pecados) testimonia
tanto una fuerte voluntad femenina de querer ocupar espacios ministeriales
cuanto una oposición dura y capilar.
El libro es interesante, pensado por una
mente femenina. Esperemos que se forme esa Comisión y realice un estudio en
profundidad del papel de la mujer en la primitiva Iglesia. Y saber si la diaconía
de la mujer tenía la misma funcionalidad que el diaconado de los hombres, que
ha perdurado en el tiempo hasta nuestros días como primer peldaño del
sacramento del Orden, al que sigue el sacerdocio y el episcopado.
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